Adolfo Suárez fue, seguramente, el político más solitario que ha
existido en la democracia española y, sin embargo, fue el que más se
empeñó, en una época peligrosamente incierta, en promover el diálogo y
la distensión.
Sus discursos, entonces muy criticados por la clase política, no solo en la oposición sino incluso en su propia formación política, estuvieron incansablemente llenos de llamamientos al “acuerdo”, el “esfuerzo común” o la “concordia” y toda su actividad política es la plasmación de ese ahínco.
Su primera gran apelación al pacto la formuló cuando todavía no era más que un joven y extravagante ministro Secretario General del Movimiento, siete meses después de la muerte del dictador. Ante las últimas Cortes franquistas, que representaban la enorme estructura levantada durante casi cuatro décadas de dictadura, aquel ministro de 43 años lanzó el 9 de junio de 1976 lo que sería el principal hilo conductor de su vertiginosa actuación política:
“Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal.
Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley”.
Es lógico que en aquellos momentos Suárez despertara toda clase de cautelas y resquemores en una oposición humillada por una Guerra Civil perdida y por tantos años de franquismo, pero leído ahora, 37 años después, su discurso en defensa de la descafeinada Ley de Asociación Política, que permitía la legalización de los partidos, salvo del Partido Comunista de España (PCE), es una pieza parlamentaria magnífica y marcaba perfectamente cuál iba a ser la voluntad política de quien escasamente un mes después sería elegido por el Rey como su verdadero primer presidente del Gobierno (el anterior, Carlos Arias Navarro, había sido nombrado por Franco).
Suárez fue presidente cinco años y medio, los más inciertos y peligrosos de la Transición española, y si algo caracterizó, por encima de todo, su Gobierno fue la extrema velocidad que imprimió a las reformas, el ritmo vertiginoso con el que impulsó los cambios
. Doce meses después de aquella apelación a la “normalidad”, aquel simpático político al que la mayoría comparaba con un dependiente de grandes almacenes, un funcionario de medio pelo con un currículo muy poco presentable, había concedido una amnistía que todavía no era total pero que desbloqueaba las relaciones con la oposición; había hecho aprobar una Ley de Reforma Política que dinamitaba, desde la legalidad, toda la estructura franquista; había disuelto el Movimiento Nacional, legalizado al Partido Comunista de España y a los sindicatos Comisiones Obreras y UGT; había creado un nuevo partido político, UCD, y celebrado, y ganado, las primeras elecciones democráticas desde la República; había puesto en marcha unas Cortes Constituyentes, que elaborarían la primera Constitución de consenso en la historia española…
No tardó ni quince días después de ganar esas elecciones del 15 de junio de 1977 en presentar la candidatura formal de España para ingresar en la entonces Comunidad Económica Europea y no pasaron ni cuatro meses antes de autorizar el regreso a España de Josep Tarradellas como president provisional de la Generalitat de Catalunya, y antes de recibirlo con un fuerte apretón de manos en la Moncloa.
Durante todo este tiempo, Adolfo Suárez insistió, una y otra vez, en el mismo mensaje:
“Os invito a que iniciemos la senda racional de hacer posible el entendimiento por vías pacíficas”. “Este pueblo no nos pide milagros ni utopías. Pienso que nos pide, sencillamente, que acomodemos el derecho a la realidad”. “Quitemos dramatismo a nuestra política”. “Reconozcamos la realidad del país”.
El mérito de este discurso permanente de concordia de Suárez cobra todavía más relieve si no se olvida, como muchas veces se hace, que todo este proceso de normalización democrática se hizo en medio de huelgas, manifestaciones, una inflación disparada y un paro creciente, presiones y desplantes militares, una larga lista de feroces atentados de ETA, del GRAPO y de los grupos ultra y fascistas, y de una creciente incomprensión política.
Cuando finalmente dimitió, el 29 de enero de 1981, Adolfo Suárez tenía 48 años.
Había soportado, con la única amistad de Fernando Abril Martorell y del general Manuel Gutiérrez Mellado, más crisis que ningún otro político de la democracia y se encontraba aterradoramente aislado.
El presidente del Gobierno presentó su renuncia ante las cámaras de televisión, demacrado y agotado, sometido a la fuerte crispación política que promovía sin cesar la oposición socialista, a las luchas internas de su propio partido, a la creciente falta de confianza del Rey y, por supuesto, a la interminable y furiosa presión militar que desembocaría ese mismo año en el golpe de Estado del 23-F.
Para entonces ya había demostrado una formidable capacidad de aguante, un gran coraje y un firme deseo de interpretar sinceramente la voluntad de la mayoría de los españoles.
Aquel joven funcionario que propuso a los herederos del franquismo quitar dramatismo a la vida política española fue el mismo que cinco años después, en retirada y derrotado, sin que casi nadie le reconociera que había cumplido gran parte de sus compromisos políticos, culminó su tarea institucional negándose en el Congreso de los Diputados a tirarse al suelo pese a las amenazas de un teniente coronel golpista.
