Las vidas paralelas de Francisco Fernando y Gavrilo Princip hasta su sangrienta cita en Sarajevo.
No se habían encontrado nunca hasta el día que uno mató al otro.
El adulto (50 años) portaba un estrafalario gorro Stulphut con plumas de buitre teñidas de verde y el joven (19) una más práctica pistola semiautomática Browning de 9mm.
Sus vidas eran tan distintas que parecían habitantes de diferentes planetas y nada parecía predisponerles a convertirse en la insólita pareja que iba a abrir uno de los bailes más macabros de la Historia. Gavrilo Princip, un humilde, pobrísimo estudiante serbobosnio, frustrado poeta, tirador novel, y Francisco Fernando, el archiduque heredero del imperio austrohúngaro y uno de los hombres más ricos del mundo, cazador experimentado y famoso por su puntería, coincidieron unos fulgurantes y sangrientos segundos aquel soleado domingo 28 de junio de 1914 en Sarajevo para volver a separarse para siempre.
No hubo más oportunidad: el archiduque resultó muerto a raíz de aquello –con un balazo afortunadísimo (no para él) que le destrozó la yugular- y el debutante (y mayúsculamente exitoso) terrorista fue a dar con sus huesos en prisión, de la que ya no salió vivo
. Todos sabemos lo que pasó en el momento que nuestros dos personajes se encontraron, acaso entrecruzando un instante dramático sus miradas, quién sabe si atisbando con la omnisciencia de los momentos críticos una visión apocalíptica de acero hirviendo y estrépito ensordecedor sobre un paisaje devastado de barro y trincheras, pero, ¿de dónde venían?, ¿cómo habían sido sus respectivas existencias hasta entonces?
Es fascinante trazar las vidas paralelas de ambos hasta su estrepitosa intersección, sabiendo, mientras las reseguimos, de qué manera brutal se iban a topar esos dos individuos a los que el destino convirtió en mecha de la I Guerra Mundial.
Mi interés por Francisco Fernando, más allá de una natural inclinación general por los militares aristócratas austrohúngaros y el haber contemplado su guerrera ensangrentada (en el museo militar de Viena), despertó especialmente al descubrir una foto suya disfrazado de momia.
Efectivamente, durante una estancia en Egipto en 1896 el archiduque se retrató asomando la cara por la abertura de un sarcófago de pega para los turistas de entonces
. Una inscripción sobre la fotografía lo identificaba como “Amenhoteph XXIII, faraón de Egipto” (en realidad solo hubo cuatro Amenhoteph). Se le ve muy metido en el papel, aunque desentonan sus célebres bigotes.
Reaccionario, clerical (Princip era ateo) y despótico, Francisco Fernando (Graz, 1863-Sarajevo, 1914, claro), sobrino del emperador Francisco José y su heredero desde 1889, era un típico producto de la Casa de los Habsburgo, esa dinastía dedicada en buena medida desde hacía tiempo a survive in greatness, como decía el ilustre A. J. P. Taylor, aunque el archiduque, puro k. und k. (real e imperial) en tantas cosas –ya era teniente a los 12 años-, tenía sus particularidades
. Era un apasionado de las rosas (un mes antes de su muerte estaba en un show floral en Chelsea), un alma fascinada por las ciencias naturales, buen conocedor de las aves, un irredento viajero deseoso de experiencias nuevas y quién lo hubiera dicho, ¡un excelente autor de literatura de viajes!, como permite descubrir la entretenidísima lectura de su diario del gran tour que realizó en 1892-1893, de Trieste a Japón, y que le llevó a lugares tan exóticos como Ceilán, Nepal, Java, Sarawak, Nueva Guinea o las Islas Solomon
. Hombre lleno de curiosidad anota la interesante visión en un museo de Calcuta del pie de un niño indio recuperado del estómago de un cocodrilo.
Francisco Fernando viajaba, eso sí, in style, y en esa ocasión lo hizo en uno de los más modernos buques de guerra de la flota imperial, el crucero SMS Kaiserin Elisabeth, de cuatro mil toneladas y con una tripulación de 450 oficiales y marineros (el barco fue hundido luego por aviación naval en el primer año de la guerra cerca de Quingdao, China).
