Fue el coraje hecho persona y el más firme defensor de los valores del diálogo y del consenso. Pero por encima de todo,
Adolfo Suárez González,
que ha fallecido este domingo 23 de marzo a los 81 años tras una larga
enfermedad neurodegenerativa, entra en la Historia por haber dirigido un
auténtico cambio en el curso de los asuntos públicos de España, que
transitó desde el Estado dictatorial hasta la democracia constitucional
en solo dos años y medio, a pesar de la intensidad de los esfuerzos de
la extrema derecha y del terrorismo de ETA y del GRAPO para impedirlo, y
de las conspiraciones de franquistas atrincherados en el inmovilismo.
Un golpe de timón del rey don Juan Carlos fue precisamente lo que
desbloqueó el camino de una reforma política que tuvo muchos padres.
Suárez había redactado una hoja de ruta de la futura democracia, “unas
cuartillas” que puso en manos del Rey en el mayor de los secretos, según
afirma su círculo íntimo
. Esa versión contrasta con las
Memorias
póstumas de Torcuato Fernández Miranda, el maduro profesor que ofició
de mentor político de don Juan Carlos en sus primeros años como Rey, en
las que se atribuye a sí mismo el papel de diseñador de la Transició
n.
Líderes de la izquierda, como Felipe González y Santiago Carrillo,
también participaron de lleno en las decisiones de la Transición, y
aunque más tardíamente, también hay que reconocer el papel de Manuel
Fraga.
Pero lo cierto es que nada hubiera sido posible si Suárez, al frente
del segundo Gobierno del Rey, hubiera titubeado o se hubiera atascado en
la conducción del proceso durante el año escaso que transcurrió entre
su nombramiento como jefe del Gobierno y las
elecciones del 15 de junio de 1977.
Decidió una primera amnistía de presos políticos, disolvió el
Movimiento Nacional, legalizó a los partidos que pugnaban por la
democracia; socialistas y comunistas contuvieron a los más radicales y
Suárez se fajó para que las estructuras franquistas se hicieran el
haraquiri, como un general que tuerce el brazo a sus tropas, siempre por
el procedimiento "de la ley a la ley"
. De ahí la inquina que le
guardaron los elementos inmovilistas.
Don Juan Carlos despidió a
Carlos Arias,
su primer presidente del Gobierno, el 30 de junio de 1976. Este no
había presentado la dimisión, pero tampoco se resistió
. En las jornadas
sucesivas, Fernández Miranda maniobró para hacer posible que los
consejeros del Reino incluyeran el nombre de Suárez en el
trío de propuestas para nuevo presidente
("terna", en la jerga de la época).
Era un asunto delicado porque,
según la legislación de la dictadura, el jefe del Estado solo podía
designar a uno de los tres que le propusiera aquel órgano dominado por
franquistas de toda la vida. De ahí la habilidad con que Fernández
Miranda condujo las deliberaciones para que el nombre de Suárez figurase
como si fuera de relleno.
Al término, anunció: "Estoy en condiciones de
ofrecer al Rey lo que me ha pedido", sin especificar en qué consistía
.
El secreto se guardó hasta el día en que el Monarca convocó a Suárez a
La Zarzuela para pedirle "el favor" de aceptar la presidencia del
Gobierno
. Y al futuro conductor de la Transición solo se le ocurrió esta
primera respuesta: "¡Por fin!".
Suárez contaba entonces con 43 años
. Criado políticamente en el
Movimiento Nacional (el partido único de Franco, un magma de
falangistas, sindicalistas verticales y cargos públicos), llevaba nueve
dedicado a la política. Había comenzado como procurador en Cortes (hoy,
diputado) por Ávila, su provincia natal, hasta desempeñar la secretaría
general del Movimiento en el primer Gobierno del Rey.
Una trayectoria
con poco brillo y demasiada juventud para la élite intelectual y
funcionarial de la época, que compartió con la oposición clandestina,
sin quererlo, la impresión de que el Rey había cometido el error de su
vida.
"Obrad sin miedo"
Eso dijo el Rey en la primera reunión del Consejo de Ministros
formado por Suárez, según testimonio de su entonces vicepresidente,
Alfonso Osorio.
No habían transcurrido dos semanas desde la designación
cuando el nuevo Ejecutivo anunció la celebración de elecciones en menos
un año, y se fijó el plazo máximo del 30 de junio de 1977. Abandonada la
titubeante reforma política del Gobierno anterior, el nuevo proyecto
pasaba por establecer un objetivo más claramente democrático.
La base
para ello salió del cerebro de Fernández Miranda, lo que él mismo llamó
el documento "sin padre".
Por corto que parezca ahora el objetivo, se
trataba de elegir un Parlamento por sufragio universal, por primera vez
desde 1936.
Para conseguirlo era necesario que las Cortes franquistas lo
aprobaran por mayoría de dos tercios
. En el intento de salvar
obstáculos, Suárez protagonizó el
8 de septiembre una reunión con el alto mando militar
de la que salió la versión de que el presidente había prometido no
legalizar al PCE.
