Verdi veneró a Shakespeare
desde su juventud y se obsesionó por trasladar sus tragedias a la ópera
con la mayor fidelidad posible. Cuando leía el libreto del Hamlet
de Ambroise Thomas cabeceaba diciendo “¡Pobre papá, qué mal le han
tratado!”: aunque adoraba a Schiller y a Victor Hugo, solo a Shakespeare
le llamaba “papá”. Se han llegado a contabilizar casi trescientas
óperas basadas en piezas del Bardo, pero Verdi fue el único en lograr
tres recreaciones del calibre de Macbeth, Otello y Falstaff.
En el amenísimo Verdi’s Shakespeare: Men of Theater (Penguin, 2012), Garry Wills traza tres paralelismos esenciales entre ambos: fueron volcanes creativos (Shakespeare estrena 38 obras y Verdi, 27 óperas) al servicio de un público fiel que les reclamaba sin cesar nuevos trabajos y, sobre todo, fueron hombres de escena, siempre vinculados a sus compañías y escribiendo a la medida de sus intérpretes.
Al principio, Verdi solo podía leer a Shakespeare en italiano. Luego, poco a poco, lo hizo en inglés, ayudado por su mujer, Giuseppina, pero buscó siempre las mejores traducciones de la época. William Weaver cuenta que utilizó y comparó seis versiones para mejorar el libreto de Macbeth, a cargo de Francesco Maria Piave, y al final se decantó por la de Carlo Rusconi.
Compone la partitura en 1847, a los 34 años, por encargo del Teatro della Pergola, de Florencia. Fue su décima ópera y su primera adaptación shakespeariana, modelada para el barítono Felice Versari.
Verdi no estaba contento del trabajo de Piave: le parecía que era
poco fiel y demasiado verboso. “Poche parole!”, le insiste en varias
cartas. Pide a su amigo y colaborador Andrea Maffei que le ayude a
corregir diversos pasajes del libreto, como el coro de las brujas en el
acto tercero y la escena del sonambulismo, y se ocupa personalmente de
reescribir el aria La luce langue, de Lady Macbeth, releyendo
verso a verso, de la mano de Giuseppina, el pasaje original
. Y no solo eso. Como director, investiga la gestualidad de los sonámbulos y trabaja durante meses con la soprano Marianna Barbieri-Nini hasta extenuarla: quiere que cante en una tonalidad “dura, oscura, con algo diabólico” y que en esa escena mantenga el rostro inmóvil, los ojos fijos, sin apenas mover los labios.
Según Maffei, Verdi vio por primera vez un montaje británico de la tragedia en Londres, pocos meses después de la prèmiere de su ópera: al parecer, Shakespeare se montaba muy poco en Italia en aquella época. En 1865, cuando la revisa para el Châtelet de París, ya ha presenciado varias representaciones de Macbeth en Francia, Italia e Inglaterra, y envía un aluvión de notas a su editor francés, con planos para indicarle dónde han de estar situados los cantantes en cada acto.
También, por supuesto, modifica la partitura: añade coros, elimina un aria. El Macbeth del Châtelet tuvo menos éxito que el primero, y durante un tiempo desapareció del repertorio, pero sigue siendo la versión que más se representa.
Después del enorme éxito de Aída (1871), Verdi decide retirarse. Giulio Ricordi,
su editor italiano, sabía que solo una nueva tragedia de Shakespeare
podía hacerle volver a la escena, y le presenta al escritor y compositor
Arrigo Boito, treinta años más joven que él, con el que llevará a cabo dos de sus obras maestras de madurez: Otello (1887) y Falstaff (1893).
La gestación de Otello es lenta y trabajosa: a lo largo de diez años dejan y retoman varias veces libreto y partitura, hasta su estreno triunfal en La Scala en 1887. Otello es un magistral dramma lirico en el que Verdi se arriesga a abandonar la división en arias y recitativos alcanzando una deslumbrante fuerza coral y orquestal, con cumbres de arrebatado lirismo.