En el viaje, el archiduque, que pretendía viajar de incógnito –como “conde de Hohenberg”- , pese a su nutrido séquito y el crucero, navegó por el estrecho de Malaca, anduvo por las selvas entre cingaleses, malayos y papúes, visitó largamente la India británica donde cazó tigres en compañía de maharajás, rajás y nababs (le regalaron dos cachorros de un año que desgraciadamente para él no llevaba aquel día en Sarajevo), presenció sacrificios en el templo de Kali en Calcuta, admiró el Kangchenjunga, elogió (noblesse oblige) a los Ulanos de Madrás y tras alancear jabalíes a caballo con ellos en Gwalior los oficiales del Raj le cantaron “he is a jolly good fellow”.
Visto así parece que Gavrilo haya matado a KIpling. En fin, tampoco podía imaginar el anarquista Lucheni que su víctima, la emperatriz Sissi (tía de Francisco Fernando), reencarnaría en Romy Schneider.
En lo más antipático, que era mucho, caracterizaba al archiduque, además de su lógico militarismo y su propensión a la cólera, una obsesión por la caza rayana en lo patológico.
Su castillo de Konopiste en Bohemia –muy parecido por cierto al de la familia Almásy en Bernstein y en el que tenía ducha y un moderno retrete con taza- es un despropósito en su exhibición de trofeos que cubren literalmente salas y pasillos. Puedes ver ahí solo una parte de los 300.000 animales que abatió -antes de que lo abatieran a él-, pero la colección, especialmente surtida en cérvidos, incluye osos, urogallos, flamencos, cigüeñas, y hasta un bisonte. Francisco Fernando, el Nemrod austrohúngaro, cazó elefantes (regia manía) en Ceilán -en una ocasión dos a la vez-, aves del paraíso en la isla Vari Vari, canguros en Australia…
Otros detalles discutibles de su personalidad eran su antidarwinismo y que detestaba a los húngaros -lo que es un problema si eres heredero de la doble corona-, hasta el punto de abroncar a los jinetes del 9º regimiento de húsares, del que era comandante, por hablar su lengua.
Francisco Fernando fue nombrado heredero en 1889 tras la muerte de su primo Rodolfo en el turbio episodio de Mayerling y la renuncia de su padre a la línea de sucesión.
Tampoco había ya mucho más dónde elegir.
La relación con el emperador, su tío, era tormentosa.
El archiduque tenía sus propias ideas sobre la política imperial, entre ellas rebajar la influencia húngara y apoyar la monarquía concediendo más prerrogativas a los eslavos
En 1913 adquirió el cargo de Generalinspektor de las fuerzas armadas austrohúngaras.
En junio de 1914 se encontraba supervisando unas maniobras cuando, imprudentemente, decidió visitar Sarajevo…
En el extremo opuesto de la suerte en la vida –al menos hasta que se encontraron- el serbio Gavrilo Princip (Obljaj, 1894-Terezin, 1918), nació en un miserable villorrio bosnio, no viajó más allá de Belgrado, y desde luego de haber visto un ave del paraíso se la hubiera comido.
Apenas se habían librado de los turcos, los compatriotas de Princip se encontraron ocupados por los austro-húngaros que posteriormente se anexionaron Bosnia y Herzegovina pretextando una labor civilizadora y modernizadora.
El chico de asombrados ojos azules y constitución endeble, bautizado con el nombre del arcángel Gabriel, creció entre las leyendas patrióticas serbias y un anhelo indefinible de grandeza mientras ayudaba con las gallinas o en el campo o vigilaba las ovejas
. Adoraba la lectura y los libros y aseguraba que un día se oiría hablar de él. Uh, qué daño hace todo eso.
La vida del joven cambió cuando lo enviaron a estudiar Comercio a Sarajevo.
