Siendo un veinteañero, Lluís Pasqual dirigió el Teatre Lliure,
puntal de la cultura catalana.
Por su camino quedan muchos otros templos
de la actuación, pero permanece la pasión en sus obras.
“El teatro es la duda constante”
Siendo un veinteañero, Lluís Pasqual dirigió el Teatre Lliure,
puntal de la cultura catalana. Por su camino quedan muchos otros templos
de la actuación, pero permanece la pasión en sus obras
Lluís Pasqual (Reus, 1951) fue un muchacho prodigio; en 1976 dirigía el Lliure,
teatro mítico de Cataluña,
adonde volvió hace cuatro años, y donde sigue.
Trabajó con Giorgio
Strehler, con Peter Brook, con Alfredo Alcón, con Núria Espert, con
Fabià Puigserver (con el que hizo el Lliure, y que fue su compañero)…
Dirigió teatros en París, en Venecia, en Milán, en Madrid. Lorca (de
quien puso en escena una impresionante versión de
El público,
entre otras) es su “hermano inventado”
. Conserva la energía que tuvo (en
sus ojos, en sus manos: era un revoltijo de pasión, que le queda), pero
ahora cree que es el momento de bajar del caballo sobre el que cabalga
dirigiendo, porque en los últimos tiempos (sobre todo tras la muerte de
Gonzalo Canedo, su último compañero) ha envejecido diez años… Él lo
dice, pero su actividad permite descartar que haya envejecido; más él se
ha ido hacia dentro, y de ahí saca la fuerza para dirigir, esa es su
sangre
. Acaba de venir de hablar con Núria Espert de
El rey Lear
que van a estrenar en el Lliure el 15 de enero próximo, y en sus ojos,
ahora más melancólicos sin duda que cuando eran más fuego que mirada
(cuando estrenó en 1983 aquella pieza de Lorca), pervive la pasión que
lo mueve desde chico: el teatro.
Después de esta conversación le envió
al periodista un mensaje en el que resumía el presente de esa mirada: “A
mí de verdad ya sólo me preocupan los niños y los árboles”. Y el
teatro, aquí se ve.
Desde muchacho se le vio como a un hombre con mucha energía.
Frívolamente a veces digo que soy géminis, el que intenta cuidar el
jardín interior, el espíritu; y luego el de la acción.
La necesito. Por
eso siempre he sido director de escena, mi actividad preferida, y
también he dirigido teatros.
Me hace feliz inventarme cosas para que los
demás puedan hacer su trabajo. André Heller decía que hay dos tipos de
directores, los que dirigen sentados y los que galopan.
Yo dirijo
galopando, soy de los que van arriba y abajo. De ahí esa tontería de que
en cada espectáculo me cambio de tipo de zapatos porque no es lo mismo
dirigir un goldoni que un
shakespeare…
¿De dónde le viene esa fuerza? De haber disfrutado
de un estado de salud bueno, y de esas enzimas que tenemos en algún
sitio que cuando algo nos abduce, en mi caso el teatro, toma energías de
una parte del cerebro.
Todos hemos visto a actores, actrices, cantantes
que podían llegar con dificultad al escenario, con un hilo de voz;
salen al escenario y, de repente, se ponen a andar perfectamente, a
hablar a tono; terminan la función y se apagan como una vela.
De todo lo
que he probado en la vida, esto es con lo que me he sentido más apto,
hacer teatro.
Y necesito cabalgar.
Ya no es un muchacho. Con la edad ese galope se ha
convertido en trote.
No recuerdo quién dijo que dirigir es como ir a
caballo, con una mano tienes que tener muy bien atado el freno y con la
otra tienes que ir dando cuerda para que el caballo tenga mucha
libertad.
Pues eso es, lo que poco a poco queda de la evolución de ese
galope.
¿Qué le llevó a ser director de escena? Estudié en
la universidad y teatro al mismo tiempo
. Lo hacía y lo enseñaba, pero
quería ser profesor de latín
. Es como si el teatro me hubiera elegido a
mí, no recuerdo haber dicho que iba a hacerlo. Lo enseñaba porque era
una manera de ganarme la vida y me pidieron que dirigiera un ejercicio
de final de curso con
La semana trágica (ya había hecho obras
con grupos independientes)
. Tenía que representarse cada tres días, se
hizo durante dos años. Mientras hice la mili, conocí a Fabià
[Puigserver]
. La vida profesional y la privada se juntaban en una.
Me
inventé las reglas, como nos las inventábamos todos en aquel momento,
las heredábamos de las funciones que habíamos visto.
Descubrí a grandes
actores como Fernán-Gómez, y estaba en un grupo independiente en el que
hacíamos teatro porque no podíamos hacer política.
Me tuve que inventar
este oficio y heredarlo de los que nos lo legaron. Luego llegó un
momento en que necesité que alguien me pusiera el listón más alto,
aprender, y me fui a Polonia.
El teatro era allí el deporte nacional,
con una gran escuela, la rusa; después me fui al Piccolo, en Italia, con
Giorgio Strehler, y allí estuve un par de meses mirando cómo se hace un
teatro de arte para la gente.
Pero volví enseguida, estaba en marcha el
Lliure.
El teatro es la duda constante. Es la manera de hacer evolucionar algo”
¿Qué supusieron para usted Fabià y Strehler?