Sus discursos, entonces muy criticados por la clase política, no solo en la oposición sino incluso en su propia formación política, estuvieron incansablemente llenos de llamamientos al “acuerdo”, el “esfuerzo común” o la “concordia” y toda su actividad política es la plasmación de ese ahínco.
Su primera gran apelación al pacto la formuló cuando todavía no era más que un joven y extravagante ministro Secretario General del Movimiento, siete meses después de la muerte del dictador. Ante las últimas Cortes franquistas, que representaban la enorme estructura levantada durante casi cuatro décadas de dictadura, aquel ministro de 43 años lanzó el 9 de junio de 1976 lo que sería el principal hilo conductor de su vertiginosa actuación política:
“Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal.
Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley”.
Es lógico que en aquellos momentos Suárez despertara toda clase de cautelas y resquemores en una oposición humillada por una Guerra Civil perdida y por tantos años de franquismo, pero leído ahora, 37 años después, su discurso en defensa de la descafeinada Ley de Asociación Política, que permitía la legalización de los partidos, salvo del Partido Comunista de España (PCE), es una pieza parlamentaria magnífica y marcaba perfectamente cuál iba a ser la voluntad política de quien escasamente un mes después sería elegido por el Rey como su verdadero primer presidente del Gobierno (el anterior, Carlos Arias Navarro, había sido nombrado por Franco).
Suárez fue presidente cinco años y medio, los más inciertos y peligrosos de la Transición española, y si algo caracterizó, por encima de todo, su Gobierno fue la extrema velocidad que imprimió a las reformas, el ritmo vertiginoso con el que impulsó los cambios
. Doce meses después de aquella apelación a la “normalidad”, aquel simpático político al que la mayoría comparaba con un dependiente de grandes almacenes, un funcionario de medio pelo con un currículo muy poco presentable, había concedido una amnistía que todavía no era total pero que desbloqueaba las relaciones con la oposición; había hecho aprobar una Ley de Reforma Política que dinamitaba, desde la legalidad, toda la estructura franquista; había disuelto el Movimiento Nacional, legalizado al Partido Comunista de España y a los sindicatos Comisiones Obreras y UGT; había creado un nuevo partido político, UCD, y celebrado, y ganado, las primeras elecciones democráticas desde la República; había puesto en marcha unas Cortes Constituyentes, que elaborarían la primera Constitución de consenso en la historia española…
No tardó ni quince días después de ganar esas elecciones del 15 de junio de 1977 en presentar la candidatura formal de España para ingresar en la entonces Comunidad Económica Europea y no pasaron ni cuatro meses antes de autorizar el regreso a España de Josep Tarradellas como president provisional de la Generalitat de Catalunya, y antes de recibirlo con un fuerte apretón de manos en la Moncloa.
Durante todo este tiempo, Adolfo Suárez insistió, una y otra vez, en el mismo mensaje:
“Os invito a que iniciemos la senda racional de hacer posible el entendimiento por vías pacíficas”. “Este pueblo no nos pide milagros ni utopías. Pienso que nos pide, sencillamente, que acomodemos el derecho a la realidad”. “Quitemos dramatismo a nuestra política”. “Reconozcamos la realidad del país”.
El mérito de este discurso permanente de concordia de Suárez cobra todavía más relieve si no se olvida, como muchas veces se hace, que todo este proceso de normalización democrática se hizo en medio de huelgas, manifestaciones, una inflación disparada y un paro creciente, presiones y desplantes militares, una larga lista de feroces atentados de ETA, del GRAPO y de los grupos ultra y fascistas, y de una creciente incomprensión política.
Cuando finalmente dimitió, el 29 de enero de 1981, Adolfo Suárez tenía 48 años.
Había soportado, con la única amistad de Fernando Abril Martorell y del general Manuel Gutiérrez Mellado, más crisis que ningún otro político de la democracia y se encontraba aterradoramente aislado.
El presidente del Gobierno presentó su renuncia ante las cámaras de televisión, demacrado y agotado, sometido a la fuerte crispación política que promovía sin cesar la oposición socialista, a las luchas internas de su propio partido, a la creciente falta de confianza del Rey y, por supuesto, a la interminable y furiosa presión militar que desembocaría ese mismo año en el golpe de Estado del 23-F.
Para entonces ya había demostrado una formidable capacidad de aguante, un gran coraje y un firme deseo de interpretar sinceramente la voluntad de la mayoría de los españoles.
Aquel joven funcionario que propuso a los herederos del franquismo quitar dramatismo a la vida política española fue el mismo que cinco años después, en retirada y derrotado, sin que casi nadie le reconociera que había cumplido gran parte de sus compromisos políticos, culminó su tarea institucional negándose en el Congreso de los Diputados a tirarse al suelo pese a las amenazas de un teniente coronel golpista.
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