El cine, la magia y la interpretación siempre echarán de menos al cautivador Marlon Brando.
Y no sabemos si esa gratificante evolución fue posible gracias al esforzado aprendizaje de un oficio o a que las experiencias que fueron acumulando en su vida forjaron su capacidad para expresar una amplia galería de sensaciones.
Probablemente hay grandes actores que han nacido en posesión del arte de interpretar y otros que van haciéndose a lo largo del tiempo
. Hay algunos que siempre parecen ser ellos y otros a los que es difícil reconocer de un papel a otro. De los primeros creemos que son una y otra vez su propio personaje, que aunque interpreten guiones escritos por otras personas y den vida a seres distintos, cuando les filma la cámara hablan, se mueven, gesticulan, se expresan, piensan y sienten exactamente igual que en su vida real.
A los segundos, que gozan de mucho prestigio, les denominamos camaleones por su vocación y su habilidad para cambiar de piel encarnando a los seres más dispares
. Hay actores que crean moda y su estilo es imitado consciente o inconscientemente por sucesivas generaciones de intérpretes, mientras que otros son principio y fin de raza, su personalidad nace y muere con ellos, no serán modelo de nadie.
Los actores que más amo en el cine estadounidense, los que constituyen un género en sí mismos, los que te ponen inevitablemente de su parte aunque alguna vez los directores les hayan colocado en la piel del villano, los que justificarían con su presencia pagar la entrada aunque la película fuera olvidable son John Wayne, Cary Grant, Robert Mitchum, Humphrey Bogart, James Stewart, Henry Fonda, gente así, todos ellos muertos.
A ninguno me lo imagino matriculándose en la carrera de actor, rezando en el altar del método y poniéndole velas a Stanislavski, buceando en su subconsciente para crear sus personajes, graduándose en expresión corporal.
O si fuera así, es algo que nunca percibes al verlos en la pantalla.
No necesitan ser intensos, ni demostrarnos en cada plano que su vida interior es apabullante, ni sobreactuar, ni recurrir a gestos mimosos, coquetos o excéntricos para reclamar continuamente la complicidad y el amor incondicional del espectador.
Abundan en su irregular carrera los ejercicios de autocomplacencia y la desidia hacia el arte del que se sabía superdotado
. No encuentro personalidades a la altura de las suyas en el cine actual
. Tampoco quedan muchos camaleones geniales, esos actores todoterreno y siempre veraces.
Algunos de los más ilustres, debido a que su físico nunca podría acceder al estrellato, tuvieron que conformarse con ejercer casi siempre de secundarios de lujo
. Para entendernos, el modelo antiguo sería el extraordinario Walter Brennan. Su glorioso sucesor en el cine de los últimos veinte años realizado en Estados Unidos se llamaba Philip Seymour Hoffman, alguien que jamás perdió el estado de gracia ante la cámara.
No le ocurrió lo mismo con su vida.
Se le fue hace poco y de forma especialmente salvaje, con una jeringa clavada en el brazo.
Y te preguntas si queda algún auténtico rey entre los actores actuales, alguien con un poderío expresivo tan natural como inigualable.
Hay superdotados como los ya setentones Robert de Niro y Al Pacino que tuvieron épocas grandiosas y creaciones memorables
. Pero llevan demasiados años descuidando sus carreras, repitiéndose de forma grotesca, pareciendo caricaturas de sí mismos, haciendo películas discretas, mediocres o lamentables.
Lo último que interpretaron a la altura de su genio fue una obra maestra titulada Heat.
Y eso ocurrió hace veinte años. Sean Penn y Johnny Depp son actores muy buenos, pero la memoria debe de hacer esfuerzos para recordar interpretaciones suyas destinadas al clasicismo.
De acuerdo, es muy difícil sufrir con tanto arte como lo hacía Penn en Mystic river y en 21 gramos o componer con tanta gracia, pasión y tragicomedia al peor director de la historia del cine como lo hacía Depp en la maravillosa Ed Wood.