En un libro indispensable para entender a Princip y de qué manera encaja en la cruenta historia de los Balcanes (The Trigger, 2014), Tim Butcher, corresponsal de la guerra de Bosnia, sigue materialmente sus pasos en un recorrido apasionante que incluye desde las matanzas de Srebrenica hasta un concierto de la banda Franz Ferdinand en Banja Luka, pasando por las aventuras de Fitzroy Maclean luchando contra los nazis con los partisanos de Tito y el hallazgo de las notas escolares de Gavrilo: un batiburrillo sensacional. Butcher le describe buscando instintivamente su destino, en Sarajevo y luego, en 1912, en Belgrado, como después lo haría en Viena otro joven desheredado y despechado, Adolf Hitler.
Princip, que paradójicamente estuvo a punto de ser reclutado como cadete austrohúngaro, fue descuidando progresivamente sus estudios para sumergirse entre el lumpen en el que pululaban revolucionarios, anarquistas e irredentistas serbios y radicalizarse, con la inestimable ayuda de la lectura de Bakunin, Kropotkin, Marx y Dostoyevsky –aunque también era un apasionado de Alejandro Dumas y Walter Scott, que no dejan de impulsarte a vivir aventuras-.
La rabia contra la ocupación colonial austrohúngara de Bosnia creció en él hasta hacerle unirse a uno de los grupos de jóvenes aspirantes a terroristas manipulados discretamente por los servicios secretos serbios. Butcher recalca que Princip no fue un extremista serbio del tipo racista que años después daría lugar a la limpieza étnica, sino que en su idea nacionalista anti austrohúngara entraba la liberación de todos los eslavos del sur independientemente de que fueran cristianos, ortodoxos o musulmanes.
Así que sería más bien un precursor de Yugoslavia.
En la vida tan distinta de Gavrilo y Francisco Fernando sorprende encontrar el nexo común, además de la tuberculosis que ambos sufrieron –y que mató a Princip en la cárcel, tras dejarle manco-, del amor romántico.
El joven serbobosnio de naturaleza solitaria se enamoró al menos una vez que sepamos de una chica a la que no llegó siquiera a besar limitándose a regalarle un libro de Oscar Wilde
. El archiduque se jugó toda su posición para casarse con la mujer de su vida, la condesa Sofía Chotek, cuya cuna la hacía inadecuada para un matrimonio de la casa imperial. Francisco Fernando se negó a considerar cualquier otra posibilidad aunque su furioso tío se lo exigía e incluso le presionaron por cuenta de este el zar, el káiser y el papa, que ya es trío para chafarte la boda. Finalmente, a regañadientes, el emperador accedió pero con la condición de que el matrimonio fuera morganático y los hijos no tuvieran derechos de sucesión al trono
. Sofía sufrió innumerables humillaciones y de hecho no podía siquiera viajar en el mismo coche que su marido. En Sarajevo le hicieron una excepción.
Cuando Princip la hirió de muerte con su segunda bala, sin querer alcanzarla a ella, según el chico, el agonizante archiduque se mostró desolado y sus últimas palabras –a excepción de un no muy acertado “no es nada” referente a su propia herida- fueron para ella (“Sofi, Sofi, no te mueras, vive por nuestros hijos”).
Princip, que había evolucionado hasta convertirse en potencial asesino, y su grupo decidieron matar a una figura del régimen de ocupación austrohúngaro y entonces se enteraron de la visita del archiduque a Sarajevo.
Tras hacerse con pistolas y granadas –suministradas por gente de la organización ultranacionalista serbia Mano Negra en conexión con los servicios secretos serbios-, cruzaron el Drina y el domingo que iba a ser sangriento los encontró, un total de seis, apostados a lo largo del recorrido de la comitiva del archiduque, la avenida de los asesinos.
Lo que pasó es bien sabido: un terrorista se arrugó, otro falló –la granada explotó en el suelo tras rebotar en el coche o ser desviada en un acto reflejo por el archiduque-, la visita imperial inexplicablemente continuó, y finalmente Princip se dio de bruces con el automóvil Gräf & Stift literalmente frente a él
. Ahí les dejamos, a Francisco Fernando y al estudiante poeta reciclado en asesino, encontrándose cuando el reloj marca las 10:45 a. m. y las dos vidas confluyen para marcar con pólvora y sangre el espíritu de nuestro tiempo.