Por eso cuando lo hizo, nueve meses más tarde, una
parte del alto mando se sintió traicionado y le pareció pretexto
suficiente para protagonizar un conato de rebelión.
Primero fue la ley de reforma política, negociada no con la oposición
ilegal -aunque se le tuvo al corriente- sino con Alianza Popular, el
grupo que acababa de fundar Manuel Fraga y que contaba con 200
procuradores en las Cortes franquistas.
El 18 de noviembre de 1976, una
gran mayoría de procuradores en Cortes (425 a favor, 59 en contra, 13
abstenciones) aprobó la ley que autorizaba al Gobierno para convocar
elecciones a Congreso y Senado, salvo 40 senadores reservados a la
designación del Rey. Inmediatamente se convocó
un referéndum de ratificación, que contó con una participación del 77% (pese a la abstención solicitada por la oposición), de los cuales votó a favor el 94%.
Suárez consiguió una gran victoria tras torcer el brazo a sus propias
tropas.
Ese triunfo reforzó al presidente del Gobierno frente a
Fernández Miranda, que se había limitado a actuar en la sombra
. Ahí
comenzó el distanciamiento entre los dos. Suárez tomó decididamente las
riendas de la negociación de las condiciones en que iban a celebrarse
las primeras elecciones, la legalización de los partidos clandestinos
(no todos, pero sí los que se suponía más potentes) y los preparativos
para las urnas.
El terrorismo de ETA, de los GRAPO y de la extrema
derecha se abatió sobre el incipiente proyecto democrático, pero eso no
impidió la legalización de los principales grupos de izquierda que iban a
ser la base de la estructura política del Estado reformado.
El 9 de abril de 1977 quedó legalizado el Partido Comunista,
poco después de que fuera retirado el gigantesco yugo y las flechas
instalado en la madrileña Alcalá 44, la sede del partido único (hasta
entonces).
El 11 de abril dimitió el ministro de Marina, almirante Pita da
Veiga, y el 12 se produjo la reunión del Consejo Superior del Ejército
que expresó la "repulsa general" a la legalización del PCE "en todas las
unidades del Ejército"
. La publicación de este comunicado militar
coincidió con la primera reunión pública del PCE en Madrid, que trató de
contrarrestar la movida militar colocando la bandera rojigualda en la
misma sala donde estaba la bandera roja.
Su secretario general, Santiago
Carrillo, hizo una ostensible declaración de reconocimiento a la
Monarquía.
La mayoría de la prensa, que en enero había publicado un
editorial conjunto contra la desestabilización, volvió a difundir otro
en abril,
No frustrar una esperanza, en defensa de la democracia y de la neutralidad de los militares.
El presidente del Gobierno confirmó la voluntad de ir a las
elecciones. Él mismo quiso competir en ellas: carecía de partido
político alguno, pero desembarcó en una coalición de 14 grupos
(democristianos, liberales, socialdemócratas) que pululaban bajo el
nombre de Centro Democrático y, sobre la base de desplazar a su figura
principal, José María de Areilza, se alzó con el mando de la improvisada
UCD. También entró ahí mucha gente suya, a la que se llamó los azules
por el color de la camisa falangista.
De la campaña a las elecciones de
1977 data una de sus frases más famosas, "puedo prometer y prometo",
sugerida por su colaborador Fernando Ónega.
Bipartidismo imperfecto
Los resultados del 15-J diseñaron aquel "bipartidismo imperfecto" que
perdura todavía, con un partido dominante pero sin mayoría absoluta
(UCD) que obtuvo 166 diputados, en todo caso muchos más que la Alianza
Popular de Manuel Fraga, que se quedó en 16. Mientras, el PSOE se alzaba
con la hegemonía de la izquierda, 118, frente al PCE de Santiago
Carrillo, que logró 19
. La coalición nacionalista de Jordi Pujol obtuvo
11 y el PNV, 8.
Sin mayoría absoluta, pero al frente de la fuerza dominante (UCD),
Suárez se lanzó en múltiples direcciones.
Por una parte trató de
reforzar su autoridad sobre UCD, empujando a sus diversos partidos hacia
la disolución a favor de la unidad, apoyándose para la tarea de
gobierno en un número dos de confianza, Fernando Abril Martorell.
Por
otra, reconoció la legitimidad de la Generalitat de Cataluña en la
persona de su presidente en el exilio, Josep Tarradellas. Y al tiempo,
lanzó a la arena pública el invento del "consenso", cuyo primer fruto
fueron los pactos de la Moncloa (otoño de 1977), que reunieron a un
amplio abanico de partidos y sindicatos en un acuerdo frente a la crisis
económica.
La Constitución
fue el segundo fruto del consenso. Fue elaborada a lo largo de 1978,
mientras la derecha y parte de los centristas rechinaban contra Suárez,
su poder y su actitud presidencialista.
El malestar militar iba en
aumento y el terrorismo etarra dejó bien claro su intento de acabar con
la incipiente democracia. En esas condiciones se cerró el acuerdo de la
Constitución y se celebró el referéndum por el que se aprobó,
el 6 de diciembre de 1978.
