No deja de tener su guasa, oigan.
Y les explico por qué. Desde hace unos
meses, a retales, hago en esta página una especie de resumen gamberro
de la historia de España, desde que la llamaban Ispahan o tierra de
conejos. La idea no es otra que pasarlo bien recordando cosas, y
contarles a ustedes cómo veo los accidentados siglos que dieron lugar al
actual bebedero de patos. Basta leer uno de esos artículos para
comprender que está lejos de mi intención el afán didáctico serio, y que
el rigor extremo no es la principal de mis preocupaciones. Lector de
Historia pertinaz, como soy, escribo casi siempre de memoria, o
consultando por encima algún dato a fin de no meter mucho la gamba.
Incluso incurro en deliberados y evidentes anacronismos, como meter
litronas en Roma, tortilla de patatas en la época visigoda o al tío
Gilito en la corte de los Reyes Católicos. A eso hay que añadir las
simplificaciones obligadas en un folio y medio, así como las erratas o
gazapos propios de simples artículos de prensa escritos en una mañana y
que, si para cada uno de ellos me levantase a consultar y leer los
libros correspondientes, llevarían días de prolija escritura, como
ocurre cuando ando metido en una novela histórica, que ya es otra cosa. Y
tampoco se trata de eso.
El asunto, como digo, es hacer un recorrido
ameno por la historia española, de manera que a quien lo lea le quede un
poso general, incluido mi punto de vista sobre lo que fuimos y somos; y
quizá también la curiosidad, abordando ya otros textos serios, de
profundizar en la fascinante historia de esta casa de putas a la que
llamamos España.
Todo eso es bien comprendido por quienes me honran leyendo lo que
escribo.
Por los cómplices de esta manera de contar y de mirar la foto
de nuestro deneí nacional. Por eso estos artículos se titulan Una historia de España.
Es sólo una
manera de contar, entre otras posibles. Sin embargo, pese a esa
evidencia, en los últimos tiempos advierto resquemores entre dos clases
de lector: uno, más bien joven, es el que, habiendo recibido en el
colegio nociones históricas perturbadas por el descojono educativo de
las últimas décadas, se traga hasta la bola versiones inspiradas por
caciques de pueblo, cantamañanas catetos o historiadores de parcelita
que reinventan la historia de España a gusto de quien la financia.
Con
lo que a veces uno encuentra a esos lectores en desacuerdo, a menudo de
buena fe, oponiendo argumentos de una simpleza abrumadora: desde la
secular lucha vascongada contra el centralismo español -nunca hubo
soldados vascos en los ejércitos de España, afirma un indignado
jovencito guipuzcoano- a la heroica guerra de independencia que en 1714
libraron todos los catalanes, pasando por la conmovedora, culta y
tolerante Al Andalus. Al referirme a cuyos habitantes, por supuesto, se
critica mucho que utilice la palabra moro.
El otro grupo crítico es el de la bilis.
Los espumarajos.
Y ahí figura
media docena de historiadores profesionales, o que así se consideran, a
los que irrita que alguien ajeno a su oficio ose comentar cosas del
pasado. Cómo se atreve ese cabrón, es el resumen de la cosa.
Que el
arriba firmante tenga publicadas, entre otras, catorce novelas
históricas y lleve veinte años tocando episodios puntuales de nuestro
viejo curriculum en esta página, no contribuye a mejorarles el humor. Y a
eso me refería al principio de este artículo diciendo que la cosa tiene
guasa.
Porque esos pavos que ahora se indignan con que un aficionado
sin otro mérito que una biografía movidilla y treinta mil libros en la
biblioteca les toque la flor, podrían haber dedicado sus sabios
esfuerzos, ellos, en los últimos veinte o treinta años, a llenar la
inmensa brecha, el agujero negro que el desmantelamiento educativo y
cultural impulsado por gobernantes analfabetos y sin escrúpulos impone a
nuestra historia y nuestra memoria; escribiendo libros y artículos que
hicieran anecdóticos o superfluos los míos y los de otros ajenos al
gremio; denunciando ausencias o tergiversaciones; peleando por la
verdadera memoria histórica que tanto necesita este desgraciado país
para comprender lo que fue, lo que es y lo que podría ser. Tendrían que
haber hecho eso, por ejemplo, en vez de dejarnos a otros el trabajo
.
Deberían haberse mojado, como es su obligación, dando la cara, en vez de
ser tantas veces cómplices oportunistas, callados y cobardes de los
golfos que nos desorientan y manipulan, cuando no mercenarios pagados
para reescribir y enseñar a los jóvenes diecisiete historias distintas,
que a nadie aprovechan sino a los canallas que les llenan el pesebre.
5 de enero de 2014