Estructuralmente hace pensar en la concentración, la velocidad y la astucia narrativa de una adaptación de Hollywood. Verdi y Boito suprimen toda la parte de Venecia: el relato comienza en Chipre con una violenta tormenta marítima, que instala al espectador en el tráfago pasional de los protagonistas.
Los personajes son más lineales, menos complejos que en el texto de Shakespeare. Yago es un malvado demoniaco (en el que algunos críticos han percibido la impronta del Mefistófeles del propio Boito), que deja muy claras sus intenciones en su memorable Credo.
El monólogo en el que Otello narraba su vida anterior se transforma en el bellísimo dúo con Desdémona, lleno de nostalgia por los comienzos de su amor, que cierra el primer acto. Queda limado el aspecto rebelde y desafiante de la muchacha, aquí tal vez excesivamente angélica, pero que encarna, como quiso Verdi, esa “línea melódica que nunca ha de cesar, de la primera a la última nota”. Lo que cuenta, pues, es la expresividad dramática de la partitura: música y canto brotan naturales, diáfanos, y culminan en un cuarto acto que probablemente sea uno de los más perfectos de la historia de la ópera.
En 1893 llega la maravilla de Falstaff, a caballo entre la commedia lirica y la ópera cómica que Verdi siempre quiso escribir. Boito trabaja a partir de Las alegres comadres de Windsor y algunas escenas del díptico de Enrique IV. Es el único libreto del que el exigentísimo músico no toca ni una coma porque lo considera “simplemente perfecto”.
Para muchos, Falstaff es incluso superior a Las alegres comadres, del mismo modo que para Auden era mejor Kiss Me Kate, de Cole Porter y Samuel y Bella Spewack, que La fierecilla domada. Falstaff puede resumirse en tres palabras: ligereza, alegría, felicidad. Felicidad, casi adolescente, de invención melódica y orquestación: cuesta creer que Verdi tenía ochenta años cuando la compuso.
Se presenta, de nuevo, en La Scala, con el barítono francés Victor Maurel en el rol protagonista, y la noche del estreno el telón, último telón para Verdi, sube y baja veinte veces.
A lo largo de su carrera quiso adaptar también La Tempestad, Hamlet y Romeo y Julieta, y en sus últimos años Boito trató, sin suerte, de que abordaran Antonio y Cleopatra.
Pero su sueño imposible fue El rey Lear, la obra de Shakespeare que más amaba. Salvatore Cammarano murió en 1852 sin concluir el primer libreto, y Antonio Somma escribió cinco versiones entre 1853 y 1856, bajo la constante supervisión del maestro: ninguna le pareció a la altura del original.
En el amenísimo Verdi’s Shakespeare: Men of Theater (Penguin, 2012), Garry Wills traza tres paralelismos esenciales entre ambos: fueron volcanes creativos (Shakespeare estrena 38 obras y Verdi, 27 óperas) al servicio de un público fiel que les reclamaba sin cesar nuevos trabajos y, sobre todo, fueron hombres de escena, siempre vinculados a sus compañías y escribiendo a la medida de sus intérpretes.
Al principio, Verdi solo podía leer a Shakespeare en italiano. Luego, poco a poco, lo hizo en inglés, ayudado por su mujer, Giuseppina, pero buscó siempre las mejores traducciones de la época. William Weaver cuenta que utilizó y comparó seis versiones para mejorar el libreto de Macbeth, a cargo de Francesco Maria Piave, y al final se decantó por la de Carlo Rusconi.
Compone la partitura en 1847, a los 34 años, por encargo del Teatro della Pergola, de Florencia. Fue su décima ópera y su primera adaptación shakespeariana, modelada para el barítono Felice Versari.
La gestación de 'Otello' es lenta y trabajosa: a lo largo de diez años dejan y retoman varias veces libreto y partitura
. Y no solo eso. Como director, investiga la gestualidad de los sonámbulos y trabaja durante meses con la soprano Marianna Barbieri-Nini hasta extenuarla: quiere que cante en una tonalidad “dura, oscura, con algo diabólico” y que en esa escena mantenga el rostro inmóvil, los ojos fijos, sin apenas mover los labios.
