29 sept 2014
Premio Naranja Y Premio Limón
Miguel Boyer es, sin dudas, el hombre de la vida de Isabel, con el exministro de Hacienda acaba de celebrar el pasado 2 de enero sus bodas de plata y son ya treinta los años que han compartido los dos… Media vida de la reina de corazones.
Isabel Preysler niega atravesar una crisis económica y personal
Las salidas de Isabel Preysler
a convocatorias públicas se cuentan últimamente con los dedos de la
mano.
Salvo las relacionadas con la apertura de alguna superficie de Porcelanosa, empresa de la que sigue siendo imagen, pues mantiene desde hace años una relación laboral y personal con los dueños de la firma, los Colonques, su vida publicitaria se ha reducido al máximo.
Se la echó de menos en la presentación del nuevo espacio en Madrid del relojero Thierry Mugler, celebrada la pasada semana en el Jardín de Serrano, y tampoco se prodiga en otro tipo de eventos, como hacía antes. Rompió esa tendencia, sin embargo, el pasado lunes, y además se dejó notar molesta con la prensa.
Hasta ese día, tan sólo se la había visto, pero hace ya bastante tiempo, en una de las fiestas que organizó su amiga Carmen Martínez Bordiú en la finca que el empresario Luis Miguel Rodríguez, dueño de desguaces La Torre, posee en los alrededores de Madrid.
A pesar de que hubo flamenco y baile, Preysler prefirió aquella noche la charla al movimiento. Seguramente su estado de ánimo tiene que ver con la lenta recuperación de su marido Miguel Boyer, como ha explicado en varias ocasiones su hija Ana, más que con una posible crisis económica en la familia, al respecto de lo que su otra hija, Tamara, ha dicho públicamente: “A nosotros también nos afecta lo que está pasando en el país”.
El caso es que el lunes acudió a la exposición del fotógrafo Fernando Manso, novio de Beatriz Zobel, cuya familia de origen filipino fue una de las más influyentes y poderosas del país donde nació Isabel Preysler.
Sus padres, abuelos y tíos formaron parte del entorno familiar de Isabel en Manila y cuando llegó a España a los 18 años la siguieron apoyando.
De ahí que acudiera a la cita cultural y permaneciera en la galería charlando con el autor y con otros miembros de la familia.
Isabel, vestida con un conjunto de chaqueta y pantalón oscuro que le hacía parecer aún más delgada, se quejó esa noche de que las informaciones que últimamente se publican sobre ella no son acertadas e incluso está molesta por algunas relacionadas con su economía o la posible venta de la mansión de Puerta de Hierro.
Quizá olvida que hace unos meses, al preguntarle por esta cuestión, respondió que era una casa muy grande y con muchos gastos ahora que todos sus hijos -salvo Ana- se habían independizado.
¿El crepúsculo?
Preysler, en una de sus últimas apariciones públicas (I.C.)La imagen de Isabel Preysler ha estado siempre unida al triunfo mediático.
Sin tener currículum académico, artístico o laboral -sólo social y marital- ha conseguido ser la mujer de las grandes portadas e icono de referencia de marcas y firmas comerciales, que siempre han querido tenerla en nómina.
La repercusión estaba asegurada. Si no podían por lo elevadísimo de su caché, al menos la contrataban por temporada, como así hacía Ferrero Rocher, que la mantuvo como protagonista de sus campañas de Navidad.
En aquellos años se hablaba de una cifra de 90.000 euros, a la que había que añadir los 300.000 anuales que percibe la socialité por asociar su imagen a Porcelanosa y la cantidad fija de la joyería Suárez y de la revista ¡Hola!, definida por su hija Tamara Falcó como “nuestro álbum familiar”.
Pero esos eran tiempos gloriosos, donde todo lo que tocaba Preysler suponía un aumento en su cuenta corriente o en la de sus colaterales, han acabado.
Siempre se habló de su participación en la venta de Galería Preciados y su intervención en negocios de altura que llegaban a buen puerto
. De hecho, cuando era joven, la bautizaron en Filipinas como goldenfinger por su capacidad para ejercer de rey Midas, que todo lo que tocaba se convertía en oro
. Para Preysler, como le sucedió a Norma Desmond en el Crepúsculo de los Dioses, los tiempos brillantes han dado paso a una vida menos gratificante, donde la crisis ha llamado a su puerta. Mantener su mansión de Puerta de Hierro supone un dineral anualmente
. En su día se dijo que superaba los12.000 euros mensuales poner la casa en marcha
. Según escribió Juan Luis Galiacho en el capítulo dedicado a la reina del baldosín, a esa cifra se debía añadir las nominas de su personal de casa: “Por término medio, cuatro empleadas del hogar en régimen de internas, una cocinera y tres doncellas, además del chófer, un jardinero y cuatro personas de seguridad”
. Ahora la casa se le queda grande.