El adulto (50 años) portaba un estrafalario gorro Stulphut con plumas de buitre teñidas de verde y el joven (19) una más práctica pistola semiautomática Browning de 9mm.
Sus vidas eran tan distintas que parecían habitantes de diferentes planetas y nada parecía predisponerles a convertirse en la insólita pareja que iba a abrir uno de los bailes más macabros de la Historia. Gavrilo Princip, un humilde, pobrísimo estudiante serbobosnio, frustrado poeta, tirador novel, y Francisco Fernando, el archiduque heredero del imperio austrohúngaro y uno de los hombres más ricos del mundo, cazador experimentado y famoso por su puntería, coincidieron unos fulgurantes y sangrientos segundos aquel soleado domingo 28 de junio de 1914 en Sarajevo para volver a separarse para siempre.
No hubo más oportunidad: el archiduque resultó muerto a raíz de aquello –con un balazo afortunadísimo (no para él) que le destrozó la yugular- y el debutante (y mayúsculamente exitoso) terrorista fue a dar con sus huesos en prisión, de la que ya no salió vivo
. Todos sabemos lo que pasó en el momento que nuestros dos personajes se encontraron, acaso entrecruzando un instante dramático sus miradas, quién sabe si atisbando con la omnisciencia de los momentos críticos una visión apocalíptica de acero hirviendo y estrépito ensordecedor sobre un paisaje devastado de barro y trincheras, pero, ¿de dónde venían?, ¿cómo habían sido sus respectivas existencias hasta entonces?
Es fascinante trazar las vidas paralelas de ambos hasta su estrepitosa intersección, sabiendo, mientras las reseguimos, de qué manera brutal se iban a topar esos dos individuos a los que el destino convirtió en mecha de la I Guerra Mundial.
Mi interés por Francisco Fernando, más allá de una natural inclinación general por los militares aristócratas austrohúngaros y el haber contemplado su guerrera ensangrentada (en el museo militar de Viena), despertó especialmente al descubrir una foto suya disfrazado de momia.
Efectivamente, durante una estancia en Egipto en 1896 el archiduque se retrató asomando la cara por la abertura de un sarcófago de pega para los turistas de entonces
. Una inscripción sobre la fotografía lo identificaba como “Amenhoteph XXIII, faraón de Egipto” (en realidad solo hubo cuatro Amenhoteph). Se le ve muy metido en el papel, aunque desentonan sus célebres bigotes.
Reaccionario, clerical (Princip era ateo) y despótico, Francisco Fernando (Graz, 1863-Sarajevo, 1914, claro), sobrino del emperador Francisco José y su heredero desde 1889, era un típico producto de la Casa de los Habsburgo, esa dinastía dedicada en buena medida desde hacía tiempo a survive in greatness, como decía el ilustre A. J. P. Taylor, aunque el archiduque, puro k. und k. (real e imperial) en tantas cosas –ya era teniente a los 12 años-, tenía sus particularidades
. Era un apasionado de las rosas (un mes antes de su muerte estaba en un show floral en Chelsea), un alma fascinada por las ciencias naturales, buen conocedor de las aves, un irredento viajero deseoso de experiencias nuevas y quién lo hubiera dicho, ¡un excelente autor de literatura de viajes!, como permite descubrir la entretenidísima lectura de su diario del gran tour que realizó en 1892-1893, de Trieste a Japón, y que le llevó a lugares tan exóticos como Ceilán, Nepal, Java, Sarawak, Nueva Guinea o las Islas Solomon
. Hombre lleno de curiosidad anota la interesante visión en un museo de Calcuta del pie de un niño indio recuperado del estómago de un cocodrilo.
Francisco Fernando viajaba, eso sí, in style, y en esa ocasión lo hizo en uno de los más modernos buques de guerra de la flota imperial, el crucero SMS Kaiserin Elisabeth, de cuatro mil toneladas y con una tripulación de 450 oficiales y marineros (el barco fue hundido luego por aviación naval en el primer año de la guerra cerca de Quingdao, China).
