Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

21 abr 2014

Los últimos días de García Márquez.......................................Juan Cruz

El escritor será despedido hoy en el Palacio de Bellas Artes de México, un honor reservado a los más grandes.

 

Gabriel Garcia Marquez saluda a los periodistas el día de su cumpleaños el pasado marzo. / EDGARD GARRIDO (REUTERS)

Gabriel García Márquez murió a las 12.08 del mediodía del último jueves en su casa de México, un día antes de que un terremoto escala 7,2 sacudiera la ciudad en la que él escribió Cien años de soledad y donde transcurrió medio siglo de su vida.
La causa inmediata de su muerte fue un paro cardíaco, pero no es aventurado decir que en el desenlace fatal tuvo que ver el deterioro general de su salud.
Una semana antes había sido ingresado para cuidarle una afección pulmonar. Una vez que se alivió esa bronquitis, los médicos aconsejaron a la familia que sometieran al paciente a un proceso de cuidados paliativos.
 En esa situación estuvo atendido por un médico que le visitaba tres veces al día.
 Murió en paz, sedado, sin dolores, rodeado de su mujer, Mercedes Barcha, de sus dos hijos varones, Gonzalo y Rodrigo, y de sus cinco nietos.
En Cien años de soledad escribió: “Morirse es mucho más difícil de lo que uno cree”.
 Alrededor el estupor que causa cualquier muerte fue atenuado por una lenta espera en la que ni la familia ni los amigos, y ni siquiera los medios, hicieron aspavientos
. Había en éstos una pugna por saber si en efecto fue el cáncer que padeció el que había acabado con la vida de Gabo. En realidad fue el tiempo el que acopió todas las causas y las hizo desembocar en una sola: Gabo está muerto, el autor de Cien años de soledad dejó esta vida sintiendo que se iba yendo
. Alrededor tuvo una atmósfera de serenidad, a la que contribuyeron Mercedes y el resto de la casa. Algunos medios reclamaron más información de lo que había sucedido, o que ésta se facilitara con más prontitud.
 No está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer avisar de lo que les resulta propio. Si ya lo saben, ¿qué más han de saber? Murió, no hay parte.
A veces se ponía a leer sus propias obras y preguntaba: '¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”
García Márquez tenía 87 años, que cumplió el 6 de marzo pasado, cuando el público lo pudo ver por última vez.
 El Nobel de Literatura de 1982 había sufrido un cáncer del que se trató con éxito en Los Ángeles, donde vive su hijo el cineasta Rodrigo.
 A lo largo del tiempo esa enfermedad acompañó las especulaciones, de modo que en torno a las circunstancias en que vivía se construyó un oscuro árbol mitológico que luego enlazó con la diatriba pegajosa sobre lo que le ocurría a su memoria; si sus lagunas eran consecuencia de esa importante afección o si advertían de un alzheimer o una demencia senil.
 Ante la corriente de rumores la familia actuó como ahora ante la más importante noticia de la muerte: naturalidad y exposición
. García Márquez ha seguido estando presente en saraos literarios e incluso en bodas (recientemente inauguró la bolera que construyó un amigo), ha ido con Mercedes Barcha a actuaciones públicas de músicos caribes y cada año, desde 2006, cuando cumplió ochenta años y se empezó a decir que se le iban las cosas de la cabeza, salió todas las veces de su casa, con la rosa amarilla en el ojal para celebrar con sus vecinos un año más de su vida y para ahuyentar, con ese color los malos farios, pues “mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme”.
En todo ese tiempo, cuando tuvo encima admiradores y también fisgones, el Nobel caribeño multiplicó su capacidad para integrarse en los ambientes más festivos de Cartagena y de México y desarrolló una facultad que quizá tenía atenuada: la de sonreír.
 También se acercó a los otros, recuperó una simpatía de la que hizo gozar a a los demás. Para él mismo se reservaba la coña marinera, que los colombianos llaman mamadera de gallo. A veces se ponía a leer sus propias obras, como si las estuviera reconstruyendo. Y preguntaba a los que tenía alrededor: “Ven acá, ¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”.
 Y luego se arrancaba a sí mismo una carcajada. Ya en este periodo no tuvo tan en cuenta las frialdades de la fama; después de Cien años de soledad “la fama”, le dijo un día a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, “estuvo a punto de desbaratarme la vida (…), perturba el sentido de la realidad, tal vez tanto como el poder, y además es una amenaza constante a la vida privada.
Por desgracia, esto no lo cree nadie mientras no lo padece”.
Algunos medios reclamaron más información. Pero no está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer, avisar de lo que les resulta propio
Como lo padecieron, se blindaron contra ello en la casa más grande que han tenido, esta de la calle Fuego 144.
 El blindaje fue una cura de espanto que los confabuló a padres, a hijos y a otros parientes, que ahí dentro, en esa casa sólida de dos pisos, han vivido estos últimos tiempos con Gabo manteniendo el silencio para el que fueron entrenados desde la madre al último nieto, sin dar otra explicación de lo que ocurría que lo que se presentaba cada vez como un rumor más plausible.