El triste cumpleaños de Boyer
El tema personal, es harina de otro costal, ya que su marido Miguel Boyer evoluciona lentamente tras el ictus sufrido hace dos años
. El pasado 5 de febrero, de hecho, celebró su 75 aniversario sin los excesos de antaño.
Atrás quedaron los grandes cumpleaños que Isabel Preysler le organizaba con la llamada beautiful people como invitados estrella, en los que no faltaban mujeres como Petra Mateos y Paloma Giménez Altolaguirre, casada con el síndico de la Bolsa de Madrid, con el que el exministro del Gobierno de Felipe González compartió confidencias y viajes.
Los años pasaron y la ‘reina de corazones’ continuó orquestando celebraciones, pero en un ambiente más íntimo que en años de bonanza
. Nada queda de aquellos opulentos banquetes en restaurantes de lujo como Zalacaín, Horcher, Club 31 o Jockey con amistades que se consideraban por aquel entonces íntimas y que ahora no están al lado del político.
El exministro Miguel Boyer, en una imagen de archivo (I.C.)
Amigos como el economista Carlos Solchaga, el expresidente del Senado, Federico de Carvajal, Jaime Soto o el propio exmandatario Felipe González, con los que Miguel Boyer fue durante años uña y carne, pero que ahora, ya sea por el paso del tiempo o por falta de interés, han desaparecido de su vida.
El que fuese ministro de Hacienda dejó de ser imprescindible como conseguidor. Salvo las hermanas Koplowitz, que le mantuvieron en nómina, o el matrimonio formado por Fernando Fernández Tapias y Nuria González, que sí le han felicitado, el resto lo han borrado de su lista de contactos, al igual que han hecho con su esposa, Isabel Preysler.
La ‘reina’ de Porcelanosa estaba bien como elemento decorativo para las fiestas de postín, pero no para aquellas otras cenas en las que se manejaba información confidencial para sus negocios.
Cuando Boyer sufrió el derrame cerebral, permaneció cuatro meses ingresado en la clínica Ruber de Madrid
. En un primer momento, sus amistades mostraron un cierto interés por su estado de salud, pero una vez que salió del centro médico, con su lenta recuperación, fueron perdiendo el contacto con él progresivamente.
Es por este motivo que Isabel Preysler celebró el último cumpleaños de su marido de manera más solitaria que en otras ocasiones, sin amigos a los que convocar y sin fiesta que orquestar.
Un almuerzo como si fuese un día más en el calendario y no hubo ni tan siquiera tarta.
De hecho, la tarde de este miércoles Isabel la pasó en compañía de su madre y sus sobrinos, hijos de su hermana Beatriz -que falleció en octubre de 2011-, de los que se ocupa a pesar de ser mayores de edad.
Una de sus escasas salidas
El pasado lunes Preysler abandonó su ostracismo y se dejó ver en una fiesta.
Negó sus ‘crisis’, pero lo cierto es que un poco de eso sí se deja notar en su rostro.
Además de la ‘reina de corazones’ se desplazaron hasta la exposición la de Fernando Manso Marina Castaño y su marido, el doctor Puras, Ana Marchessi, Luis del Valle, Blanca Suelves y Joanes Osorio, la simpática y elegante Gela Alarcó, Veva y María Longoria, Magdalena Aguilar, Marta Barroso, Teresa de la Cierva, Julio Cavestany, el anticuario Josechu de Urbina, Amalia Pemartín y María Moreno, que gracias al trabajo que desarrolla la Fundación Ciudad de la Alegría, que preside en zonas de indigencia absoluta de la India, niños sin futuro tienen un horizonte de supervivencia. Uno de los últimos proyectos puestos en marcha ha sido la Escuela Deportiva del Real Madrid que permite la educación de más de mil niños.
Salvo las relacionadas con la apertura de alguna superficie de Porcelanosa, empresa de la que sigue siendo imagen, pues mantiene desde hace años una relación laboral y personal con los dueños de la firma, los Colonques, su vida publicitaria se ha reducido al máximo.