Ni la participación en el referéndum fue demasiado elevada (67%) ni
se consiguió el apoyo del PNV al texto constitucional, que optó por la
abstención en el País Vasco.
En todo caso, se consideró un gran triunfo
haber llegado a promulgar una Carta Magna elaborada con participación
activa de la derecha (AP), el centroderecha (UCD), el socialismo, el
comunismo y el nacionalismo catalán. Pero ahí se acabó el consenso.
A
partir de ese resultado compartido, cada sector político decidió
continuar su propio camino.
El presidente disolvió las Cortes
constituyentes, convocó nuevas elecciones y volvió a ganarlas en marzo
de 1979, en términos similares a las precedentes: sin mayoría absoluta,
pero otra vez en posición dominante.
El tren se atasca
El resultado de las elecciones de 1979 marcó
una ruptura nítida
entre Adolfo Suárez y el grupo socialista situado en torno a Felipe
González, cargada de consecuencias para el futuro. Suárez cerró la
campaña electoral con una intervención televisada en la que atacó al
PSOE como un defensor del "aborto libre", "la desaparición de la
enseñanza religiosa" y "una economía colectivista".
Felipe González le
devolvió la pelota en la sesión de investidura de Suárez, exhibiendo su
pasado en el Movimiento Nacional.
Un año más tarde, la moción de censura
socialista contra Suárez no obtuvo votos suficientes para derribarle,
pero le fragilizó.
Las posiciones dentro de UCD se dividieron; la ley
del divorcio y la del Estatuto de Centros Docentes tropezaron con la
oposición interna de los democristianos.
La opinión publicada de la
época usó las palabras desilusión y desencanto para referirse a la
situación del país en 1980. El ambiente de confusión y malestar caló en
la opinión pública, que retiró rápidamente el apoyo a Suárez, según las
encuestas de la época.
Si la clave del consenso había sido una reforma democrática
compartida por la derecha civilizada, la izquierda y el nacionalismo
catalán, a finales de 1980 el presidente del Gobierno
ya no tenía fuerza para convencer a los barones de su propio partido.
Las conspiraciones militares y cívico-militares avanzaban a buen ritmo.
Los principales banqueros presionaban a parte de UCD para que
abandonara a Suárez —que acaba de implantar una política fiscal digna de
tal nombre—. "Querían que nos incorporásemos a la derecha pura y dura,
es decir, al grupo de Alianza Popular", ha explicado el democristiano
Fernando Álvarez de Miranda en sus Memorias.
El trato entre el Rey y
Suárez se enfrió: el presidente quería ser el responsable constitucional
de un Rey que se le escapaba, fiel a la idea de que prefería atribuir
los éxitos del Gobierno a la Corona y sus fracasos, al propio Gobierno. Y
el terrorismo etarra continuaba su tarea de demolición implacable de la
confianza en la democracia.
A finales de enero de 1981, Adolfo Suárez
decidió tirar la toalla y renunció a la presidencia del Gobierno
.
Esto aceleró el nerviosismo de los implicados en las diversas
conspiraciones militares en marcha. Desconocedor de lo que se tramaba,
asistió como presidente dimisionario a la segunda y definitiva votación
de investidura de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo,
el 23 de febrero de 1981,
cuando el entonces teniente coronel Antonio Tejero asaltó el Congreso
al frente de cientos de guardias civiles. Ahí resurgió el mejor Suárez,
el hombre arrojado que se enfrentó a los asaltantes sin más respaldo que
el de su valor personal frente a las armas sublevadas.
Salió prestigiado de aquella prueba, pero en realidad fue su canto
del cisne: el animal político de raza intentó recuperarse y ya no pudo.
España dejó caer al líder genial, considerando que su tiempo había
pasado y otros protagonistas pugnaban por abrirse paso.
Todavía
construyó otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS), pero los
resultados fueron mediocres. Suárez se retiró del primer plano de la
política en 1991 y se refugió en un discreto despacho profesional como
abogado
. En 2003 empezó a sufrir los síntomas del Alzheimer y la
noticia, mantenida en la discreción por su primogénito, Adolfo, se hizo
pública 1 de junio de 2005.
Y a partir de entonces todo han sido homenajes y reconocimientos al
estadista, al hombre adecuado en el momento oportuno, sublimado en la
consideración pública por la nostalgia de un tiempo en que los
conflictos políticos se resolvían por el diálogo y la negociación, en
una España donde la crispación era de los extremismos y no afectaba a
las corrientes centrales de la política. En todo caso, nadie puede
regatearle méritos a Adolfo Suárez en la obra de haber conducido el tren
de la Transición sin que descarrilara. Y sin conocer la vía por la que
circulaba.
Como recuerda su biógrafo Juan Francisco Fuentes, Adolfo
Suárez había dicho que no había modelos nacionales o internacionales que
pudieran servir de falsilla para la transición española, y por eso
dijo: "Nosotros fuimos nuestro propio antecedente"
Nadie hizo tanto en tan poco tiempo.Como es Creyente que Dios lo tenga en su gloria, y para los que le debemos ser legalizados tener Amnistia que nadie lo borre de su memoria, la Historia pone siempre en su sitio. Descanse en Paz..