Strehler era el maestro.
No tengo ningún hermano, sólo una hermana a la
que quiero mucho, pero me habría gustado tener un hermano mayor.
Como no
lo he tenido, elegí a Federico García Lorca, al que conozco
literariamente y por su familia, y al que he podido inventarme.
También
me inventé un maestro que era Strehler. Sobre todo me enseñó a poner el
listón, a reafirmar cosas que uno tiene dentro, que es para lo que sirve
un maestro; me enseñó el poder de la duda.
El teatro es la duda
constante y es la única manera de hacer evolucionar algo; el amor a los
actores, que ya lo tenía; el listón estético, las luces, saber que todo
esto no sólo está en la imaginación sino que hay alguien que lo puede
hacer como uno quisiera.
También me servía Peter Brook, al que conocí
menos.
Y Fabià. Fabià fue de esas cosas que se dan muy
pocas veces.
Es la conjunción del amor y la vocación por el teatro, del
amor y la pasión, la persona y el trabajo. Nos enamoramos, fuimos pareja
muchos años, pero nos enamoramos del amor y del teatro.
Es la
complicidad que funcionaba con Fabià.
No necesitábamos hablar de temas
como el decorado; el tiempo que más hablamos de ello fue una tarde, pero
el figurín del pastor bobo de
El público nació estando en la cama, él durmiendo y yo molestándole porque no sabía cómo sería el figurín.
Su último compañero, el editor Gonzalo Canedo, murió hace un año. ¿Cómo le dejan estas desapariciones?
El duelo es una cosa difícil y dura de vivir.
Hay dos circunstancias
distintas. Fabià estuvo mucho tiempo enfermo y uno deseaba el final, que
ese tormento acabara para que dejara de sufrir.
Gonzalo no sufrió y fue
inesperado, en muy pocos días. Lo que sí hubo en ambos casos es lo que
esencialmente me falta, la presencia, lo que le falta a todo el mundo,
el cómplice intelectual.
Gonzalo y yo podíamos estar horas uno muy cerca
del otro simplemente leyendo, sabiendo que los dos juntos estábamos
haciendo lo que queríamos hacer, que no era lo mismo que leer por
separado.
Y con Fabià era lo mismo, yo leía y él dibujaba. Fabià y yo
hablábamos de muchas cosas que no eran teatro, y nuestros amigos no eran
gente del entorno en general.
Me deja con un sentimiento de envidia
sana al mismo tiempo porque pienso que tanto Fabià como Gonzalo no
conocieron el declive.
Los dos se fueron en un momento pletórico. Se
fueron como la Garbo, no conocieron la vejez
. Como decía Geraldine
Chaplin en una entrevista, “eso no lo debería pasar nadie porque cuando
no te duele aquí, te duele allí”. Se fueron Fabià a los 50 y Gonzalo a
los 56, sin tener que pisar el freno, y cuando los recuerdo bien, los
recuerdo así.
¿Y cómo le deja a uno la administración de esa soledad?
Es muy difícil.
Cuando le has dado tu vida a otra persona y esa persona
se ha ido, se vive con esa parte de la vida que tú le has puesto en sus
manos, lo explica muy bien
El caballero de Olmedo,
la soledad de la ausencia.
Yo la administro como puedo, mal, pero con
una parte buena.
Ha permanecido intacta la capacidad, la disposición, la
manera de afrontar el trabajo, diría que ha sido aún mejor, como si
estuvieran, como si te ayudaran a ser mejor porque en el fondo cuando
uno está enamorado todo lo hace por ese alguien, para que le guste y lo
disfrute.
Yo lo hago para esos álguienes imaginarios que ya no están.
En 1976 estaba en el Lliure, 40 años más tarde está en el
Lliure. En medio están París, Milán, Madrid, Venecia. Es uno de los
directores de escena más internacionales de Europa. ¿Quiere contribuir a
esa memoria que crea el teatro en Cataluña y en el mundo regresando al
sitio donde se hizo? Estas cosas tan poéticas no las piensas.
En el momento en que me llamaron para ser director del Lliure estaba
decidiendo si me quedaba en Milán porque me ofrecían la dirección
artística del Piccolo.
Estuve dudando, tengo un complejo de culpa
judeo-cristiana que me hace pensar que la vida me ha tratado
profesionalmente muy bien, la gente también, que me ha dado casi todo y
que yo tengo que devolverlo, es una mentalidad judeo-cristiana
comunista, si quieres [risas]. Luego hice dos cosas, a nivel personal
pensé que iba a estar muy lejos de Gonzalo, esa relación era
extraordinaria y quería vivirla.
Podría haberme quedado muy bien en
Milán, pero me parecía que me tocaba estar en el Lliure sobre todo para
hacer lo que he hecho, abrirlo, que entre mucha gente, generaciones
nuevas y que se renueve. Durante años fui el director más joven, más de
la cuenta; tengo 63 años, si no lo sé ahora no lo sabré nunca.
Cuando le
propuse a
Núria [Espert] El rey Lear
nos miramos a los ojos y me dijo: “Yo tengo la energía”. Yo le dije, yo
tengo la energía y la edad, después no sé si podré porque el director
tiene que cabalgar en
El rey Lear. Pues es eso, de una manera distinta, cambiarme a mí mismo por dentro.