 El agravamiento fue ratificado pocos días antes de la muerte por una gran amiga de la familia con estas palabras que parecían un parte poético y no la desgarrada consecuencia de una noticia imparable:
-Hubiera querido que no me sobreviviera.
En sus mejores tiempos una conversación sobre esas circunstancias hubiera sido un ruido para Gabo, y lo que lo animó en las últimas semanas, dicen quienes saben, ese entrenamiento para el silencio, que es en definitiva una resignación radical de la palabra, funcionó en la casa con la precisión de los discos que le gustaba escuchar, los de Béla Bartok, los de Bach.
 No sólo se habían entrenado desde hacía décadas para que el silencio fuera una parte de la casa, pues el padre estaba trabajando, sino que en este periodo final de la vida les sirvió para evitar alharacas callejeras o periodísticas, búsqueda de noticias donde se estaba produciendo una sola noticia: el regreso de la ambulancia, la precisión de los médicos: cuidados paliativos.
 El resto era esperar, con la misma ansiedad rabiosa con la que esperaron algunos personas de sus ficciones, como el coronel que siempre esperó hasta que gritó “¡Mierda” en El coronel no tiene quien le escriba, una novela que él tuvo entre sus grandes obras, como tuvo El otoño del patriarca.
Por otra parte, la enfermedad y sus secuelas, así como el extravío recurrente de su memoria, fue preparando poco a poco al propio Gabo para su paulatina despedida, de los compromisos que más quiso (la escritura, la Fundación Nuevo Periodismo que fundó y que ha vivido veinte años decisivos para la historia del futuro del periodismo en español); y de hecho se jubiló a su manera.
La asunción de esa nueva vida se basó, desde hace un lustro, más o menos, en la aceptación de la vejez; desde que se anunció, hace esos años, que había dejado de escribir, que ya no habría más memorias ni más cuentos, él se fue recogiendo a la intimidad, apartándose de lo público, llegando a creer que eso lo iba a apartar de la fama que todos los días a todas horas tocaba a su puerta gritando mercancías averiadas que él no quería comprar ya nunca más.
A esa zona de silencio en la que ha vivido estos últimos tiempos “ha contribuido”, decían ayer quienes los conocen en esa intimidad, “los hijos, las nueras, los nietos, y sobre todo Mercedes”. Constituyen, explicaba este informante, “una familia muy linda que le ha dado a Gabo un entorno amabilísimo tanto en Los Ángeles, donde vive su hijo Rodrigo y donde se trató del cáncer desde 1999, en Cartagena de Indias y aquí”.
En estos tiempos con Gabo, el autor de Cien años de soledad es cierto que perdió memoria; atendía a las realidades más esenciales, interactuaba con los suyos, y para salvar cuestiones que le ponían en un brete (no reconocer a alguien, no recordar caras o hechos), García Márquez recurrió a su rapidez mental; se notaba que calibraba la salida que tenía ante cualquier circunstancia de esas y preguntaba por nombres propios o se reía de sus propios olvidos una vez que éstos no parecían tener solución posible.
 Pero, que se sepa, nunca se produjo ningún diagnóstico que asegurara que Gabriel padeciera alzheimer.
 Al mismo tiempo que se producían esas evidencias, quizá de demencia senil, el escritor desarrolló un carácter bondadoso y humorístico
. En su vida pública anterior podía ser hosco (“más bien defensivo”), pero en esta época “rebajó sus prevenciones” y atendió de esa nueva manera, abierta, risueña, a todos aquellos que llegaban a él.
Todo este proceso de la enfermedad de Gabo y el posterior agravamiento ha contado con el acuerdo de la familia.
 La sociedad mexicana, donde ha desarrollado medio siglo de vida, se ha comportado cumpliendo, decía ayer Héctor Aguilar Camín, “el hecho cierto de que es el escritor mejor y más querido de las letras.
 ¡Los lectores y las musas lo adoran! Los adoran sus colegas más grandes (¡y eso que somos especialistas en la envidia!) y sus colegas más chicos le rinden pleitesía…
 Ahora lees Cien años de soledad, veinte años después de no haberla tocado, y sales de ella alucinado por su frescura, por su humor, por su transparencia”.
Hoy lo despiden mexicanos y colombianos, en una ceremonia insólita, pues jamás dos presidentes se habían juntado en el homenaje a un ciudadano que sólo tiene una de las dos nacionalidades
. La urna que se disputan los aires de ambos países será el objeto que concitara la luz del Palacio de Bellas Artes, pero más acá se queda la luz verdadera de la obra insólita del hijo del telegrafista. Estarán los hijos, los nietos, la madre. Mercedes Barcha ha sido la que ha organizado la conversación de esa tribu en la que todos, en la salud y en la enfermedad, se han comportado con una sensatez inconmovible.
 Decía ayer un amiga de ellos: “Gabo es el de la familia que salió más chistoso”.
Él dijo: “Lo malo de la muerte es que es para siempre”. Como siempre ocurre, parece que no está ocurriendo.
Pero esta noticia que él no dio se produjo a las 12.08 del Jueves Santo, Día del Amor Fraterno, y preside desde entonces una vida inmortal.

