Siendo un veinteañero, Lluís Pasqual dirigió el Teatre Lliure, puntal de la cultura catalana.
Por su camino quedan muchos otros templos de la actuación, pero permanece la pasión en sus obras.
“El teatro es la duda constante”
Siendo un veinteañero, Lluís Pasqual dirigió el Teatre Lliure, puntal de la cultura catalana. Por su camino quedan muchos otros templos de la actuación, pero permanece la pasión en sus obras
Trabajó con Giorgio Strehler, con Peter Brook, con Alfredo Alcón, con Núria Espert, con Fabià Puigserver (con el que hizo el Lliure, y que fue su compañero)… Dirigió teatros en París, en Venecia, en Milán, en Madrid. Lorca (de quien puso en escena una impresionante versión de El público, entre otras) es su “hermano inventado”
. Conserva la energía que tuvo (en sus ojos, en sus manos: era un revoltijo de pasión, que le queda), pero ahora cree que es el momento de bajar del caballo sobre el que cabalga dirigiendo, porque en los últimos tiempos (sobre todo tras la muerte de Gonzalo Canedo, su último compañero) ha envejecido diez años… Él lo dice, pero su actividad permite descartar que haya envejecido; más él se ha ido hacia dentro, y de ahí saca la fuerza para dirigir, esa es su sangre
. Acaba de venir de hablar con Núria Espert de El rey Lear que van a estrenar en el Lliure el 15 de enero próximo, y en sus ojos, ahora más melancólicos sin duda que cuando eran más fuego que mirada (cuando estrenó en 1983 aquella pieza de Lorca), pervive la pasión que lo mueve desde chico: el teatro.
Después de esta conversación le envió al periodista un mensaje en el que resumía el presente de esa mirada: “A mí de verdad ya sólo me preocupan los niños y los árboles”. Y el teatro, aquí se ve.
Desde muchacho se le vio como a un hombre con mucha energía. Frívolamente a veces digo que soy géminis, el que intenta cuidar el jardín interior, el espíritu; y luego el de la acción.
La necesito. Por eso siempre he sido director de escena, mi actividad preferida, y también he dirigido teatros.
Me hace feliz inventarme cosas para que los demás puedan hacer su trabajo. André Heller decía que hay dos tipos de directores, los que dirigen sentados y los que galopan.
Yo dirijo galopando, soy de los que van arriba y abajo. De ahí esa tontería de que en cada espectáculo me cambio de tipo de zapatos porque no es lo mismo dirigir un goldoni que un shakespeare…
¿De dónde le viene esa fuerza? De haber disfrutado de un estado de salud bueno, y de esas enzimas que tenemos en algún sitio que cuando algo nos abduce, en mi caso el teatro, toma energías de una parte del cerebro.
Todos hemos visto a actores, actrices, cantantes que podían llegar con dificultad al escenario, con un hilo de voz; salen al escenario y, de repente, se ponen a andar perfectamente, a hablar a tono; terminan la función y se apagan como una vela.
De todo lo que he probado en la vida, esto es con lo que me he sentido más apto, hacer teatro.
Y necesito cabalgar.
Ya no es un muchacho. Con la edad ese galope se ha convertido en trote.
No recuerdo quién dijo que dirigir es como ir a caballo, con una mano tienes que tener muy bien atado el freno y con la otra tienes que ir dando cuerda para que el caballo tenga mucha libertad.
Pues eso es, lo que poco a poco queda de la evolución de ese galope.
¿Qué le llevó a ser director de escena? Estudié en la universidad y teatro al mismo tiempo
. Lo hacía y lo enseñaba, pero quería ser profesor de latín
. Es como si el teatro me hubiera elegido a mí, no recuerdo haber dicho que iba a hacerlo. Lo enseñaba porque era una manera de ganarme la vida y me pidieron que dirigiera un ejercicio de final de curso con La semana trágica (ya había hecho obras con grupos independientes)
. Tenía que representarse cada tres días, se hizo durante dos años. Mientras hice la mili, conocí a Fabià [Puigserver]
. La vida profesional y la privada se juntaban en una.
Me inventé las reglas, como nos las inventábamos todos en aquel momento, las heredábamos de las funciones que habíamos visto.
Descubrí a grandes actores como Fernán-Gómez, y estaba en un grupo independiente en el que hacíamos teatro porque no podíamos hacer política.
Me tuve que inventar este oficio y heredarlo de los que nos lo legaron. Luego llegó un momento en que necesité que alguien me pusiera el listón más alto, aprender, y me fui a Polonia.
El teatro era allí el deporte nacional, con una gran escuela, la rusa; después me fui al Piccolo, en Italia, con Giorgio Strehler, y allí estuve un par de meses mirando cómo se hace un teatro de arte para la gente.
Pero volví enseguida, estaba en marcha el Lliure.
¿Qué supusieron para usted Fabià y Strehler? Strehler era el maestro.
No tengo ningún hermano, sólo una hermana a la que quiero mucho, pero me habría gustado tener un hermano mayor.
