Entre saludos y vítores de alegría, minutos antes de que una bala le
destrozara el cráneo y le enviara al panteón de los mitos con 46 años,
Nellie Connally, esposa del Gobernador de Texas, se volvió hacia Kennedy
desde el asiento delantero que ocupaba en la limusina presidencial que
entraba en Elm Street y le dijo: “Bien, señor presidente, desde luego no
puede decir que Dallas no le quiera”.
La mañana del 22 de noviembre de 1963 había comenzado para John y Jacqueline Kennedy triste y gris, con lluvia, cuando el matrimonio que llevó la juventud a la Casa Blanca llegó a Fort Worth, oeste de Dallas. Poco después, cuando los Kennedy aterrizaron en Love Field –a las afueras de Dallas y otra burla del destino- el sol se abría paso y los periodistas que viajaban con el presidente constataron que el término ‘’Kennedy weather’ se probaba cierto una vez más: allá donde iba el presidente, el tiempo mejoraba y se tornaba agradable.
En las oficinas del FBI en la ciudad tejana bromeaban y quitaban importancia a los panfletos que en la mañana de la visita presidencial habían aparecido cubriendo las calles de Dallas y que decían –usando el viejo reclamo del oeste- que se buscaba a Kennedy por traición.
También esa mañana, los residentes de la pequeña metrópoli se desayunaban con lo que parecía ser un caluroso recibimiento, con una página entera de publicidad en el diario The Dallas Morning News dedicada al mandatario y que rezaba así: “Señor presidente, bienvenido a Dallas”.
Pero el anuncio era un pésimo ejercicio de sarcasmo en el que se acusaba al estadista de ser un títere de Moscú y un traidor a EE UU. Junto con su café, el presidente también recibió la prensa local, y pasando el diario su esposa Jackie le dijo: “nos adentramos en territorio de chiflados”.
Dallas ha hecho un largo recorrido desde los años en que el Ku Klux Klan marchaba por su calle principal, Main Street; desde los tiempos en que la sociedad anticomunista de John Birch tenía en la localidad uno de sus capítulos más activos; desde que el general Edwin Walker, que fue invitado a abandonar el Ejército por su adoctrinamiento derechista de las tropas, se refugió en Dallas e izó la bandera de EE UU bocabajo en la entrada de su casa. Dallas, la ciudad del oído y la vergüenza, ha vivido los últimos 50 años con el estigma de ser el escenario del crimen que conmocionó a América.
Hoy parece preparada para la catarsis que va a vivir el próximo
viernes, cuando por primera vez, la ciudad conmemore el asesinato del 35
presidente de la nación cometido con un Mannlicher-Carcano de
fabricación italiana de 12 dólares en manos de Lee Harvey Oswald, según
la versión oficial que presentó la Administración de Johnson pocos meses
después del magnicidio.
Hoy, sus habitantes –el 95% de los cuales o no vivía en la ciudad o no había nacido en el momento del crimen- se preguntan si ya ha llegado la hora de que dejen de pagar y si su remordimiento tiene, por fin, fecha de caducidad.
“Dallas ha recorrido un largo camino para sanar sus heridas”, asegura Stephen Fagin, comisario del Museo conocido como Sixth Floor Museum, antiguo depósito de libros desde cuyo sexto piso Oswald acabó con la vida de Kennedy con un rifle de mira telescópica comprado por correo.
Hoy es una isla demócrata rodeada de un mar republicano. Su alcalde, Mike Rawlings, expresidente de Pizza Hut, es demócrata.
Sus jueces son demócratas. Su sheriff, Lupe Valdez, es una lesbiana latina.
“Puede que no nos guste, pero aquel asesinato es parte de nuestra historia”, explica Fagin
. “Aunque ésta no acabó ahí”, añade el autor del libro ‘JFK, Dallas y el Sixth Floor Museum en Dealey Plaza’.
Estos día, en preparación para los actos conmemorativos del aniversario, el alcalde Rawlings ha enfatizado la importancia de que los eventos se tornen en una celebración respetuosa de la vida y legado del presidente Kennedy.
Por eso el lunes pasado se borraron de la carretera de Elm Street las dos cruces blancas que marcaban los dos lugares en lo que el presidente fue alcanzado por las balas –una en el cuello, otra en la cabeza, la tercera impactó contra el asfalto-.
“Queremos honrarle y mostrar que Dallas sí le quería entonces”, apunta el regidor, a pesar de que los datos contradigan su tesis, ya que el presidente demócrata apenas era popular en Texas, razón por la que se desplazó hasta este Estado en un acto de precampaña política con su número dos, Lyndon B. Johnson, tejano de Stonewall.
A los residentes de Dallas ya no se les trata con desdén, como se hacía en el pasado, cuando se sabe que son de la ciudad en la que cayó abatido el príncipe de Camelot.
Estos días, la prensa local recuerda que al alcalde Wes Wise -1971-1976-, un colega le preguntó por aquel entonces cómo se sentía siendo el líder de “la ciudad que mató a Kennedy” .
Frente a los telegramas de hace 50 años que pedían que la ciudad cambiase su nombre por ‘Deshonra, Texas’ o ‘Vergüenza, Texas’, pinturas alabando el amor.