20 abr 2014

Los mejores y los peores.............................................Javier Marías

Leí hace poco dos viejos versos de Yeats que me parecieron verdaderos, en la medida relativa en que cualquier afirmación lo puede ser: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”.
 Si me parecieron tan “verdaderos” es porque, hasta cierto punto, y con excepciones, definen la historia de la humanidad, y desde luego la de nuestro país.
 De lo que no cabe duda, en todo caso, es de que los indiscutibles “peores” del pasado siglo triunfaron más que nada por su vehemencia, por su exageración y dogmatismo, por su griterío ensordecedor, por su extremismo simplificador y chillón.
 Los nazis, los stalinistas, los fascistas italianos, los maoístas chinos o exportados al Perú, todos estuvieron poseídos de indudable ardor.
 No hablemos de las fuerzas que acabaron imponiéndose en España durante la Guerra Civil y relegando a los “mejores” a la condición de meros espectadores horrorizados, o de exiliados prematuros, o de leales al bando de la República –por ser el único legal– parcialmente a su pesar, es decir, por decencia pero sin convicción.
 Ésta, en cambio, les sobró a los franquistas, que encima contaron con la bendición de la Iglesia Católica, o aún es más, con su exaltación justificadora de las matanzas.
 Y si interviene el elemento religioso, entonces el fanatismo, el entusiasmo aniquilador, se agudizan y pierden todo posible freno. Mucho me temo que esa ha sido una de las principales funciones de las religiones: encender mechas, ofrecer coartadas, prometer dichas ultraterrenas a los asesinos por vocación.
Nada tiene por qué cambiar, y en este siglo XXI los peores siguen rebosando intensidad y amparándose en la religión.
 Puede ser la religión distorsionada, como en el caso de talibanes y yihadistas, que, lejos de menguar, se extienden como la pólvora; o bien sucedáneos de aquélla, en forma de nacionalismos las más de las veces. Proliferan en Europa, y van ganando adeptos, los movimientos y partidos xenófobos y racistas, los que demonizan a los inmigrantes –legales o no, tanto les da–, los que claman “Grecia para los griegos”, “Francia para los franceses”, “España para los españoles” o “Cataluña para los catalanes de verdad”
. En este último lugar hay una señora mandona y ensoberbecida, que preside la llamada Asamblea Nacional Catalana, que sin duda está poseída por la vehemencia más apasionada.
 En virtud de ella, y no de otra cosa, se permite dictar “hojas de ruta” a los representantes políticos surgidos de elecciones democráticas, mientras que a ella nadie la ha votado jamás. Los peores se hacen fuertes cuando los mejores carecen de convencimiento
. Cuando éstos se amedrentan y desisten. Cuando temen verse “sobrepasados” o repudiados. Cuando deciden que razonar, argumentar y pactar ya no sirve de nada. Ese “ya” es lo más peligroso que existe.
 Señala el momento en que los inteligentes arrojan la toalla, en que se resignan a no ser escuchados, en que se persuaden de que sólo el vocerío vale para hacerse oír, y de que, por tanto, una de dos: o hacen literalmente mutis por el foro o se suben a la grupa del simplismo y el estruendo, del blanco o negro, del conmigo o contra mí, de los patriotas y los antipatriotas, o, como sufrimos aquí a lo largo de cuarenta años, de los españoles y los antiespañoles.
¿Por qué los mejores carecen a menudo de convicción, si los asiste la razón, tienen un desarrollado sentido de la justicia y son tolerantes con lo tolerable, procuran entender al contrario y atienden a los argumentos de sus adversarios?
 Precisamente por todo eso, he ahí la contradicción.
 Los mejores siempre dudan algo, siempre se paran a pensar, no se sienten en posesión de la verdad, no son simplistas ni radicales, no tienen una sola meta entre ceja y ceja, les repugna el oxímoron “guerra santa”, por no mencionar “sagrada misión” y otras sandeces por el estilo.
 Desde mi punto de vista uno nunca debería prestar atención a los llenos de apasionada vehemencia. Es más, ésta es para mí motivo de desconfianza y sospecha, y, abundando en los versos de Yeats, suele enmascarar a los peores, a los más dañinos y autoritarios, a los que hacen abstracción de las personas y se muestran siempre dispuestos a sacrificarlas en nombre de la Causa, o del Progreso, o del Proyecto, o de la Nación, tanto da. Son los que olvidan que todos tenemos solamente una vida, y que ninguna puede arruinarse por un abstracto Bien Futuro.
 A estas alturas deberíamos saber todos que el futuro es una entelequia, que no se puede configurar ni tan siquiera imaginar.
 Sólo importan los que están aquí, y también algo los que estuvieron, sólo sea porque sus huellas sí se pueden reconocer. A menudo las de los mejores están escondidas, como dice esta otra cita de la novelista del XIX George Eliot: “Que el bien aumente en el mundo depende en parte de actos no históricos; y que ni a vosotros ni a mí nos haya ido tan mal en el mundo como podría habernos ido, se debe, en buena medida, a todas las personas que vivieron con lealtad una vida anónima y descansan en tumbas que nadie visita”.
 Es cierto, muchos de los mejores pasan calladamente o hablando en susurros, jamás gritan ni vociferan, porque no están llenos de apasionada intensidad
. Pero ay de nosotros si no existieran, si no hubieran existido siempre; si sus tumbas que nadie visita no alfombraran la tierra discreta, la única que de verdad nos sostiene.
elpaissemanal@elpais.es