Se la echó de menos en la presentación del nuevo espacio en Madrid del relojero Thierry Mugler, celebrada la pasada semana en el Jardín de Serrano, y tampoco se prodiga en otro tipo de eventos, como hacía antes. Rompió esa tendencia, sin embargo, el pasado lunes, y además se dejó notar molesta con la prensa.
Hasta ese día, tan sólo se la había visto, pero hace ya bastante tiempo, en una de las fiestas que organizó su amiga Carmen Martínez Bordiú en la finca que el empresario Luis Miguel Rodríguez, dueño de desguaces La Torre, posee en los alrededores de Madrid.
A pesar de que hubo flamenco y baile, Preysler prefirió aquella noche la charla al movimiento. Seguramente su estado de ánimo tiene que ver con la lenta recuperación de su marido Miguel Boyer, como ha explicado en varias ocasiones su hija Ana, más que con una posible crisis económica en la familia, al respecto de lo que su otra hija, Tamara, ha dicho públicamente: “A nosotros también nos afecta lo que está pasando en el país”.
El caso es que el lunes acudió a la exposición del fotógrafo Fernando Manso, novio de Beatriz Zobel, cuya familia de origen filipino fue una de las más influyentes y poderosas del país donde nació Isabel Preysler.
Sus padres, abuelos y tíos formaron parte del entorno familiar de Isabel en Manila y cuando llegó a España a los 18 años la siguieron apoyando.
De ahí que acudiera a la cita cultural y permaneciera en la galería charlando con el autor y con otros miembros de la familia.
Isabel, vestida con un conjunto de chaqueta y pantalón oscuro que le hacía parecer aún más delgada, se quejó esa noche de que las informaciones que últimamente se publican sobre ella no son acertadas e incluso está molesta por algunas relacionadas con su economía o la posible venta de la mansión de Puerta de Hierro.
Quizá olvida que hace unos meses, al preguntarle por esta cuestión, respondió que era una casa muy grande y con muchos gastos ahora que todos sus hijos -salvo Ana- se habían independizado.
¿El crepúsculo?
Preysler, en una de sus últimas apariciones públicas (I.C.)La imagen de Isabel Preysler ha estado siempre unida al triunfo mediático.
Sin tener currículum académico, artístico o laboral -sólo social y marital- ha conseguido ser la mujer de las grandes portadas e icono de referencia de marcas y firmas comerciales, que siempre han querido tenerla en nómina.
La repercusión estaba asegurada. Si no podían por lo elevadísimo de su caché, al menos la contrataban por temporada, como así hacía Ferrero Rocher, que la mantuvo como protagonista de sus campañas de Navidad.
En aquellos años se hablaba de una cifra de 90.000 euros, a la que había que añadir los 300.000 anuales que percibe la socialité por asociar su imagen a Porcelanosa y la cantidad fija de la joyería Suárez y de la revista ¡Hola!, definida por su hija Tamara Falcó como “nuestro álbum familiar”.
Pero esos eran tiempos gloriosos, donde todo lo que tocaba Preysler suponía un aumento en su cuenta corriente o en la de sus colaterales, han acabado.
Siempre se habló de su participación en la venta de Galería Preciados y su intervención en negocios de altura que llegaban a buen puerto
. De hecho, cuando era joven, la bautizaron en Filipinas como goldenfinger por su capacidad para ejercer de rey Midas, que todo lo que tocaba se convertía en oro
. Para Preysler, como le sucedió a Norma Desmond en el Crepúsculo de los Dioses, los tiempos brillantes han dado paso a una vida menos gratificante, donde la crisis ha llamado a su puerta. Mantener su mansión de Puerta de Hierro supone un dineral anualmente
. En su día se dijo que superaba los12.000 euros mensuales poner la casa en marcha
. Según escribió Juan Luis Galiacho en el capítulo dedicado a la reina del baldosín, a esa cifra se debía añadir las nominas de su personal de casa: “Por término medio, cuatro empleadas del hogar en régimen de internas, una cocinera y tres doncellas, además del chófer, un jardinero y cuatro personas de seguridad”
. Ahora la casa se le queda grande.
El triste cumpleaños de Boyer
El tema personal, es harina de otro costal, ya que su marido Miguel Boyer evoluciona lentamente tras el ictus sufrido hace dos años
. El pasado 5 de febrero, de hecho, celebró su 75 aniversario sin los excesos de antaño.
