Hace unos cuantos siglos, los extranjeros que llegaban a Roma
buscando la absolución para algunos de sus pecados especialmente graves
no tenían más remedio que recurrir a intérpretes que tradujesen al
italiano su confesión en la basílica de San Pedro
. La sorpresa venía
cuando, una vez en paz con Dios, los peregrinos –por lo general
pudientes— eran constreñidos por los intérpretes a pagarles una cantidad
de dinero a cambio de mantener el secreto de lo dicho en confesión.
Para intentar frenar una extorsión que se convirtió en costumbre, el
papa Benedicto XII creó en 1338 una hermandad de asistencia a los
pereg
rinos que, dos siglos después, Alejandro VII alojó en un magnífico
edificio contiguo al Vaticano.
El palacio Della Rovere aún se conserva,
aunque demediado al estilo de Roma: la mitad pertenece a la medieval
Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, y la otra mitad, a un hotel de lujo
cuyo restaurante es frecuentado, a veces en curiosa convivencia, por
prelados de la Curia vaticana y por viajeros de paso. Es ahí, bajo unos
frescos de Pinturicchio, donde el director Paolo Sorrentino sitúa una de
las escenas de
La Grande Bellezza (La gran belleza),
aquella en la que el periodista Jep Gambardella invita a Ramona a
fijarse en la mundana desenvoltura de un cura pidiendo champán Cristal
–nunca por debajo de los 200 euros-- y cortejando a una monja:
--No te puedes imaginar lo instructivo que resulta vivir rodeado de tal cantidad de órdenes religiosas.
La mirada irónica, descreída y cansada de Jep Gambardella hacia sí
mismo, hacia los demás y, sobre todo, hacia Roma no sólo atraviesa toda
la película gracias a
la interpretación de Toni Servillo,
sino que también constituye –en contra de lo que parece sugerir el
título— su columna vertebral.
“Si me preguntan”, explica Paolo
Sorrentino, “qué significa
La grande bellezza", sería demasiado fácil y tentador responder: Roma.
En cambio, para mí, “
La grande bellezza
es más exactamente ese gigantesco cansancio de vivir que se esconde
tras la vida de Jep Gambardella”.
Una vida, recuerda el director de
cine, que el protagonista –un periodista que jamás logró sobreponerse al
éxito de su primera y única novela—consume entre los monumentos más
bellos, las rancias fiestas mundanas y el sexo por costumbre mientras
intenta recuperar, inútilmente, el rastro perdido de la literatura.
El director de cine, nacido en Nápoles en 1970, cuenta que desde el
día en que, a los 19 años, paseó por Roma por primera vez se quedó
asombrado por la ciudad y por “ese universo que gravita en torno al
Vaticano” y que tan bien refleja –por el arte, la historia, la picaresca
y la mundanidad disfrazada con sotana—el restaurante del palacio Della
Rovere. “Aquel gran asombro de los 19 años”, añade, “no me ha abandonado
nunca. Pienso que, quizás de forma inconsciente, aquel día nació la
idea de hacer no una película sobre Roma, sino una película que la
explicase”.
Ha tardado casi 30 años.
Tal vez porque Roma es tan difícil
de explicar, de catalogar, como su propia película, que ha encandilado a
muchos –ahí está el Oscar, el Globo de Oro, el BAFTA— y que ha dejado
frío a otros. No deja de ser curioso que, por lo general, la película
haya gustado más a quienes solo conocen la ciudad de vista o se
acercaron a ella desde fuera –a sus amantes--, que a quienes, después de
haber crecido entre tanta belleza, se olvidaron de mirarla.
“Es una ciudad que en realidad no conozco”, admite Sorrentino, “y, de
hecho, es una ciudad que no quiero conocer en profundidad, porque como
todas las cosas que se entienden bien, el riesgo de la desilusión está
siempre al acecho.
Por lo tanto, me limito a intuirla, a atravesarla
todos los días como un turista sin billete de retorno, y soy feliz así.
Finjo no escuchar las críticas incesantes de sus habitantes ni creer las
invectivas furibundas de los de fuera sobre la pobreza cultural y moral
de la ciudad. Cobardemente, me tapo los oídos.
No quiero que me
arruinen el sueño. Prefiero concentrarme en la dulzura de ciertas
puestas de sol, en la inexplicable suavidad del clima y del estado de
ánimo que sólo Roma te consiente, en los lentos paseos sin destino que
te prometen siempre llevarte a lugares inéditos e irrepetibles
. Y que, a
veces, hasta mantienen la promesa”. Esa es Roma.
O esa es, al menos, la
Roma que muestra Sorrentino a través de Jep Gambardella: un paseo
infinito y adictivo en búsqueda de la belleza, un paseo que puede durar
toda una vida y por el que se puede llegar a pagar un alto precio:
--¿Por qué no has escrito otro libro?
--Porque he salido demasiado a menudo por las noches.
Como en Roma, la gran belleza de la película está en las pequeñas
bellezas que encierra y que, a veces, solo deja entrever.
La belleza del
italiano que, en la dicción y la voz de Toni Servillo, curtidas por
toda una vida de teatro, es un placer que convierte en un crimen el
mejor de los doblajes
. La belleza de los guiños –o lo que parecen ser
guiños—a míticas películas que también tuvieron a Roma por escenario: la
visita de una monja a un cirujano plástico recuerda a aquel desfile de
moda religiosa de la Roma de Fellini
; el zapato que se desprende del pie
de La Santa evoca al que se le cae a Audrey Hepburn en la recepción de
autoridades de Vacaciones en Roma…
La belleza de admitir, durante la
diatriba de Jep contra Stefania en el ático frente al Coliseo, el pacto
implícito de cinismo e hipocresía que rige la relación con los amigos de
las francachelas diarias: “Estamos todos al borde la desesperación y
tenemos un único remedio: hacernos compañía y tomarnos un poco el pelo”.
Pero también la belleza al reconocer la excesiva dureza del ataque a su
amiga:
“Lo sé. He exagerado
. Pero es lo que hacen los escritores
fracasados”.
Paolo Sorrentino utiliza la capacidad del cine para hacer más hermoso
lo que ya de por sí lo es, utilizando el montaje para añadir jardines a
palacios que jamás los tuvieron o para, simplemente, demostrarle a los
romanos que la belleza puede también cegar, que ese torrente de
hermosura heredada que tantas veces maltratan sigue fluyendo como una
hemorragia imposible de cortar.
De boca de sus mayores –Alberto Moravia,
Ennio Flaiano o Mario Soldati--, Sorrentino aprendió que “en Roma se
intenta hacer pasar por sentido de la eternidad una cierta atonía
moral”, o que “vivir en Roma es una forma de perder la vida”, o que aquí
se descubre mejor que en cualquier otra ciudad que “el sentido de la
eternidad es en realidad el sentido de la nada”.
Y, aun dándoles la
razón, Sorrentino intenta redimir a Roma –y con ella a su película—con
unas frases, hermosas por sí mismas, que Jep Gambardella pronuncia al
final de la película a modo de resumen de su propia vida.
--Siempre termina así.
Con la muerte. Antes, sin embargo, estuvo la
vida. Escondida bajo el bla, bla, bla. Sepultada bajo la cháchara y el
ruido. El silencio y el sentimiento.
La emoción y el miedo
. Los
demacrados e inconstantes destellos de belleza.