‘Cien años de soledad’: la génesis


EL PAÍS

Él, que durante 67 años, seis meses y cuatro días, sembró de sus recuerdos los recuerdos de medio mundo, murió olvidando los suyos.
Pero su fallecimiento el 17 de abril desató, al contrario de la peste del olvido que asoló Macondo, la peste de los recuerdos.
 Sobre él, Gabriel García Márquez, sobre sus libros y, en sus lectores, sobre su obra más famosa, Cien años de soledad:que si Macondo, que si Aureliano, que si Úrsula, que si Remedios la Bella; que si ¿mejor los aurelianos que los arcadios?, y qué decir de Amaranta, Petra Cotes, y, claro, Melquiades, y, y, y… Pero pocos saben la intrahistoria de la génesis y escritura de una de las novelas más universales y leídas por más de 60 o 70 millones de personas.
Los Buendía estarán riéndose por el boroló que se ha creado al no ser esta una peste como la vivida por ellos, sino una cuya mutación sentimental hace querer recordar más y averiguar más para recordar más aún
. Una prueba es que usted vaya en esta línea y quiera saber lo que sigue sobre algunos de los secretos de gestación de la obra prometidos palabras arriba.
 Y será así por cortesía de dos de los principales memoriosos: Dasso Saldívar y Gerald Martin gracias a sus biografías, Viaje a la semilla (Alfaguara) y Una vida (Debate), además del propio libro de García Márquez Vivir para contarla (Literatura Random House), cuyo asomo a ellas permite un paseo con las siguientes estaciones en su universo, muchos años después de su creación:

Génesis

La vida en Aracataca durante sus primeros diez años en la casa de sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Ricardo Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes.
 Es su Edén literario: la travesía por la Guerra de los Mil Días en palabras de su abuelo, el duelo de este, la explotación americana de las bananeras y las perpetuas procesiones de historias de difuntos y ánimas de su abuela, y la manera como contaba ella las cosas con cara de palo que hacía verosímil cualquier cosa
. Los esquemas económico, social y cultural de la aristocracia cataquera en que se movían los Márquez Iguarán serán llevados a la obra.

Hielo

Un día, cuando tenía cinco años, el niño llegó a casa asombrado diciendo que había visto unos pargos durísimos como piedras. El abuelo Nicolás le explicó que eran así porque estaban congelados. El niño le preguntó qué era eso y el abuelo respondió que metidos en hielo. “¿Qué es hielo?”.
Entonces lo tomó de la mano y lo llevó donde estaban los pargos para enseñarle el hielo.

Falofabulaciones

De niño escucha con sus otros amiguitos las historias, o mejor, los cuentos, de un fabricante de camas donde el protagonista siempre era su falo o tenían que ver con él
. Estas falofabulaciones son la primera gran influencia rabelesiana de García Márquez, mucho antes de que leyera Gargantúa y Pantagruel, que lo influiría también en la concepción de la exuberancia fálica de los Buendía, recuerda Saldívar.

Salida

En 1947 logra publicar su primer cuento en El Espectador, de Bogotá: La tercera resignación.
 Desde los 20 años empezó a buscar una salida literaria al mundo de miedos de su infancia en los cuentos de Ojos de perro azul, en un proyecto novelístico titulado La casa y en varias versiones de La hojarasca.