Como no lo he tenido, elegí a Federico García Lorca, al que conozco literariamente y por su familia, y al que he podido inventarme.
También me inventé un maestro que era Strehler. Sobre todo me enseñó a poner el listón, a reafirmar cosas que uno tiene dentro, que es para lo que sirve un maestro; me enseñó el poder de la duda.
El teatro es la duda constante y es la única manera de hacer evolucionar algo; el amor a los actores, que ya lo tenía; el listón estético, las luces, saber que todo esto no sólo está en la imaginación sino que hay alguien que lo puede hacer como uno quisiera.
También me servía Peter Brook, al que conocí menos.
Y Fabià. Fabià fue de esas cosas que se dan muy pocas veces.
Es la conjunción del amor y la vocación por el teatro, del amor y la pasión, la persona y el trabajo. Nos enamoramos, fuimos pareja muchos años, pero nos enamoramos del amor y del teatro.
Es la complicidad que funcionaba con Fabià.
No necesitábamos hablar de temas como el decorado; el tiempo que más hablamos de ello fue una tarde, pero el figurín del pastor bobo de El público nació estando en la cama, él durmiendo y yo molestándole porque no sabía cómo sería el figurín.
Su último compañero, el editor Gonzalo Canedo, murió hace un año. ¿Cómo le dejan estas desapariciones? El duelo es una cosa difícil y dura de vivir.
Hay dos circunstancias distintas. Fabià estuvo mucho tiempo enfermo y uno deseaba el final, que ese tormento acabara para que dejara de sufrir.
Gonzalo no sufrió y fue inesperado, en muy pocos días. Lo que sí hubo en ambos casos es lo que esencialmente me falta, la presencia, lo que le falta a todo el mundo, el cómplice intelectual.
Gonzalo y yo podíamos estar horas uno muy cerca del otro simplemente leyendo, sabiendo que los dos juntos estábamos haciendo lo que queríamos hacer, que no era lo mismo que leer por separado.
Y con Fabià era lo mismo, yo leía y él dibujaba. Fabià y yo hablábamos de muchas cosas que no eran teatro, y nuestros amigos no eran gente del entorno en general.
Me deja con un sentimiento de envidia sana al mismo tiempo porque pienso que tanto Fabià como Gonzalo no conocieron el declive.
Los dos se fueron en un momento pletórico. Se fueron como la Garbo, no conocieron la vejez
. Como decía Geraldine Chaplin en una entrevista, “eso no lo debería pasar nadie porque cuando no te duele aquí, te duele allí”. Se fueron Fabià a los 50 y Gonzalo a los 56, sin tener que pisar el freno, y cuando los recuerdo bien, los recuerdo así.
¿Y cómo le deja a uno la administración de esa soledad? Es muy difícil.
Cuando le has dado tu vida a otra persona y esa persona se ha ido, se vive con esa parte de la vida que tú le has puesto en sus manos, lo explica muy bien El caballero de Olmedo, la soledad de la ausencia.
Yo la administro como puedo, mal, pero con una parte buena.
Ha permanecido intacta la capacidad, la disposición, la manera de afrontar el trabajo, diría que ha sido aún mejor, como si estuvieran, como si te ayudaran a ser mejor porque en el fondo cuando uno está enamorado todo lo hace por ese alguien, para que le guste y lo disfrute.
Yo lo hago para esos álguienes imaginarios que ya no están.
En 1976 estaba en el Lliure, 40 años más tarde está en el Lliure. En medio están París, Milán, Madrid, Venecia. Es uno de los directores de escena más internacionales de Europa. ¿Quiere contribuir a esa memoria que crea el teatro en Cataluña y en el mundo regresando al sitio donde se hizo? Estas cosas tan poéticas no las piensas.
En el momento en que me llamaron para ser director del Lliure estaba decidiendo si me quedaba en Milán porque me ofrecían la dirección artística del Piccolo.
Estuve dudando, tengo un complejo de culpa judeo-cristiana que me hace pensar que la vida me ha tratado profesionalmente muy bien, la gente también, que me ha dado casi todo y que yo tengo que devolverlo, es una mentalidad judeo-cristiana comunista, si quieres [risas]. Luego hice dos cosas, a nivel personal pensé que iba a estar muy lejos de Gonzalo, esa relación era extraordinaria y quería vivirla.
Podría haberme quedado muy bien en Milán, pero me parecía que me tocaba estar en el Lliure sobre todo para hacer lo que he hecho, abrirlo, que entre mucha gente, generaciones nuevas y que se renueve. Durante años fui el director más joven, más de la cuenta; tengo 63 años, si no lo sé ahora no lo sabré nunca.
Cuando le propuse a Núria [Espert] El rey Lear nos miramos a los ojos y me dijo: “Yo tengo la energía”. Yo le dije, yo tengo la energía y la edad, después no sé si podré porque el director tiene que cabalgar en El rey Lear. Pues es eso, de una manera distinta, cambiarme a mí mismo por dentro.