Si los hechos contados son ciertos, han equivocado el género que debía guiar el tono del relato, porque debería ser la farsa burlesca.
Los autores de Diana,ilustración cinematográfica de los dos
últimos años de vida de la princesa de Gales, fallecida en accidente de
coche en París en 1997, tienen una teoría sobre su actitud con la prensa
del corazón, sobre su personalidad, sobre sus labores humanitarias,
sobre sus ideas políticas, sobre su atrevimiento, su espontaneidad y su
cálculo, pero, aún más importante, tienen una teoría sobre su corazón,
léase en sentido amoroso.
Una amalgama teórica en la que se supone habrán tenido que ver, por este orden, Kate Snell, escritora del libro del que parte la película, Stephen Jeffries, el guionista, y Oliver Hirschbiegel, el director.
Sinceramente, como crítico y como ser humano, a un servidor le da igual si los hechos que se concatenan en la película, desde el más nimio al más trascendente, son ciertos o no.
Pero lo que está claro es que, si los damos por buenos, han equivocado el género que debía guiar el tono del relato, y en lugar de un melodrama romántico que apelara al corazón de los espectadores lo que deberían haber construido es una farsa burlesca que buscara ejercitar sus mandíbulas.
Hirschbiegel, que desde el merecido éxito de la extraordinaria El hundimiento se ha estancado a medio camino entre una roma comercialidad y un pretendido cine de autor que en realidad no lo es (Invasión, Cinco minutos de gloria),
decide empezar su película con el clímax final: una parada a mitad de
pasillo en el hotel, minutos antes de su muerte, que el realizador marca
con un vehemente travelling, para luego acabar recuperando las
razones de aquella duda, si seguir o no la senda que le señala Dodi al
Fayed, a través de un larguísimo flashback que ocupa casi todo
el metraje.
Es decir, una corazonada como punto álgido de la maldición que, después de expuesta su historia, se convierte en la premonición como éxtasis humorístico.
Así, Hirschbiegel y su guionista pierden la oportunidad de hincar el diente, ya sea con saña, ya sea con gracia, en la relación de odio-necesidad entre Lady Di y la prensa sensacionalista, en pos de una película que quiere ser algo así como un nuevo Notting Hill, sin darse cuenta de que la mayoría de las situaciones que muestra, más que humanizar a la mujer, simplemente son parte de una comedia involuntaria.
Probablemente un cirujano paquistaní, y no Carlos de Inglaterra ni Dodi, fuera el gran amor en la vida de Diana.
Probablemente se pusiera peluca morena para dar una vuelta por el West End e ir a conciertos sin que nadie la reconociera. Probablemente un transeúnte le mirara el culo y le dijera “¡Tía buena!” sin saber que era la princesa del pueblo.
Probablemente un día se colara en el hogar de su amor, mientras este salvaba vidas en el hospital, para hacer de chacha, lavarle los platos sucios y dejarle la casa como una patena. Probablemente.
Una amalgama teórica en la que se supone habrán tenido que ver, por este orden, Kate Snell, escritora del libro del que parte la película, Stephen Jeffries, el guionista, y Oliver Hirschbiegel, el director.
Sinceramente, como crítico y como ser humano, a un servidor le da igual si los hechos que se concatenan en la película, desde el más nimio al más trascendente, son ciertos o no.
Pero lo que está claro es que, si los damos por buenos, han equivocado el género que debía guiar el tono del relato, y en lugar de un melodrama romántico que apelara al corazón de los espectadores lo que deberían haber construido es una farsa burlesca que buscara ejercitar sus mandíbulas.
DIANA
Dirección: Oliver Hirschbiegel.
Intérpretes: Naomi Watts, Naveen Andrews, Juliet Stevenson, Geraldine James, Cas Anvar.
Género: romance. Reino Unido, 2013.
Duración: 113 minutos.
Dirección: Oliver Hirschbiegel.
Intérpretes: Naomi Watts, Naveen Andrews, Juliet Stevenson, Geraldine James, Cas Anvar.
Género: romance. Reino Unido, 2013.
Duración: 113 minutos.
Es decir, una corazonada como punto álgido de la maldición que, después de expuesta su historia, se convierte en la premonición como éxtasis humorístico.
Así, Hirschbiegel y su guionista pierden la oportunidad de hincar el diente, ya sea con saña, ya sea con gracia, en la relación de odio-necesidad entre Lady Di y la prensa sensacionalista, en pos de una película que quiere ser algo así como un nuevo Notting Hill, sin darse cuenta de que la mayoría de las situaciones que muestra, más que humanizar a la mujer, simplemente son parte de una comedia involuntaria.
Probablemente un cirujano paquistaní, y no Carlos de Inglaterra ni Dodi, fuera el gran amor en la vida de Diana.
Probablemente se pusiera peluca morena para dar una vuelta por el West End e ir a conciertos sin que nadie la reconociera. Probablemente un transeúnte le mirara el culo y le dijera “¡Tía buena!” sin saber que era la princesa del pueblo.
Probablemente un día se colara en el hogar de su amor, mientras este salvaba vidas en el hospital, para hacer de chacha, lavarle los platos sucios y dejarle la casa como una patena. Probablemente.