Atrás quedaron los grandes cumpleaños que Isabel Preysler le organizaba con la llamada beautiful people como invitados estrella, en los que no faltaban mujeres como Petra Mateos y Paloma Giménez Altolaguirre, casada con el síndico de la Bolsa de Madrid, con el que el exministro del Gobierno de Felipe González compartió confidencias y viajes.
Los años pasaron y la ‘reina de corazones’ continuó orquestando celebraciones, pero en un ambiente más íntimo que en años de bonanza
. Nada queda de aquellos opulentos banquetes en restaurantes de lujo como Zalacaín, Horcher, Club 31 o Jockey con amistades que se consideraban por aquel entonces íntimas y que ahora no están al lado del político.
El exministro Miguel Boyer, en una imagen de archivo (I.C.)
Amigos como el economista Carlos Solchaga, el expresidente del Senado, Federico de Carvajal, Jaime Soto o el propio exmandatario Felipe González, con los que Miguel Boyer fue durante años uña y carne, pero que ahora, ya sea por el paso del tiempo o por falta de interés, han desaparecido de su vida.
El que fuese ministro de Hacienda dejó de ser imprescindible como conseguidor. Salvo las hermanas Koplowitz, que le mantuvieron en nómina, o el matrimonio formado por Fernando Fernández Tapias y Nuria González, que sí le han felicitado, el resto lo han borrado de su lista de contactos, al igual que han hecho con su esposa, Isabel Preysler.
La ‘reina’ de Porcelanosa estaba bien como elemento decorativo para las fiestas de postín, pero no para aquellas otras cenas en las que se manejaba información confidencial para sus negocios.
Cuando Boyer sufrió el derrame cerebral, permaneció cuatro meses ingresado en la clínica Ruber de Madrid
. En un primer momento, sus amistades mostraron un cierto interés por su estado de salud, pero una vez que salió del centro médico, con su lenta recuperación, fueron perdiendo el contacto con él progresivamente.
Es por este motivo que Isabel Preysler celebró el último cumpleaños de su marido de manera más solitaria que en otras ocasiones, sin amigos a los que convocar y sin fiesta que orquestar.
Un almuerzo como si fuese un día más en el calendario y no hubo ni tan siquiera tarta.
De hecho, la tarde de este miércoles Isabel la pasó en compañía de su madre y sus sobrinos, hijos de su hermana Beatriz -que falleció en octubre de 2011-, de los que se ocupa a pesar de ser mayores de edad.
Una de sus escasas salidas
El pasado lunes Preysler abandonó su ostracismo y se dejó ver en una fiesta.
Negó sus ‘crisis’, pero lo cierto es que un poco de eso sí se deja notar en su rostro.
Además de la ‘reina de corazones’ se desplazaron hasta la exposición la de Fernando Manso Marina Castaño y su marido, el doctor Puras, Ana Marchessi, Luis del Valle, Blanca Suelves y Joanes Osorio, la simpática y elegante Gela Alarcó, Veva y María Longoria, Magdalena Aguilar, Marta Barroso, Teresa de la Cierva, Julio Cavestany, el anticuario Josechu de Urbina, Amalia Pemartín y María Moreno, que gracias al trabajo que desarrolla la Fundación Ciudad de la Alegría, que preside en zonas de indigencia absoluta de la India, niños sin futuro tienen un horizonte de supervivencia. Uno de los últimos proyectos puestos en marcha ha sido la Escuela Deportiva del Real Madrid que permite la educación de más de mil niños.
Nena, esto es de lo más normal.................................................... Rosa Montero
Este libro es una joya.
Y eso que, al principio, resulta un poco árido, un poco espeso. Pero les recomiendo perseverar, porque enseguida se pone estupendo
. Me refiero a Ansiedad, miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior (Seix Barral) de Scott Stossel, un periodista norteamericano cuarentón que vive asediado por las crisis de ansiedad, que pueden atacarle en cualquier momento y dejarle tembloroso, taquicárdico e incapaz de hablar. Además padece miedo a los espacios cerrados (claustrofobia), a la altura (acrofobia), al desmayo (astenofobia), a quedar atrapado lejos de casa (al parecer es una variante de la agorafobia o miedo a los espacios abiertos), a los gérmenes (bacilofobia), a hablar en público (un tipo de fobia social), a volar (aerofobia), a vomitar (emetofobia), a vomitar en un avión, cosa que, para él, debe de ser como una manía al cuadrado (aeronausifobia) y, por último, hasta le tiene miedo al queso (turofobia), una obsesión rarísima que ya me parece la repanocha.