Cambio

A su vuelta a Cartagena, a mediados de 1948, empezó la que pretendía ser su primera novela: La casa.
 Su acercamiento había sido de temas kafkianos, pero el descubrimiento de los escritores anglosajones lo reorientó (Faulkner, Woolf, Dos Passos, Steinbeck...). Supo que lo vivido con sus abuelos merecía ser contado.
 Así es que no paraba de escribir esa novela.

Esbozo

A finales de 1949 había publicado en El Espectador media docena de cuentos y terminado la segunda versión de La hojarasca.
 Allí ya se filtran las primeras luces de Macondo.

Advenimiento

Su primer reportaje novelado lo escribió a finales de los cuarenta en El Espectador: Un país en la Costa Atlántica, basado en la leyenda de La Marquesita de La Sierpe. Dejaría ver su veta narrativa que lo llevaría a Los funerales de la Mama Grande, a la perspectiva mítico-legendaria del incipiente Macondo de La hojarasca y a anunciar el advenimiento de Cien años de soledad.

Borrador

Para entonces ya manejaba diversas fuentes e inspiraciones, además de sus abuelos: las figuras casi míticas de los generales Uribe Uribe y Benjamín Herrera, las leyendas de los coroneles Aureliano Naudín, Francisco Buendía y Ramón Buendía.
 Empezó a reencontrarse con su infancia y su cultura caribe.
 Ahora el problema no era sobre qué escribir, sino cómo hacerlo, y, como él mismo reconocería, iba a necesitar 15 años para descubrirlo.

Semilla

El 18 de febrero de 1950 completó su trabajo de campo de manera inesperada. Fue cuando viajó con su madre, Luisa Santiaga, a Aracataca a vender la casa de sus abuelos
. Pasado y futuro casi cristalizados. Ese viaje, diría el Nobel en Vivir para contarla, sería la experiencia más decisiva en su vida literaria.
 Tanto que con ese pasaje empieza sus memorias.

Macondo

El nombre inmortal de su espacio literario se le reveló en aquel mismo viaje a Aracataca.
 Era el nombre de una finca bananera en letras blancas sobre un fondo azul. El que debió ver muchas veces de niño cuando pasaba por allí en ese diablo al que llamaban tren.

Vallenato-novela

Los ritmos vallenatos interpretados por acordeoneros y cantado por juglares costeños eran la música de su entorno.
 En 1953 terminó de recorrer con uno de ellos, su amigo Rafael Escalona, la región caribe. Su interés surgió en 1948 al descubrir que esta música, además de ritmo pegadizo guardaba sabiduría en sus historias y contaba pasajes de la vida, sobre todo amorosos.
No era solo un repertorio artístico sino cultural y moral de las regiones de Valledupar y la Guajira, las mismas de sus abuelos y sus padres
. Ritmo y baile esenciales para concebir sus libros, sobre todo Cien años de soledad, que debía ser, como lo confesaría, un vallenato en versión novela.

Voz

La manera como su abuela Tranquilina y su Tía Mamá, Francisca, para arrostrar las historias y las situaciones más insólitas es lo que García Márquez llamaría “cara de palo” se convertirá en su recurso literario más prodigioso, una de sus claves esenciales de su arte de narrar, de hechizar a los lectores.

Periodismo

Tras su paso por los diarios El Universal de Cartagena de Indias y El Heraldo de Barranquilla, llegó en 1954 a El Espectador
. Allí, en febreró de 1955 empezó a publicar la serie de reportajes que lo haría popular, Relato de un náufrago. La experiencia del periodismo le calienta la mano y despierta aún más su olfato para los titulares y los primeros y ultimos párrafos.
 Un arte que le serviría para dar a sus libros comienzos memorables y titulares repetidos e imitados hasta el infinito por sus colegas periodistas de medio mundo.
 Mientras, él sigue escribiendo y escribiendo su proyecto de La casa.

Comienzo

La publicación de La hojarasca en mayo de 1955 fue el verdadero comienzo de la primera opción estética que a través de Un día después del sábado y Los funerales de la Mamá Grande, lo conducirían a Cien años de soledad.

Promesa

En 1958, a los 31 años, poco después de la luna de miel con su esposa Mercedes Barcha, mientras volaban de Caracas a Barranquilla le dijo, que escribiría una novela llamada La casa.

México

Tras su vida como corresponsal por Europa y ayudar en la formación de la agencia de información cubana Prensa Latina, el lunes 26 de junio de 1961 llegó con su familia a Ciudad de México, donde escribiría cuatro años más tarde su más reconocida obra
. Lo esperaba su amigo Álvaro Mutis.

