Si no existieran los títulos de crédito cualquier cinéfilo
reconocería la autoría de Alex de la Iglesia en películas que no
llevaran firma
. Ese humor feroz, esa obsesión por transformar en comedia lo que es macabro, el amor hacia los personajes esperpénticos y los diálogos surrealistas aunque estén sacados del lenguaje cotidiano, la alegría infantil de utilizar la cámara como un juguete que hace milagros, la vitalidad contagiosa del contador de historias, la dinamitación de convenciones intocables, son las señas de identidad de un creador autónomo y poderoso, de alguien que se divierte haciendo su trabajo y proponiéndole retos a su imaginación. Es un gamberro genético dotado de enorme talento, un creador de aparatosas formas visuales, un estilo, un mundo, una forma de mirar la existencia tan insólita como identificable.
Este director, que no concibe la necesidad de tiempos muertos, deduce que las historias deben de comenzar muy fuerte y que el desenlace debe de ser aún más salvaje.
El arranque de Las brujas de Zugarramurdi, que describe el atraco en la Puerta del Sol de Madrid a una tienda especializada en oro a cargo de una banda de friquis a los que acompaña el niño de uno de ellos, es tan espectacular como divertida.
También su huida en taxi hacia Francia y el encuentro en los bosques de Zugarramurdi con una familia de brujas que se relamen ante el banquete que se les presenta.
Hace mucho tiempo que no sonreía, reía y me asaltaba la carcajada en el cine como en la primera hora de este frenético delirio.
Los gags, los diálogos y las situaciones no tienen desperdicio, la gracia se funde con la espectacularidad, la comicidad de los intérpretes no suena a impostada, quieres que esa fiesta verbal y visual no se acabe.
Y sabes que esos magníficos aperitivos te están preparando para el fin de fiesta, para la traca final, que Alex de la Iglesia está ansioso por montar el gran aquelarre.
Y cuando este llega, me abruma su ruido y su desmadre, me suena a ya visto y oído en tanta superproducción rutinaria volcada en la acumulación de efectos especiales, acabo saturado de tanta bruja soltando chillidos y repartiendo bocados.
Y me aburro, llega el desencanto.
Pero sería injusto insistir en los defectos del desenlace
. Durante mucho tiempo lo he pasado muy bien, he tenido la vieja sensación de que en ningún sitio se está mejor que en el cine cuando este te cautiva y te fascina, logra que aflore con naturalidad la bendita risa
. El cine de Alex de la Iglesia no es perfecto, tiene bajones por su afición al más difícil todavía, por clausurar el espectáculo con una borrachera de imágenes que pueden acreditar su fastuosa pericia técnica pero que no le hacen falta a sus insólitas historias.
Quiero imaginar que somos muchos, incluido un público joven y masivo, los que disfrutamos con el universo de este director tan exuberante como identificable, que Las brujas de Zugarramurdi va a tener eso tan fundamental llamado espectadores, y que no va a haber ninguno exigiendo que le devuelvan el precio de la entrada.
Hace años descubrí una tragicómica y deliciosa novela titulada El buda de los suburbios
. El autor era Hanif Kureishi, un escritor inglés descendiente de paquistaníes
. Le he seguido la pista desde entonces. Con subidas y bajadas, pero siempre con algo interesante que contar.
Kureishi también escribe guiones.
Suyo es el de la inteligente, elegante, agridulce y sutil Le week-end, que ha dirigido Roger Michell. La historia es intimista y aparentemente leve.
Un matrimonio inglés y sesentón, ambos profesores, deciden pasar un fin de semana en París, adonde se fueron de vacaciones hace demasiados años, cuando su unión estaba bendecida por el esplendor en la hierba.
Ya no saben si se quieren o solo se necesitan, su trabajo va a ser jubilado forzosamente, los hijos tienen su propia vida, la sombra del abandono se ha instalado en el deseo de ella y en los terrores de él
. Coquetean, discuten, se cuentan sensaciones que eran secretas, respiran angustia, intentan reconquistarse. Todo ello está descrito con gestos mínimos que revelan mucho, con una delicadeza admirable, con una complejidad emocional que implica al espectador, con protector sentido del humor, con una interpretación maravillosa de Jim Broadbent y de Lindsay Duncan, actriz muy hermosa a la que no conocía, puro talento, pura clase
. Es la mejor película que he visto hasta ahora en la sección competitiva.
