El club de las excéntricas
Mucho antes de que llegara el aluvión de buceadores de la memoria histórica, estaba Antonina Rodrigo.
No sola, claro está.
Pero ella fue una de las primeras en preocuparse en hacer hablar a los silentes, a toda aquella generación de desterrados o autoexiliados o reprimidos o amnésicos o demudados o simplemente que no habían tenido quien les escuchara.
Rodrigo (Granada, 1935) comenzó a rastrear biografías de personajes que nada decían en los años setenta y ochenta a pesar de todo lo que tenían que decir.
De aquellos trabajos de recuperación salieron varias obras, entre ellas Mujeres olvidadas, un título que ahora ha sido reeditado por La Esfera de los Libros, donde se rescata la vida de 15 personalidades de la política, las artes y el pensamiento que vivieron entre finales del siglo XIX y el XX.
No todas cayeron en el olvido, aunque son muy pocas las que han resistido el paso del tiempo.
Dolores Ibárruri, Pasionaria, sin duda la figura más icónica e internacional que habrá tenido nunca el partido comunista en España, es la principal excepción.
Pero ¿cuántas personas podrían ubicar hoy a María Goyri, María Blanchard, María de Maeztu (con birrete académico en la foto) o María Casares? ¿María Teresa León (en la imagen central) tiene espacio propio en nuestra memoria o la tratamos como un mero apéndice de Rafael Alberti?
En opinión de la escritora catalana ya fallecida Montserrat Roig, que escribió el prólogo para la primera edición del libro, “a María Teresa León se la conocería mucho más si no hubiera sido la compañera de Rafael Alberti”
. Y sigue: “A María Goyri, también, si no hubiera sido la mujer de Menéndez Pidal. Zenobia Camprubí (en la foto superior) entendio, avant la lettre, la crisis de valores que estamos viviendo, pero prefirió ser la ‘lengua’, la ‘mano’, el ‘pie’, la enfermera, la mecanógrafa, el chófer de su marido, el gran poeta y hombre neurótico Juan Ramón Jiménez”.
Gracias a los apuntes biográficos de Rodrigo, cada una de ellas ha recibido un salvavidas para seguir flotando en la nebulosa del recuerdo.
Dejando a un lado las políticas (además de Ibárruri, se biografían entre otras Margarita Nelken, Victoria Kent o Federica Montseny), la lectura de las peripecias vitales de la mayoría de las mujeres reseñadas genera dos efectos que parecen casi antagónicos. Por un lado asombra descubrir el talento, la energía y la visión vanguardista de muchas de estas trayectorias, que tuvieron en ocasiones impacto internacional.
Fueron en verdad pioneras –por mucho que sea una palabra ajada- en un tiempo en que el signo de los tiempos venía marcado por la incorporación de la mujer a mundos que le habían estado vedados.
Detengámonos en María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932), que había sido ninguneada en España cuando su pintura se apartó del camino trillado y que logró un pedestal propio en aquella ciudad rebosante de aspirantes a genio que fue París. Es una de las grandes del cubismo.
Según Diego Rivera, solo por detrás de Picasso
. Cuando volvió al trazo figurativo no decayó su carrera.
Uno de sus óleos, La comulgante, que se puede ver en el Museo Reina Sofía, asombró a la crítica francesa en 1921.
Blanchard tiene obras en varios museos franceses y belgas, pero poca repercusión en la historia del arte y apenas ningún eco en España.
Solo en dos ocasiones los museos estatales le han dedicado una exposición antológica, la última -entre 2012 y 2013- ha sido organizada por el Reina Sofía y la Fundación Botín.
El segundo aspecto que parece contradecir el anterior es corroborar la vuelta atrás que se produjo tras la derrota del Gobierno republicano en 1939.
Desaparecieron de escena las mujeres independientes y brillantes. En la dictadura solo había espacio para la madre y la esposa. Lo que se tuvo no se retuvo.
Las conquistas no son eternas (por si necesitamos más pruebas: asomémonos a nuestro presente).
“A veces hay que luchar por lo evidente”, decía Manuel Vázquez Montalbán.
Y recordar lo memorable. Como la historia de María de Maeztu (Vitoria, 1882-Buenos Aires, 1948) que, según Rodrigo, fue “la gran impulsora de la cultura femenina en España” y “embajadora en las universidades europeas y americanas, cuando la formación universitaria femenina daba en nuestro país los primeros pasos”. Maeztu, que estudió Magisterio y Derecho y fue discípula de Unamuno y Ortega y Gasset, pronto alcanzó fama de pedagoga brillante y, en 1915, se convirtió en la primera directora de la Residencia de Señoritas creada para acoger a las jóvenes que se desplazaban a Madrid para estudiar.
Por la institución pasaron Marie Curie, Juan Ramón Jiménez, Azorín, Ortega y Gasset y Pedro Salinas, entre otros. García Lorca, amigo de Maeztu, leyó allí su Poeta en Nueva York y ensayó obras de La Barraca.
El diplomático chileno Carlos Morla Lynch la describía así: “Notable conferenciante, pedagoga magnífica, organizadora insuperable, no se le ha tributado aún, a mi juicio, el panegírico que a su obra corresponda”.
En 1926 Maeztu se convirtió también en la primera presidenta del Lyceum Club Femenino, una organización similar a la existente en otros países europeos que perseguía “fomentar en la mujer el espíritu colectivo, facilitando el intercambio de ideas y encauzando las actividades que redunden en su beneficio”. Su dinamismo cultural –no solo tomaban el té- no gustó a todos. Antonina Rodrigo recupera algunas diatribas lanzadas por representantes religiosos:
“La sociedad haría muy bien recluyéndolas como locas o criminales, en lugar de permitirles clamar en el club contra las leyes humanas y las divinas.
El ambiente moral de la calle y de la familia ganaría mucho con la hospitalización o el confinamiento de esas féminas excéntricas y desequilibradas”. En 1939 el Lyceum Club fue confiscado por la Falange y reconvertido en el Club Medina por la Sección Femenina.
Antes del zarpazo de la guerra, María de Maeztu había peregrinado como prestigiosa conferenciante por medio mundo (fue profesora de la Universidad de Columbia y de México, dio charlas en Oxford y recidió el honoris causa del Smith College). Se convirtió en consejera de Instrucción Pública del Gobierno. Y ahí acabó su prometedora carrera en España
. El 31 de julio de 1936 fue detenido su hermano, el escritor y miembro de Acción Española Ramiro de Maeztu, fusilado tres meses después en el cementerio de Aravaca tras una de las sacas irregulares de presos ocurrida en Madrid en 1936. María abandonó España y se instaló en Buenos Aires, donde moriría en 1948. “Este prolongado destierro me produce una melancolía infinita… Me hubiera gustado tanto pasar los últimos años de mi vida en esa tierra para confundirme con ella…”, escribió.
Hoy pocos conocen la labor esencial de María de Maeztu. Libros divulgativos como el de Antonina Rodrigo contribuyen a que no se desvanezcan del todo. “Alguien dijo”, subrayó Montserrat Roig en su prólogo, “que recordar es vivir dos veces
. Y eso es tan cierto como que el olvido es una muerte doble”.