En el viaje, el archiduque, que pretendía viajar de incógnito –como “conde de Hohenberg”- , pese a su nutrido séquito y el crucero, navegó por el estrecho de Malaca, anduvo por las selvas entre cingaleses, malayos y papúes, visitó largamente la India británica donde cazó tigres en compañía de maharajás, rajás y nababs (le regalaron dos cachorros de un año que desgraciadamente para él no llevaba aquel día en Sarajevo), presenció sacrificios en el templo de Kali en Calcuta, admiró el Kangchenjunga, elogió (noblesse oblige) a los Ulanos de Madrás y tras alancear jabalíes a caballo con ellos en Gwalior los oficiales del Raj le cantaron “he is a jolly good fellow”.
Visto así parece que Gavrilo haya matado a KIpling. En fin, tampoco podía imaginar el anarquista Lucheni que su víctima, la emperatriz Sissi (tía de Francisco Fernando), reencarnaría en Romy Schneider.
En lo más antipático, que era mucho, caracterizaba al archiduque, además de su lógico militarismo y su propensión a la cólera, una obsesión por la caza rayana en lo patológico.
Su castillo de Konopiste en Bohemia –muy parecido por cierto al de la familia Almásy en Bernstein y en el que tenía ducha y un moderno retrete con taza- es un despropósito en su exhibición de trofeos que cubren literalmente salas y pasillos. Puedes ver ahí solo una parte de los 300.000 animales que abatió -antes de que lo abatieran a él-, pero la colección, especialmente surtida en cérvidos, incluye osos, urogallos, flamencos, cigüeñas, y hasta un bisonte. Francisco Fernando, el Nemrod austrohúngaro, cazó elefantes (regia manía) en Ceilán -en una ocasión dos a la vez-, aves del paraíso en la isla Vari Vari, canguros en Australia…
Otros detalles discutibles de su personalidad eran su antidarwinismo y que detestaba a los húngaros -lo que es un problema si eres heredero de la doble corona-, hasta el punto de abroncar a los jinetes del 9º regimiento de húsares, del que era comandante, por hablar su lengua.
Francisco Fernando fue nombrado heredero en 1889 tras la muerte de su primo Rodolfo en el turbio episodio de Mayerling y la renuncia de su padre a la línea de sucesión.
Tampoco había ya mucho más dónde elegir.
La relación con el emperador, su tío, era tormentosa.
El archiduque tenía sus propias ideas sobre la política imperial, entre ellas rebajar la influencia húngara y apoyar la monarquía concediendo más prerrogativas a los eslavos
En 1913 adquirió el cargo de Generalinspektor de las fuerzas armadas austrohúngaras.
En junio de 1914 se encontraba supervisando unas maniobras cuando, imprudentemente, decidió visitar Sarajevo…
En el extremo opuesto de la suerte en la vida –al menos hasta que se encontraron- el serbio Gavrilo Princip (Obljaj, 1894-Terezin, 1918), nació en un miserable villorrio bosnio, no viajó más allá de Belgrado, y desde luego de haber visto un ave del paraíso se la hubiera comido.
Apenas se habían librado de los turcos, los compatriotas de Princip se encontraron ocupados por los austro-húngaros que posteriormente se anexionaron Bosnia y Herzegovina pretextando una labor civilizadora y modernizadora.
El chico de asombrados ojos azules y constitución endeble, bautizado con el nombre del arcángel Gabriel, creció entre las leyendas patrióticas serbias y un anhelo indefinible de grandeza mientras ayudaba con las gallinas o en el campo o vigilaba las ovejas
. Adoraba la lectura y los libros y aseguraba que un día se oiría hablar de él. Uh, qué daño hace todo eso.
La vida del joven cambió cuando lo enviaron a estudiar Comercio a Sarajevo.