Rulfo

Cuando Gabo le preguntó a Mutis qué obras mexicanas debía leer, este le trajo dos libros y le dijo: “Léase esa vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe”. Eran Pedro Páramo y El llano en llamas.
 El hechizo de su más alto grado de seducción volvía a repetirse desde el día en que a los nueve años leyera Las mil y una noches, a los 20 en Bogotá La metamorfosis y a los 22 en Cartagena la obra de Sófocles.

Preludio

En 1965 mientras conducía su Opel blanco con su familia desde Ciudad de México hacia Acapulco, vio claro cómo debía escribir La casa, embrión de su obra más famosa.
 Un día se sentó "frente a la máquina de escribir, como todos los días, pero esta vez no volví a levantarme sino al cabo de 18 meses”.

Escritura

Vivía en Ciudad de México, en el barrio San Ángel Inn, en arriendo en una casa de dos plantas, en la calle de la Loma 19, bordeando la campiña.
 Al fondo del salón había tapiado con madera su estudio: La Cueva de la Mafia.
 Era un espacio mínimo pero bien iluminado, de unos tres metros de largo por dos y medio de ancho, con un bañito, una puerta y una ventana al patio, un diván, una estantería con libros y una mesa de madera con una máquina Olivetti.

Inicio

Sería entre julio y septiembre de 1965. Se refugió en La Cueva de la Mafía con la enciclopedia británica, libros de toda índole, papel y una máquina Olivetti, que añadía su frenético tac-tac a los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día de los Beatles que sonaban todo el tiempo.
 Cuando logró redondear la primera frase: “Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, se preguntó “qué carajo vendría después”
. Solo hasta el hallazgo del galeón en la selva (al final del primer capítulo) no creyó “de verdad que aquel libro pudiera llevar a ninguna parte. Pero a partir de allí todo fue una especie de frenesí, por lo demás, muy divertido”.

Horario

A las ocho y media de la mañana, después de dejar a sus dos hijos en el colegio, se encerraba en La Cueva de la Mafia hasta las dos y media de la tarde, cuando llegaban para almorzar.
 Luego una siesta, un paseo por el barrio y volvía a escribir hasta las ocho y media cuando llegaban sus amigos.

Apuros

5.000 dólares le entregó a su esposa para el sostenimiento del hogar y así poder encerrarse tranquilo a escribir la novela “durante seis meses”.
 Ella se las ingenió para alargarlos en ese periodo pero cuando se acabaron, y vio que la novela apenas iba por la mitad, le dijo que no había nada que hacer.
 Gabo tomó su Opel blanco, comprado con el premio de La mala hora, se fue al Monte de Piedad y lo empeñó. Ese dinero tampoco duró. Después, Mercedes empezó a empeñar algunas joyas, el televisor, la radio, hasta quedarse solo con las “tres últimas posiciones militares”: su secador de pelo, la batidora con la que le preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a su marido para escribir en las frías mañanas y noches de la ciudad.

Testigos

Mercedes, su esposa, Carmen Miracle y Álvaro Mutis y María Luisa Elío y Jomí García Ascot solían visitarlo después de las ocho de la noche. La conversación solía girar alrededor de la novela.
Otro testigo fue el crítico Emmanuel Carballo, a quien Gabo le entregaba cada capítulo terminado.

Augurio

“Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras”, le escribió García Márquez en noviembre de 1965 a Luis Harss, que lo había entrevistado para el libro Los nuestros, junto a otros grandes de América Latina como Borges, Rulfo, Asturias, Cortázar…

Muerte

Había aplazado la muerte del coronel Aureliano Buendía, hasta que optó por la más sencilla: orinando al pie del castaño
. Puso el punto y aparte, subió al dormitorio de su esposa, se lo contó, se acostó a su lado y se puso a llorar.
 Era el personaje inspirado en su abuelo Nicolás Ricardo Márquez.

Avances

El primero de mayo de 1966 los lectores de El Espectador leyeron el primer capítulo del libro.
 Carlos Fuentes leyó los tres primeros en junio y escribió un comentario muy elogioso.
 Después le pasó esas 80 cuartillas a Julio Cortázar.

Título

Al parecer se le ocurrió a mediados de 1966, cuando terminaba la novela, porque los capítulos que le pasaba al crítico Carballo estaban sin título.

Editorial

También a mediados de 1966 recibió la carta de Francisco Porrúa, editor de Sudamericana de Buenos Aires, que quería editar sus libros
. Lo contactó por intermedio de Luis Harss, el del libro Los nuestros. Porrúa leyó lo publicado por García Márquez hasta entonces, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y La hojarasca, y le gustó.
 En vista del interés de Porrúa por editar un libro suyo Gabo le ofreció la obra que estaba terminando. Le envió unas páginas del comienzo. “Desde el principio de la lectura comprendí que era una cosa nueva y admirable.
 No había duda. Entonces, como adelanto, Sudamericana le envió un sobre con 500 dólares”.
Y en septiembre de 1966 firmó el contrato que le habían enviado.