Como comprenderán, yo, que soy una ansiosa de manual, y que he sufrido tres grandes crisis de angustia clínica en mi vida, a los 17 años, a los 21 y a los 30, me he abalanzado sobre este ensayo como cerdita sobre charca de lodo.
Y debo decir que el pobre Scott es tan catastrófico que, de entrada, su ejemplo puede animar muchísimo a los ansiosos más medianos. Que, por cierto, son (o somos) legión. Según los últimos estudios citados en este libro, se calcula que una de cada seis personas en el mundo sufrirá un trastorno de ansiedad durante al menos un año en el transcurso de su vida.
Y sufrir un trastorno de ansiedad no es estar un poco nervioso ni sentirse preocupado por algún problema de tu vida.
Una crisis clínica cursa con síntomas aparatosos y es inhabilitante mientras dura.
Recuerdo mi primer ataque de angustia a los 17 años: estaba viendo la televisión una noche, tras la cena, en el comedor vacío de la casa de mis padres, cuando de repente el mundo se alejó de mí, como si estuviera contemplando la realidad a través de un telescopio; es decir, el comedor estaba todavía ahí, pero lejísimos (luego supe que esto se denomina efecto túnel y que es bastante habitual); inmediatamente me entró un ataque de terror absoluto, con el agravante de que ni siquiera sabía a qué le tenía miedo
. Me castañeteaban los dientes, me temblaban las piernas, me entrechocaban las rodillas.
Como lo que me sucedía era incomprensible, deduje que me había vuelto loca y eso aumentó el pánico.
Además, era incapaz de explicar lo que me pasaba. No podía hablar, no podía comunicarme
. Porque la esencia de todo trastorno mental es la soledad, una soledad tan colosal que resulta inimaginable si no la conoces, si no has estado ahí.
Una soledad de astronauta vagando perdido en el espacio intergaláctico.
En la España de fines de los sesenta y en mi clase social, la gente no iba al psiquiatra; de modo que me pasé la crisis a pelo, sin un solo ansiolítico.
Estaba a punto de entrar en la universidad y decidí hacer Psicología para intentar entender lo que me pasaba.
De hecho, tengo la teoría de que la mayor parte de los psiquiatras y psicólogos se dedican a eso porque, de jóvenes, temieron estar locos. Lo cual, por otra parte, no es malo en sí mismo: al contrario, puede proporcionar un mayor entendimiento y una cercanía con los pacientes.
En cualquier caso, estudié un par de años de Psicología y ahí aprendí que las crisis de angustia, aunque espectaculares, son como la gripe de los trastornos mentales; básicas, muy comunes y, pese al sufrimiento que producen, muy leves.
Conocer todo esto me hizo ir perdiendo el miedo al miedo; ya sabía que de las crisis se regresaba, que no me iba a quedar ahí atrapada, que eran algo transitorio
. El irme aceptando como era y, sospecho, el empezar a publicar mis textos en torno a los treinta años (porque escribir te cose, te une al mundo), hizo que las crisis se acabaran. Hace tres décadas que no sufro ninguna.
Pueden volver. No me apetecen, pero no las temo
. Y hasta les estoy agradecida por haberme enseñado el espacio exterior mental, ese lugar inhóspito y aterrador de la dolencia psíquica. Cosa que me ha hecho conocer mejor al ser humano.
Cuento todo esto, como Scott cuenta sus tremendas, agobiantes y a menudo desternillantes experiencias, porque sé que al otro lado de estas páginas hay mucha gente devorada por el ogro de la angustia
. Personas que se sienten perdidas, que se creen morir, que piensan que se les ha ido la cabeza para siempre
. Y que son incapaces de hablar de ello. A mí, a los 17 años, me hubiera servido de mucho que alguien me dijera: nena, esto es de lo más normal; respira tranquila y espera a que se pase.
Así que aprovecho el estupendo libro de Stossel para decirlo ahora.