En un libro indispensable para entender a Princip y de qué manera encaja en la cruenta historia de los Balcanes (The Trigger, 2014), Tim Butcher, corresponsal de la guerra de Bosnia, sigue materialmente sus pasos en un recorrido apasionante que incluye desde las matanzas de Srebrenica hasta un concierto de la banda Franz Ferdinand en Banja Luka, pasando por las aventuras de Fitzroy Maclean luchando contra los nazis con los partisanos de Tito y el hallazgo de las notas escolares de Gavrilo: un batiburrillo sensacional. Butcher le describe buscando instintivamente su destino, en Sarajevo y luego, en 1912, en Belgrado, como después lo haría en Viena otro joven desheredado y despechado, Adolf Hitler.
Princip, que paradójicamente estuvo a punto de ser reclutado como cadete austrohúngaro, fue descuidando progresivamente sus estudios para sumergirse entre el lumpen en el que pululaban revolucionarios, anarquistas e irredentistas serbios y radicalizarse, con la inestimable ayuda de la lectura de Bakunin, Kropotkin, Marx y Dostoyevsky –aunque también era un apasionado de Alejandro Dumas y Walter Scott, que no dejan de impulsarte a vivir aventuras-.
La rabia contra la ocupación colonial austrohúngara de Bosnia creció en él hasta hacerle unirse a uno de los grupos de jóvenes aspirantes a terroristas manipulados discretamente por los servicios secretos serbios. Butcher recalca que Princip no fue un extremista serbio del tipo racista que años después daría lugar a la limpieza étnica, sino que en su idea nacionalista anti austrohúngara entraba la liberación de todos los eslavos del sur independientemente de que fueran cristianos, ortodoxos o musulmanes.
Así que sería más bien un precursor de Yugoslavia.
En la vida tan distinta de Gavrilo y Francisco Fernando sorprende encontrar el nexo común, además de la tuberculosis que ambos sufrieron –y que mató a Princip en la cárcel, tras dejarle manco-, del amor romántico.
El joven serbobosnio de naturaleza solitaria se enamoró al menos una vez que sepamos de una chica a la que no llegó siquiera a besar limitándose a regalarle un libro de Oscar Wilde
. El archiduque se jugó toda su posición para casarse con la mujer de su vida, la condesa Sofía Chotek, cuya cuna la hacía inadecuada para un matrimonio de la casa imperial. Francisco Fernando se negó a considerar cualquier otra posibilidad aunque su furioso tío se lo exigía e incluso le presionaron por cuenta de este el zar, el káiser y el papa, que ya es trío para chafarte la boda. Finalmente, a regañadientes, el emperador accedió pero con la condición de que el matrimonio fuera morganático y los hijos no tuvieran derechos de sucesión al trono
. Sofía sufrió innumerables humillaciones y de hecho no podía siquiera viajar en el mismo coche que su marido. En Sarajevo le hicieron una excepción.
Cuando Princip la hirió de muerte con su segunda bala, sin querer alcanzarla a ella, según el chico, el agonizante archiduque se mostró desolado y sus últimas palabras –a excepción de un no muy acertado “no es nada” referente a su propia herida- fueron para ella (“Sofi, Sofi, no te mueras, vive por nuestros hijos”).
Princip, que había evolucionado hasta convertirse en potencial asesino, y su grupo decidieron matar a una figura del régimen de ocupación austrohúngaro y entonces se enteraron de la visita del archiduque a Sarajevo.
Tras hacerse con pistolas y granadas –suministradas por gente de la organización ultranacionalista serbia Mano Negra en conexión con los servicios secretos serbios-, cruzaron el Drina y el domingo que iba a ser sangriento los encontró, un total de seis, apostados a lo largo del recorrido de la comitiva del archiduque, la avenida de los asesinos.
Lo que pasó es bien sabido: un terrorista se arrugó, otro falló –la granada explotó en el suelo tras rebotar en el coche o ser desviada en un acto reflejo por el archiduque-, la visita imperial inexplicablemente continuó, y finalmente Princip se dio de bruces con el automóvil Gräf & Stift literalmente frente a él
. Ahí les dejamos, a Francisco Fernando y al estudiante poeta reciclado en asesino, encontrándose cuando el reloj marca las 10:45 a. m. y las dos vidas confluyen para marcar con pólvora y sangre el espíritu de nuestro tiempo.