Claves

La guerra civil de los mil días, el duelo de su abuelo Nicolás, la casa da Aracataca donde vivió su infancia, su viaje a los 16 años a Zipaquirá a continuar el bachillerato, donde se afiebró por la lectura y 1948, cuando leyó La metamorfosis, de Kafka, porque le ayuda a encontrar el hilo narrativo de su abuela Tranquilina.

Inspiración

La lectura de un párrafo del principio de Mrs. Dalloway le “transformó por completo” su “sentido del tiempo y le permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo y su destino final”, recuerda Saldívar.
 Pero es solo una verdad parcial, porque en realidad fue la relectura del párrafo unida a la experiencia de los viajes por Valledupar y la Guajira, más el regreso a Aracataca, lo que desencadenó en él una visión dinámica y corrosiva del tiempo estancado que venía manejando en La casa.

Fin

Según Dasso Saldívar, el momento de mayor desconcierto lo padeció cuando la novela tocó a su fin. Un día de septiembre de 1966 sintió que la historia de Macondo y los Buendía llegaba a su fin.
 “Las cosas se precipitaron a las 11 de la mañana. Estaba solo en la casa, no encontró a ninguno de sus cómplices para contárselo y no supo qué hacer con el tiempo libre.
 Después diría que tras la escritura del libro se había sentido vacío ‘como si hubieran muerto mis amigos”.

“¿Será mala?”

Fue con su esposa a la oficina de correos a enviar el libro a Buenos Aires.
El agente de correos les dijo que el envío del paquete valía 82 pesos mexicanos.
 Solo tenían 50. Dividieron las 590 folios de 28 líneas cada uno y cada línea de 60 matrices o golpes por la mitad y enviaron los 10 primeros capítulos.
 Regresaron a la casa, cogieron aquellas “tres últimas posiciones militares” y volvieron al Monte de Piedad. Las empeñaron por unos 50 pesos.
 Al salir de la oficina de correos (recuerda Saldívar), Mercedes, que no había leído el libro le soltó: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.

Lanzamiento

El 5 de junio de 1967 llegó a las librerías de Buenos Aires la primera edición de Cien años de soledad
. Ocho mil ejemplares que volaron.
 Se publicó con una portada improvisada de su editor Francisco Porrúa, la de un galeón en medio de la selva, porque la encargada al artista mexicano Vicente Rojo no llegó a tiempo
. En la segunda edición, la novela se publicó con la portada de Rojo
. La de un mosaico de sellos que resumen elementos de la historia. Según el editor: “Ha sido una carátula insuperable”.
46 años, diez meses y 12 días después de aquel lanzamiento murió Gabriel García Márquez.
 Tres días después apenas empieza la peste feliz de sus recuerdos.
 Así es que ni imaginar si un día a Santa Sofía de la Piedad, única sobreviviente de Cien años de soledad, se le ocurre aparecer y empieza a hablar como un perdido, porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.

El escritor de periódicos

Gabriel García Márquez es el reportaje, la forma suprema que tiene el periodista de acercarse a la realidad.

 

 

 

 

Gabriel García Márquez es el reportaje, la forma suprema que tiene el periodista de acercarse a la realidad.

 

García Márquez en la redacción de 'El Espectador' de Bogotá en 1954. / archivo el espectador