Según Maffei, Verdi vio por primera vez un montaje británico de la tragedia en Londres, pocos meses después de la prèmiere de su ópera: al parecer, Shakespeare se montaba muy poco en Italia en aquella época. En 1865, cuando la revisa para el Châtelet de París, ya ha presenciado varias representaciones de Macbeth en Francia, Italia e Inglaterra, y envía un aluvión de notas a su editor francés, con planos para indicarle dónde han de estar situados los cantantes en cada acto.
También, por supuesto, modifica la partitura: añade coros, elimina un aria. El Macbeth del Châtelet tuvo menos éxito que el primero, y durante un tiempo desapareció del repertorio, pero sigue siendo la versión que más se representa.
En 1893 llega la maravilla de 'Falstaff', a caballo entre la 'commedia lirica' y la ópera cómica que Verdi quiso escribir
La gestación de Otello es lenta y trabajosa: a lo largo de diez años dejan y retoman varias veces libreto y partitura, hasta su estreno triunfal en La Scala en 1887. Otello es un magistral dramma lirico en el que Verdi se arriesga a abandonar la división en arias y recitativos alcanzando una deslumbrante fuerza coral y orquestal, con cumbres de arrebatado lirismo.
Estructuralmente hace pensar en la concentración, la velocidad y la astucia narrativa de una adaptación de Hollywood. Verdi y Boito suprimen toda la parte de Venecia: el relato comienza en Chipre con una violenta tormenta marítima, que instala al espectador en el tráfago pasional de los protagonistas.
Los personajes son más lineales, menos complejos que en el texto de Shakespeare. Yago es un malvado demoniaco (en el que algunos críticos han percibido la impronta del Mefistófeles del propio Boito), que deja muy claras sus intenciones en su memorable Credo.
El monólogo en el que Otello narraba su vida anterior se transforma en el bellísimo dúo con Desdémona, lleno de nostalgia por los comienzos de su amor, que cierra el primer acto. Queda limado el aspecto rebelde y desafiante de la muchacha, aquí tal vez excesivamente angélica, pero que encarna, como quiso Verdi, esa “línea melódica que nunca ha de cesar, de la primera a la última nota”. Lo que cuenta, pues, es la expresividad dramática de la partitura: música y canto brotan naturales, diáfanos, y culminan en un cuarto acto que probablemente sea uno de los más perfectos de la historia de la ópera.
En 1893 llega la maravilla de Falstaff, a caballo entre la commedia lirica y la ópera cómica que Verdi siempre quiso escribir. Boito trabaja a partir de Las alegres comadres de Windsor y algunas escenas del díptico de Enrique IV. Es el único libreto del que el exigentísimo músico no toca ni una coma porque lo considera “simplemente perfecto”.
Para muchos, Falstaff es incluso superior a Las alegres comadres, del mismo modo que para Auden era mejor Kiss Me Kate, de Cole Porter y Samuel y Bella Spewack, que La fierecilla domada. Falstaff puede resumirse en tres palabras: ligereza, alegría, felicidad. Felicidad, casi adolescente, de invención melódica y orquestación: cuesta creer que Verdi tenía ochenta años cuando la compuso.
Se presenta, de nuevo, en La Scala, con el barítono francés Victor Maurel en el rol protagonista, y la noche del estreno el telón, último telón para Verdi, sube y baja veinte veces.
A lo largo de su carrera quiso adaptar también La Tempestad, Hamlet y Romeo y Julieta, y en sus últimos años Boito trató, sin suerte, de que abordaran Antonio y Cleopatra.
Pero su sueño imposible fue El rey Lear, la obra de Shakespeare que más amaba. Salvatore Cammarano murió en 1852 sin concluir el primer libreto, y Antonio Somma escribió cinco versiones entre 1853 y 1856, bajo la constante supervisión del maestro: ninguna le pareció a la altura del original.