Leí hace poco dos
viejos versos de Yeats que me parecieron verdaderos, en la medida
relativa en que cualquier afirmación lo puede ser: “Los mejores carecen
de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada
intensidad”.
Si me parecieron tan “verdaderos” es porque, hasta cierto
punto, y con excepciones, definen la historia de la humanidad, y desde
luego la de nuestro país.
De lo que no cabe duda, en todo caso, es de
que los indiscutibles “peores” del pasado siglo triunfaron más que nada
por su vehemencia, por su exageración y dogmatismo, por su griterío
ensordecedor, por su extremismo simplificador y chillón.
Los nazis, los
stalinistas, los fascistas italianos, los maoístas chinos o exportados
al Perú, todos estuvieron poseídos de indudable ardor.
No hablemos de
las fuerzas que acabaron imponiéndose en España durante la Guerra Civil y
relegando a los “mejores” a la condición de meros espectadores
horrorizados, o de exiliados prematuros, o de leales al bando de la
República –por ser el único legal– parcialmente a su pesar, es decir,
por decencia pero sin convicción.
Ésta, en cambio, les sobró a los
franquistas, que encima contaron con la bendición de la Iglesia
Católica, o aún es más, con su exaltación justificadora de las matanzas.
Y si interviene el elemento religioso, entonces el fanatismo, el
entusiasmo aniquilador, se agudizan y pierden todo posible freno. Mucho
me temo que esa ha sido una de las principales funciones de las
religiones: encender mechas, ofrecer coartadas, prometer dichas
ultraterrenas a los asesinos por vocación.
Nada tiene por
qué cambiar, y en este siglo XXI los peores siguen rebosando intensidad y
amparándose en la religión.
Puede ser la religión distorsionada, como
en el caso de talibanes y yihadistas, que, lejos de menguar, se
extienden como la pólvora; o bien sucedáneos de aquélla, en forma de
nacionalismos las más de las veces. Proliferan en Europa, y van ganando
adeptos, los movimientos y partidos xenófobos y racistas, los que
demonizan a los inmigrantes –legales o no, tanto les da–, los que claman
“Grecia para los griegos”, “Francia para los franceses”, “España para
los españoles” o “Cataluña para los catalanes de verdad”
. En este último
lugar hay una señora mandona y ensoberbecida, que preside la llamada
Asamblea Nacional Catalana, que sin duda está poseída por la vehemencia
más apasionada.
En virtud de ella, y no de otra cosa, se permite dictar
“hojas de ruta” a los representantes políticos surgidos de elecciones
democráticas, mientras que a ella nadie la ha votado jamás. Los peores
se hacen fuertes cuando los mejores carecen de convencimiento
. Cuando
éstos se amedrentan y desisten. Cuando temen verse “sobrepasados” o
repudiados. Cuando deciden que razonar, argumentar y pactar ya no sirve
de nada. Ese “ya” es lo más peligroso que existe.
Señala el momento en
que los inteligentes arrojan la toalla, en que se resignan a no ser
escuchados, en que se persuaden de que sólo el vocerío vale para hacerse
oír, y de que, por tanto, una de dos: o hacen literalmente mutis por el
foro o se suben a la grupa del simplismo y el estruendo, del blanco o
negro, del conmigo o contra mí, de los patriotas y los antipatriotas, o,
como sufrimos aquí a lo largo de cuarenta años, de los españoles y los
antiespañoles.
¿Por qué los mejores carecen a menudo de convicción, si los asiste la
razón, tienen un desarrollado sentido de la justicia y son tolerantes
con lo tolerable, procuran entender al contrario y atienden a los
argumentos de sus adversarios?Precisamente por todo eso, he ahí la contradicción.
Los mejores siempre dudan algo, siempre se paran a pensar, no se sienten en posesión de la verdad, no son simplistas ni radicales, no tienen una sola meta entre ceja y ceja, les repugna el oxímoron “guerra santa”, por no mencionar “sagrada misión” y otras sandeces por el estilo.
Desde mi punto de vista uno nunca debería prestar atención a los llenos de apasionada vehemencia. Es más, ésta es para mí motivo de desconfianza y sospecha, y, abundando en los versos de Yeats, suele enmascarar a los peores, a los más dañinos y autoritarios, a los que hacen abstracción de las personas y se muestran siempre dispuestos a sacrificarlas en nombre de la Causa, o del Progreso, o del Proyecto, o de la Nación, tanto da. Son los que olvidan que todos tenemos solamente una vida, y que ninguna puede arruinarse por un abstracto Bien Futuro.
A estas alturas deberíamos saber todos que el futuro es una entelequia, que no se puede configurar ni tan siquiera imaginar.
Sólo importan los que están aquí, y también algo los que estuvieron, sólo sea porque sus huellas sí se pueden reconocer. A menudo las de los mejores están escondidas, como dice esta otra cita de la novelista del XIX George Eliot: “Que el bien aumente en el mundo depende en parte de actos no históricos; y que ni a vosotros ni a mí nos haya ido tan mal en el mundo como podría habernos ido, se debe, en buena medida, a todas las personas que vivieron con lealtad una vida anónima y descansan en tumbas que nadie visita”.
Es cierto, muchos de los mejores pasan calladamente o hablando en susurros, jamás gritan ni vociferan, porque no están llenos de apasionada intensidad
. Pero ay de nosotros si no existieran, si no hubieran existido siempre; si sus tumbas que nadie visita no alfombraran la tierra discreta, la única que de verdad nos sostiene.
elpaissemanal@elpais.es
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