Hay muertos que no son como otros muertos, porque hay seres humanos
que no son como otros
. Todavía somos, en nuestra inmensa mayoría,
supervivientes del siglo XX —un siglo en el que probablemente se hayan
cometido los peores crímenes desde finales de la Edad Media:
enfrentamientos salvajes entre imperios, guerras mundiales que han
destruido generaciones enteras, exterminios en masa de pueblos
dominados, holocausto contra los judíos, colonizaciones, experimentos
atómicos en pueblos inocentes de Japón, “equilibrio del terror”— hemos
visto de todo.
Y es probable que no hayamos aprendido nada y que todavía
estén por llegar numerosos crímenes de masas.
Y sin embargo hay
personas, centinelas de la humanidad, que atraviesan estos horrores y
salen de ellos siendo más humanos aún, más optimistas en cuanto al
futuro de la comunidad de los vivos.
Estas personas son poco comunes y
Nelson Mandela, junto con el gran Gandhi, es de esas personas.
Evidentemente no es posible medir lo que supone la pérdida de Mandela
para el humanismo. Este hombre viene de un país en el que ser negro
significaba ir al infierno desde el grito primario del nacimiento;
creció en medio de un mundo fundado sobre la separación violenta de
colores, donde el blanco dominaba en virtud de su tez y en el que el
negro era condenado a la maldición en razón de su color; luchó en un
partido político que quería que fuera para todos, negros y blancos, y
que no reclamaba otra cosa que la igualdad de los humanos,
independientemente de su género, su estatus social, su color.
Y es por
esto que era considerado el más peligroso de todos a ojos de los
partidarios del
apartheid. Peligroso porque quería un África del Sur fundada sobre la ley democrática de la mayoría y sobre el respeto a las minorías.
Acusado de haber fomentado atentados contra objetivos militares, será
condenado en 1962 a cadena perpetua, encarcelado en condiciones
espantosas en Robben Island durante 19 años, trasladado en 1981 a otro
lugar en el que permanecerá 8 años más, convirtiéndose, tras 27 años de
encarcelamiento, en uno de los presos más viejos del mundo, todo ello en
nombre del odio que los blancos profesaban a las poblaciones negras de
las que se valían en la explotación de minas de uranio y diamantes, y en
las aterradoras fábricas que recordaban a las galeras. Negros hacinados
en los
shop towns, acotados en bantustanes de siniestra
memoria, siempre separados de sus semejantes blancos, siempre
despreciados, dominados, aplastados.
Nelson Mandela representa la más poderosa conjunción entre el deber de la memoria y la fuerza del perdón
Pero Nelson Mandela, desde el fondo de su prisión, aguantaba
. Se
hubiera querido que incriminase a los blancos como género, que retomara
por su cuenta la guerra de razas que le imponía el
apartheid,
que se convirtiera de este modo en vector de un racismo antiblanco;
siempre se negó, respondiendo que no luchaba contra los blancos, sino
por la libertad de blancos y negros, es decir, contra el sistema del
apartheid,
que hacía posible la dominación del blanco sobre el negro. Se hubiera
querido que preconizase, a través del tercermundismo de los años 1960 y
1970 del siglo XX, la revolución violenta en África del Sur, pero se
negó, argumentando que todos los partidarios de la abolición del
apartheid,
independientemente de sus elecciones ideológicas, debían poder
reencontrarse en su partido, el African National Congress, para luchar
juntos en torno a un único objetivo: la emancipación de los negros
oprimidos, la salvación de los blancos alienados por el sistema del
apartheid, puesto que, según él, los blancos también eran víctimas de su propia mirada racista y debían ser salvados.
Pero la grandeza, la inmensa grandeza de Mandela va más allá aún: una vez vencido el
apartheid
—gracias también a la inteligencia de Frederik De Klerk, jefe del
Estado sudafricano, que había comprendido que aquel sistema, a la vez
que engendraba la hostilidad de toda la humanidad, estaba muerto y que
hizo adoptar en 1991 en el Parlamento sudafricano una legislación que
abolía las leyes raciales— Mandela rechaza la venganza y se transforma
en educador de su pueblo.
Él, que había sufrido el martirio, dijo a los
negros: “Si queréis un día olvidar el
apartheid, debéis
aprender a perdonar”; y a los blancos: “Si queréis un día ser
perdonados, debéis olvidar vuestro apartheid”.
Esta filosofía se
encuentra en estado puro, como un diamante precioso, en todos los
discursos, los actos, los sentimientos de la gesta mandeliana.
Representa la más poderosa conjunción entre el deber de la memoria y la
fuerza del perdón. ¿De qué lejana sabiduría surge? ¿De qué tradición
religiosa emana su fuerza?
El fenómeno Mandela ha suscitado numerosas conjeturas: este hombre ha
tenido una formación al mismo tiempo de izquierdas y religiosa,
profundamente espiritual.
En realidad, surgido de un país encrucijada de
continentes, en el que cohabitaban (mal, evidentemente) diversas
comunidades (blancos protestantes, cristianos de diversas corrientes,
judíos, musulmanes, hindúes y una diversidad infinita de antiguas
creencias africanas)
, Mandela bebió de las fuentes de todas estas
culturas mezcladas y las transformó, en su calvario de prisionero de por
vida, en una feliz síntesis universalista, en un camino de reencuentro
entre seres que, para vivir juntos, deben tenderse la mano.
Consciente de la dificultad de la tarea, acepta ser el primer presidente de los negros y de los blancos
Los creyentes verían el dedo de Dios que rozaba al ser humano, a
imagen del fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; otros verían la
señal misma de la fórmula humanista de Goethe, según la cual “nada de
lo humano me es ajeno”.
Pero Mandela sabía bien que este acuerdo que
acababa de sellar con los sudafricanos blancos debía también
garantizarlo, sobre todo después de que estos hubieran sido vencidos en
Angola y en Namibia. Desde entonces, los opresores blancos tienen miedo,
hay que protegerlos de alguna manera en su capitulación y su retirada.
Y Mandela, consciente de la dificultad de la tarea, acepta ser el
primer presidente de los negros y los blancos.
Y será él quien asegurará
esta imposible transición, será él quien refrenará la cólera de los
negros, será él quien evitará el baño de sangre entre adversarios de
miras estrechas.
Su ejemplo debería ser meditado por todos aquellos que
se encuentran en medio de un conflicto trágico: los israelíes y los
palestinos, los católicos y los protestantes en Irlanda, los pueblos
divididos de la exYugoslavia, las minorías y las mayorías confesionales
de Oriente Próximo, las tribus genocidas en África, en resumen, todos
aquellos atrapados en la pasión por la diferencia excluyente y el odio
hacia el otro.
Nelson Mandela rechazará renovar su mandato como presidente de África
del Sur porque no había aceptado esa responsabilidad más que para
llevar a cabo la paz entre negros y blancos, y de este modo dará al
mundo y a los africanos en particular el ejemplo raro de un hombre
político que no se deja dominar por el goce de los privilegios del
poder.
A nosotros, al resto de la humanidad, nos habrá revelado, a
través de su humanismo africano, la parte de negritud que hay en cada
uno de nosotros, como Gandhi nos enseñó, dentro de la más bella
tradición asiática, la parte de no violencia que también nos habita.
Símbolo universal de reconciliación, de libertad y de respeto a la
dignidad, sin duda Nelson Mandela permanecerá en la memoria como el
hombre más importante del siglo XX, un hombre contra el cual la muerte
es impotente, pues se ha convertido, a su manera modesta y tranquila, en
el ejemplo mismo de la humanidad en el ser humano.