. Ese humor feroz, esa obsesión por transformar en comedia lo que es macabro, el amor hacia los personajes esperpénticos y los diálogos surrealistas aunque estén sacados del lenguaje cotidiano, la alegría infantil de utilizar la cámara como un juguete que hace milagros, la vitalidad contagiosa del contador de historias, la dinamitación de convenciones intocables, son las señas de identidad de un creador autónomo y poderoso, de alguien que se divierte haciendo su trabajo y proponiéndole retos a su imaginación. Es un gamberro genético dotado de enorme talento, un creador de aparatosas formas visuales, un estilo, un mundo, una forma de mirar la existencia tan insólita como identificable.
Este director, que no concibe la necesidad de tiempos muertos, deduce que las historias deben de comenzar muy fuerte y que el desenlace debe de ser aún más salvaje.
El arranque de Las brujas de Zugarramurdi, que describe el atraco en la Puerta del Sol de Madrid a una tienda especializada en oro a cargo de una banda de friquis a los que acompaña el niño de uno de ellos, es tan espectacular como divertida.
También su huida en taxi hacia Francia y el encuentro en los bosques de Zugarramurdi con una familia de brujas que se relamen ante el banquete que se les presenta.
Hace mucho tiempo que no sonreía, reía y me asaltaba la carcajada en el cine como en la primera hora de este frenético delirio.
Los gags, los diálogos y las situaciones no tienen desperdicio, la gracia se funde con la espectacularidad, la comicidad de los intérpretes no suena a impostada, quieres que esa fiesta verbal y visual no se acabe.
Y sabes que esos magníficos aperitivos te están preparando para el fin de fiesta, para la traca final, que Alex de la Iglesia está ansioso por montar el gran aquelarre.
Y cuando este llega, me abruma su ruido y su desmadre, me suena a ya visto y oído en tanta superproducción rutinaria volcada en la acumulación de efectos especiales, acabo saturado de tanta bruja soltando chillidos y repartiendo bocados.
Y me aburro, llega el desencanto.
Pero sería injusto insistir en los defectos del desenlace
. Durante mucho tiempo lo he pasado muy bien, he tenido la vieja sensación de que en ningún sitio se está mejor que en el cine cuando este te cautiva y te fascina, logra que aflore con naturalidad la bendita risa
. El cine de Alex de la Iglesia no es perfecto, tiene bajones por su afición al más difícil todavía, por clausurar el espectáculo con una borrachera de imágenes que pueden acreditar su fastuosa pericia técnica pero que no le hacen falta a sus insólitas historias.
Quiero imaginar que somos muchos, incluido un público joven y masivo, los que disfrutamos con el universo de este director tan exuberante como identificable, que Las brujas de Zugarramurdi va a tener eso tan fundamental llamado espectadores, y que no va a haber ninguno exigiendo que le devuelvan el precio de la entrada.
Hace años descubrí una tragicómica y deliciosa novela titulada El buda de los suburbios
. El autor era Hanif Kureishi, un escritor inglés descendiente de paquistaníes
. Le he seguido la pista desde entonces. Con subidas y bajadas, pero siempre con algo interesante que contar.
Kureishi también escribe guiones.
Suyo es el de la inteligente, elegante, agridulce y sutil Le week-end, que ha dirigido Roger Michell. La historia es intimista y aparentemente leve.
Un matrimonio inglés y sesentón, ambos profesores, deciden pasar un fin de semana en París, adonde se fueron de vacaciones hace demasiados años, cuando su unión estaba bendecida por el esplendor en la hierba.
Ya no saben si se quieren o solo se necesitan, su trabajo va a ser jubilado forzosamente, los hijos tienen su propia vida, la sombra del abandono se ha instalado en el deseo de ella y en los terrores de él
. Coquetean, discuten, se cuentan sensaciones que eran secretas, respiran angustia, intentan reconquistarse. Todo ello está descrito con gestos mínimos que revelan mucho, con una delicadeza admirable, con una complejidad emocional que implica al espectador, con protector sentido del humor, con una interpretación maravillosa de Jim Broadbent y de Lindsay Duncan, actriz muy hermosa a la que no conocía, puro talento, pura clase
. Es la mejor película que he visto hasta ahora en la sección competitiva.