Pero hace demasiado tiempo que no han vuelto a pisar esas cumbres. Aunque tenga mérito encarnar a Jack Sparrow de la forma que lo hace Johnny Depp en esa serie tan idiota como multimillonaria de los piratas caribeños, es dudoso que su creación vaya a servir como el ejemplo que más influyó para que muchos chavales jóvenes intentaran ser actores.
Y todo el mundo estará de acuerdo en que George Clooney es un galán como los mejores de antes, además de una persona inteligente y con sentido del humor.
Admitiendo el fulgor de todas estas estrellas, sigo sin reconocer en ninguna de ellas el rasgo distintivo de los auténticos dioses.
Pero tengo claro que se cumplen 10 años de la muerte de un actor que fue el último rey del cine, trono no heredado ni anhelado, sino al que accedió con naturalidad en nombre de su proteica fuerza histriónica, su seducción de todo tipo de espectadores al verle y escucharle en la pantalla, su magnetismo, su sensualidad, su poder de convicción y de conmoción al transmitir una gama variada y torrencial de sentimientos, la coordinación mágica de sus ojos, sus manos, su boca, su voz, sus silencios y los movimientos de su cuerpo para que todo en él desprenda hipnotismo, diversos momentos en algunas de sus interpretaciones en los que plasma las emociones de forma impresionante y veraz.
Ese señor se llamaba Marlon Brando. Capote hizo un reportaje memorable sobre su persona (aunque Brando lógicamente quisiera matar al enano perverso al que contó presuntas confidencias que este después publicó) que tituló El duque en sus dominios.
Se quedó corto con el título aristocrático que le otorgaba su mordacidad.
Brando no era un duque. Fue el rey desde el principio.
Y con su desaparición se acabó la monarquía.
Ver y escuchar a ese fascinante Brando es una experiencia que la retina y el oído van a guardar a perpetuidad
Abundan en su irregular carrera los ejercicios de autocomplacencia y la desidia hacia el trabajo o el arte para el que se sabía superdotado
. Disponiendo de ilimitada capacidad de elección para protagonizar historias interesantes, guiones con carne y alma, se apuntó demasiadas veces a lo fácil y a lo previsible que le proporcionaría fortuna inmediata, fue un desganado mercenario en bastantes causas mediocres, cuesta mucho recordar algún papel suyo con un poco de interés en sus últimos 25 años de carrera.
Y, sin embargo, su aparición en cualquier película mantuvo las expectativas de gran acontecimiento hasta el final.
Nadie quería perderse una actuación del gran mago.
Por si acaso, por si decidía sentirse generoso y regalarnos unas gotas de sus esencias.
¿Y cómo puede alguien tan vago disponer de tanto crédito? Cualquier espectador con sensibilidad y capacidad de admiración podrá entender las razones de ese eterno prestigio si observa a este actor genial en unas cuantas películas, en momentos que están más allá del elogio.
Acosando a Vivien Leigh en Un tranvía llamado deseo, pidiéndole a su esposa en la noche de bodas que le enseñe a leer en Viva Zapata, manipulando a la plebe con su discurso después del asesinato de César en Julio César, quejándose con tono bíblico a su gansteril hermano mayor de la explotación y el fracaso al que le condenó en La ley del silencio, machacado después de una paliza salvaje e intentando proteger a Redford y que se cumpla la ley en La jauría humana, formando con propósitos maquiavélicos al futuro revolucionario negro en Queimada, su actuación durante la boda de su hija en El Padrino, el monólogo ante el cadáver de su suicida mujer en El último tango en París, su reflexión sobre el poder absoluto y el horror existencial en Apocalypse now, son secuencias que demuestran con impacto inolvidable el arte de uno de los actores más originales, poderosos, cautivadores y emocionantes que jamás han existido.
Ver y escuchar a ese fascinante Brando es una experiencia que la retina y el oído van a guardar a perpetuidad.
El cine, la interpretación y la magia siempre le echarán de menos.