Conocí a Gabo a comienzos de 1995. Gabriel García Márquez había creado la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, y el director de EL PAÍS me había dicho que un “señor colombiano” se pondría en contacto conmigo en nombre del Nobel de Aracataca, y que teníamos que ponernos de acuerdo, aunque no estaba del todo claro para qué
 El “señor colombiano” era Jaime Abello, entonces un joven plenamente esférico, que me llamó de inmediato. Estaba en Madrid, nos vimos, y el modesto enigma dejó de serlo. Gabo le había dicho que para todo lo relacionado con la enseñanza y práctica del periodismo, la FNPI tenía que hablar prioritariamente con el diario EL PAÍS de Madrid.
Solo con periodistas de a pie haríamos periódicos opacos e insuficientes
Así empezó mi historia de amor con la Fundación.
 El primer curso que di en Cartagena en la primavera de 1995, fue un modesto taller de tres días de periodismo internacional, con una decena de jóvenes periodistas colombianos, algunos de los cuales se convirtieron en amigos para siempre
. Las conversaciones, porque eso fueron más que un curso cerrado, tuvieron lugar en la Casa de España, pues aún no existía la sede de la Fundación en san Juan de Dios, junto a plaza de san Pedro. Pero lo importante para mí fue que Gabo inauguró el evento.
 Fueron las suyas palabras extremadamente cordiales, que se extendieron a un almuerzo aquel mismo día ante la apacible y rotunda presencia de Abello, director general de la FNPI.
 Yo estaba fascinado por mi propia suerte; me hallaba entre manteles con el Nobel colombiano de literatura, cuya obra conocía línea a línea.
Era relativamente modesto teniendo en cuenta su encumbramiento
Tras aquel encuentro, para mí fundacional, vi a Gabo un número de veces en almuerzos, cenas, visitas a su casa de Cartagena, su domicilio de la calle del Fuego, México D.F., Monterrey con motivo de la entrega del premio anual de la Fundación, y Madrid, donde tuve el privilegio de asistir a la lectura por el propio Gabo del capítulo de su también primer volumen de memorias
. La última vez que lo vi fue en casa de su hermano Jaime, siempre en la bellísima ciudad caribeña, cuando el autor de Cien Años... comenzaba a dejar de ser él mismo.
 No pretendo ni por asomo haber sido amigo ni íntimo, ni especial en ningún sentido, de García Márquez.
 Pienso que sentía incluso alguna ambivalencia ante mi persona, causada probablemente por la proverbial brutalidad en el hablar de los españoles, de la que se me considera eximio representante. Me consta que en una ocasión me calificó de “bruto inteligente”, lo que me enorgulleció sobremanera porque ser bruto me encanta y que me encuentre inteligente alguien como Gabo es ya el paraíso.
 Pero lo que aquí me interesa es subrayar que he tenido la oportunidad de ver, oír, ¿por qué no? juzgar, y formarme una construcción del personaje, dado que si bien García Márquez era relativamente modesto teniendo en cuenta su encumbramiento universal, no dejaba por ello de mostrarse consciente de quién era, de lo que representaba, y de la palinodia a que tenía derecho.
Todo lo que ocurre físicamente se le debe contar al lector como si lo viera
Yo distingo entre periodista tout court y escritor de periódico, que puede ser algo menos pero también algo más.
 El periodista, animal de redacción, puede prolongarse hasta escritor de periódico, y el escritor de periódico englobar en sí mismo al periodista
. El que llega a escritor de periódico habiendo vivido la redacción, puede decir que ha hecho el viaje completo a Itaca o a la última Thule, de ida y vuelta.
 Este es el caso, en absoluto frecuente, de Gabriel García Márquez.
En estos momentos haría más falta que nunca un Gabo en cada redacción
Sin los escritores de periódico los diarios no existirían. Se me dirá que sin los periodistas de a pie tampoco; pero solo con ellos, con nosotros, haríamos periódicos opacos, dignos, quizá, pero, especialmente en este tiempo tan digital gravemente insuficientes.
 El escritor de periódico, al que no hay que confundir con el mero colaborador, es el que aporta el valor añadido. Gabo, Gabito, como le he oído siempre referirse a él a su hermano Jaime, cultor aún en vida de su memoria, fue una fuerza de la naturaleza.
Uno se imagina a Lope en tesitura parecida, derramando literatura como el volcán lava, y dentro de esa torrencialidad constatar que García Márquez es el reportaje, la forma suprema que tiene el periodista de acercarse a la realidad: el reportaje, sin embargo, en el que las cosas que pasan y la ficción —¿no son acaso lo mismo?— se entreveran hasta formar el tejido mismo de la literatura periodística, del periodismo literario.
En una presentación del Hay festival en Cartagena afirmé que el periodismo literario no existía, pero debería matizar como categoría, contenedor definible, acotado, al que un texto debía ajustarse para ser tenido como tal, pero existir, cuando topamos con él, claro que existe y en García Márquez te das de bruces, te golpea con el puño directamente en el rostro hasta dejarte choqueado.
 En Relato de un náufrago ¿dónde termina y empieza la ficción?; ¿dónde se subleva la realidad contra la fantasía?; ¿no son acaso una y otra caras de un mismo compacto? Y la literatura periodística ha sido el territorio en el que Gabo ha dejado clavada una estaca que marca el antes y el después.
 Pero el autor ha sido también y al mismo tiempo un periodista de periódico, el que sabe que las historias han de tener personalización, protagonistas, y visibilización, narrativa visual, porque todo lo que ocurre físicamente se le debe contar al lector para hacer como si lo viera. Gabo veía lo que tenía que contar.
Los escritores de periódicos son los que aportan
el valor añadido
La Prensa, y no solo impresa sino también digital, sufre hoy la legítima embestida de las redes sociales; comunicación contra información.
 Y en tan azarosos momentos haría más falta que nunca un Gabo en cada redacción para que nos recuerde en qué consiste eso del periodismo
. Pero escritores de periódico y periodistas no se prodigan.
 Yo conocí a uno.
Miguel Ángel Bastenier es periodista y profesor de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.