Es el Dallas Love Project que cubre la ciudad, que se impone con corazones, frases de buenaventura, lemas pacifistas…
El inmenso proyecto artístico que convierte la ciudad en una enorme galería de arte dirigida por la artista gráfica ganadora del Pulitzer Karen Blessen para superar a golpe de brocha el dolor y la vergüenza del pasado
. Esto es Dallas hoy. Lejos queda la ciudad del Odio.
La mañana del 22 de noviembre de 1963 había comenzado para John y Jacqueline Kennedy triste y gris, con lluvia, cuando el matrimonio que llevó la juventud a la Casa Blanca llegó a Fort Worth, oeste de Dallas. Poco después, cuando los Kennedy aterrizaron en Love Field –a las afueras de Dallas y otra burla del destino- el sol se abría paso y los periodistas que viajaban con el presidente constataron que el término ‘’Kennedy weather’ se probaba cierto una vez más: allá donde iba el presidente, el tiempo mejoraba y se tornaba agradable.
En las oficinas del FBI en la ciudad tejana bromeaban y quitaban importancia a los panfletos que en la mañana de la visita presidencial habían aparecido cubriendo las calles de Dallas y que decían –usando el viejo reclamo del oeste- que se buscaba a Kennedy por traición.
También esa mañana, los residentes de la pequeña metrópoli se desayunaban con lo que parecía ser un caluroso recibimiento, con una página entera de publicidad en el diario The Dallas Morning News dedicada al mandatario y que rezaba así: “Señor presidente, bienvenido a Dallas”.
Pero el anuncio era un pésimo ejercicio de sarcasmo en el que se acusaba al estadista de ser un títere de Moscú y un traidor a EE UU. Junto con su café, el presidente también recibió la prensa local, y pasando el diario su esposa Jackie le dijo: “nos adentramos en territorio de chiflados”.
Dallas ha hecho un largo recorrido desde los años en que el Ku Klux Klan marchaba por su calle principal, Main Street; desde los tiempos en que la sociedad anticomunista de John Birch tenía en la localidad uno de sus capítulos más activos; desde que el general Edwin Walker, que fue invitado a abandonar el Ejército por su adoctrinamiento derechista de las tropas, se refugió en Dallas e izó la bandera de EE UU bocabajo en la entrada de su casa. Dallas, la ciudad del oído y la vergüenza, ha vivido los últimos 50 años con el estigma de ser el escenario del crimen que conmocionó a América.
El lunes pasado se borraron de la carretera de
Elm Street las dos cruces blancas que marcaban los dos lugares en lo que
el presidente fue alcanzado por las balas
Hoy, sus habitantes –el 95% de los cuales o no vivía en la ciudad o no había nacido en el momento del crimen- se preguntan si ya ha llegado la hora de que dejen de pagar y si su remordimiento tiene, por fin, fecha de caducidad.
“Dallas ha recorrido un largo camino para sanar sus heridas”, asegura Stephen Fagin, comisario del Museo conocido como Sixth Floor Museum, antiguo depósito de libros desde cuyo sexto piso Oswald acabó con la vida de Kennedy con un rifle de mira telescópica comprado por correo.
Hoy es una isla demócrata rodeada de un mar republicano. Su alcalde, Mike Rawlings, expresidente de Pizza Hut, es demócrata.
Sus jueces son demócratas. Su sheriff, Lupe Valdez, es una lesbiana latina.
“Puede que no nos guste, pero aquel asesinato es parte de nuestra historia”, explica Fagin
. “Aunque ésta no acabó ahí”, añade el autor del libro ‘JFK, Dallas y el Sixth Floor Museum en Dealey Plaza’.
Estos día, en preparación para los actos conmemorativos del aniversario, el alcalde Rawlings ha enfatizado la importancia de que los eventos se tornen en una celebración respetuosa de la vida y legado del presidente Kennedy.
Por eso el lunes pasado se borraron de la carretera de Elm Street las dos cruces blancas que marcaban los dos lugares en lo que el presidente fue alcanzado por las balas –una en el cuello, otra en la cabeza, la tercera impactó contra el asfalto-.
“Queremos honrarle y mostrar que Dallas sí le quería entonces”, apunta el regidor, a pesar de que los datos contradigan su tesis, ya que el presidente demócrata apenas era popular en Texas, razón por la que se desplazó hasta este Estado en un acto de precampaña política con su número dos, Lyndon B. Johnson, tejano de Stonewall.
A los residentes de Dallas ya no se les trata con desdén, como se hacía en el pasado, cuando se sabe que son de la ciudad en la que cayó abatido el príncipe de Camelot.
Estos días, la prensa local recuerda que al alcalde Wes Wise -1971-1976-, un colega le preguntó por aquel entonces cómo se sentía siendo el líder de “la ciudad que mató a Kennedy” .
Frente a los telegramas de hace 50 años que pedían que la ciudad cambiase su nombre por ‘Deshonra, Texas’ o ‘Vergüenza, Texas’, pinturas alabando el amor.
Es el Dallas Love Project que cubre la ciudad, que se impone con corazones, frases de buenaventura, lemas pacifistas…
El inmenso proyecto artístico que convierte la ciudad en una enorme galería de arte dirigida por la artista gráfica ganadora del Pulitzer Karen Blessen para superar a golpe de brocha el dolor y la vergüenza del pasado
. Esto es Dallas hoy. Lejos queda la ciudad del Odio.