Y eso que, al principio, resulta un poco árido, un poco espeso. Pero les recomiendo perseverar, porque enseguida se pone estupendo
. Me refiero a Ansiedad, miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior (Seix Barral) de Scott Stossel, un periodista norteamericano cuarentón que vive asediado por las crisis de ansiedad, que pueden atacarle en cualquier momento y dejarle tembloroso, taquicárdico e incapaz de hablar. Además padece miedo a los espacios cerrados (claustrofobia), a la altura (acrofobia), al desmayo (astenofobia), a quedar atrapado lejos de casa (al parecer es una variante de la agorafobia o miedo a los espacios abiertos), a los gérmenes (bacilofobia), a hablar en público (un tipo de fobia social), a volar (aerofobia), a vomitar (emetofobia), a vomitar en un avión, cosa que, para él, debe de ser como una manía al cuadrado (aeronausifobia) y, por último, hasta le tiene miedo al queso (turofobia), una obsesión rarísima que ya me parece la repanocha.
Como comprenderán, yo, que soy una ansiosa de manual, y que he sufrido tres grandes crisis de angustia clínica en mi vida, a los 17 años, a los 21 y a los 30, me he abalanzado sobre este ensayo como cerdita sobre charca de lodo.
Y debo decir que el pobre Scott es tan catastrófico que, de entrada, su ejemplo puede animar muchísimo a los ansiosos más medianos. Que, por cierto, son (o somos) legión. Según los últimos estudios citados en este libro, se calcula que una de cada seis personas en el mundo sufrirá un trastorno de ansiedad durante al menos un año en el transcurso de su vida.
Y sufrir un trastorno de ansiedad no es estar un poco nervioso ni sentirse preocupado por algún problema de tu vida.
Una crisis clínica cursa con síntomas aparatosos y es inhabilitante mientras dura.
Recuerdo mi primer ataque de angustia a los 17 años: estaba viendo la televisión una noche, tras la cena, en el comedor vacío de la casa de mis padres, cuando de repente el mundo se alejó de mí, como si estuviera contemplando la realidad a través de un telescopio; es decir, el comedor estaba todavía ahí, pero lejísimos (luego supe que esto se denomina efecto túnel y que es bastante habitual); inmediatamente me entró un ataque de terror absoluto, con el agravante de que ni siquiera sabía a qué le tenía miedo
. Me castañeteaban los dientes, me temblaban las piernas, me entrechocaban las rodillas.
Como lo que me sucedía era incomprensible, deduje que me había vuelto loca y eso aumentó el pánico.
Además, era incapaz de explicar lo que me pasaba. No podía hablar, no podía comunicarme
. Porque la esencia de todo trastorno mental es la soledad, una soledad tan colosal que resulta inimaginable si no la conoces, si no has estado ahí.
Una soledad de astronauta vagando perdido en el espacio intergaláctico.
En la España de fines de los sesenta y en mi clase social, la gente no iba al psiquiatra; de modo que me pasé la crisis a pelo, sin un solo ansiolítico.
Estaba a punto de entrar en la universidad y decidí hacer Psicología para intentar entender lo que me pasaba.
De hecho, tengo la teoría de que la mayor parte de los psiquiatras y psicólogos se dedican a eso porque, de jóvenes, temieron estar locos. Lo cual, por otra parte, no es malo en sí mismo: al contrario, puede proporcionar un mayor entendimiento y una cercanía con los pacientes.
En cualquier caso, estudié un par de años de Psicología y ahí aprendí que las crisis de angustia, aunque espectaculares, son como la gripe de los trastornos mentales; básicas, muy comunes y, pese al sufrimiento que producen, muy leves.
Conocer todo esto me hizo ir perdiendo el miedo al miedo; ya sabía que de las crisis se regresaba, que no me iba a quedar ahí atrapada, que eran algo transitorio
. El irme aceptando como era y, sospecho, el empezar a publicar mis textos en torno a los treinta años (porque escribir te cose, te une al mundo), hizo que las crisis se acabaran. Hace tres décadas que no sufro ninguna.
Pueden volver. No me apetecen, pero no las temo
. Y hasta les estoy agradecida por haberme enseñado el espacio exterior mental, ese lugar inhóspito y aterrador de la dolencia psíquica. Cosa que me ha hecho conocer mejor al ser humano.
Cuento todo esto, como Scott cuenta sus tremendas, agobiantes y a menudo desternillantes experiencias, porque sé que al otro lado de estas páginas hay mucha gente devorada por el ogro de la angustia
. Personas que se sienten perdidas, que se creen morir, que piensan que se les ha ido la cabeza para siempre
. Y que son incapaces de hablar de ello. A mí, a los 17 años, me hubiera servido de mucho que alguien me dijera: nena, esto es de lo más normal; respira tranquila y espera a que se pase.
Así que aprovecho el estupendo libro de Stossel para decirlo ahora.
@BrunaHusky
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