Un día de agosto del verano pasado íbamos tres amigos españoles dando
un paseo al atardecer por la cornisa marítima de Datça, deliciosa
ciudad de la costa suroeste de Turquía situada en una península que
separa el Egeo del Mediterráneo.
De repente sonó un cañonazo, y a
continuación la voz del almuédano, pero solo ese cántico, después del
estruendo, nos devolvió a la realidad religiosa: estábamos en pleno mes
de Ramadán, y el doble aviso proclamaba el fin del tiempo de ayuno,
aunque en las terrazas y bares de Datça los ciudadanos locales, hombres y
mujeres, comían y bebían y fumaban desde la hora en que llegamos
nosotros, anterior a la del almuerzo.
Había estado antes varias veces en este bellísimo país, nunca durante
el Ramadán.
Desde que, hace más de 10 años, gobierna el partido AKP,
islamista moderado según los politólogos y los periodistas occidentales,
la dicotomía entre lo nuevo y lo viejo se dejaba notar en la vestimenta
y la geografía. Estambul, y no solo en la llamada parte europea de
Gálata, Besiktas y Beyoglu cercana a Taksim, tenía un predominio de
mujeres sin velo y muy sueltas de actitud; la mujer es la medida humana
de libertad que se ha de sopesar primeramente en las sociedades
musulmanas.
Pero si el viajero se adentraba en Anatolia, en el sur más
rústico, y llegaba a la cada vez más turística costa licia, tan
atractiva y bien cuidada por las autoridades, el paisaje cambiaba.
El
velo era portado unánimemente y las mezquitas florecían, de un año a
otro, a veces plantadas con gran fealdad en descampados y carreteras,
como utilitarias estaciones de servicio para reponer el espíritu
. Y eso
en un país que tiene algunos de los monumentos religiosos más
extraordinarios de su religión, y un arquitecto clásico, Sinán, que
destaca mundialmente en un siglo tan lleno de genio constructivo como lo
fue el XVI.
Comprobar que la gente
no seguía el ayuno
en Ramadán fue una
sorpresa inesperada
Comprobar, sin embargo, como lo pudimos hacer mis amigos y yo el
verano pasado a lo largo de 20 días, que una buena parte de los turcos
observados o conocidos, en la tripulación de un barco que nos llevaba
por la costa, en los puertos de amarre, en esa poblada ciudad de Datça
donde terminó el viaje, no seguía el sacro principio del ayuno en
Ramadán, fue una sorpresa inesperada y un indicio de esperanza
libertaria; hablo naturalmente como un extranjero laico, laico en todas
las religiones existentes, incluida la autóctona.
Y como lo comprobado
en diversos puntos del país durante ese viaje no era secreto ni
clandestino, al volver lo conté a amigos musulmanes, en Madrid, en
París, en Marruecos, y todos tuvieron que hacer un gran esfuerzo de
credibilidad en mi sinceridad para aceptar que lo imposible para los
naturales de los países de implantación musulmana mayoritaria, comer y
beber en público durante las horas de ayuno anual, en la Turquía
gobernada con mano férrea por el santo varón Erdogan era común.
Aquel 11 de agosto, aún en Datça, cenamos los tres españoles al borde
de la orilla mediterránea.
La oferta de restaurantes era grande y el
pescado expuesto en los mostradores refrigerados muy apetitoso, pero en
vez de mirarles las branquias a los peces hicimos una elección
ideológica para la fritura: la tomaríamos en el Atatürk, en el que los
camareros servían uniformados con una camiseta negra estampada con la
efigie del padre de la república y el maître era una mujer joven con
pantalones y largo pelo desparramado que, al interesarme yo por esa
conexión entre gastronomía y nomenclatura política (expresándole de paso
mi admiración por la figura del histórico estadista), me regaló una
camiseta igual a la del uniforme, que conservo y he estado tentado de
ponerme estos días como gesto de pronunciamiento.
Esas imágenes esperanzadoras del verano pasado, provenientes de un
país que aún aspira a entrar en Europa y sigue gobernado por un partido
cuyas ideas sociales y morales, para mí aborrecibles, parecían haberse
templado, cobran ahora otra resonancia.
Y se han de poner en el contexto
de la terrible desilusión hacia los movimientos de la primavera árabe,
que en países de larga tradición civil como Egipto o Túnez corren el
riesgo de caer en manos de otros supuestos islamistas moderados que
están imponiendo dogmas en lugar de leyes y tolerando crímenes cometidos
contra la libertad de expresión y de género
. Claro que el dogmatismo de
las religiones de libro no solo late en el islam; pensemos en nuestro
propio imán Rouco Varela, que no necesita minarete para lanzar fatuas a
las madres gestantes, o en el obispado francés sufragando y organizando,
con consignas vaticanas, las manifestaciones de discriminación
homosexual.
"Las mezquitas son
nuestros cuarteles", dijo
el presidente poco antes
de acceder al poder
El primer ministro Erdogan, como hemos demostrado, no detiene en los
veladores a quienes comen cuando el Corán lo prohíbe.
Tampoco, que yo
sepa, ha quitado de tantísimas plazas públicas de su país las estatuas
de Mustafa Kemal, rebautizado Atatürk (Padre de los turcos) desde que
lideró las guerras anticoloniales, acabó con el Imperio Otomano y fundó
en 1923 la república laica y moderna que presidió hasta su temprana
muerte, a los 57 años, en 1938. Atatürk, un hombre apuesto y presumido,
da muy bien en las fotos y queda en las estatuas como un galán de cine
mudo forzado a posar como héroe sin espada. Pero nadie es perfecto.
Dicen que el gran propulsor de los derechos igualitarios de las mujeres
turcas, casado cumplidos ya los 40, no se llevaba bien en privado con su
esposa; en ceremonias públicas y en viajes de Estado, sin embargo, la
instauró como primera dama, algo nunca visto por esas latitudes. Me ha
hecho ilusión ver su efigie cosmopolita (le gustaba la pajarita y el
cuello duro, aunque sin desdeñar los gorros de cosaco) en las banderas
que agitan los jóvenes turcos de hoy. Protestan no solo contra un
atropello urbanístico que esconde una manipulación sectaria. También nos
recuerdan esos manifestantes que el Gobierno presidido por el moderado
Erdogan no quiere que ningún súbdito suyo beba, en ninguna fecha del
año, alcohol; que las mujeres recuperen derechos amenazados; que los
escritores y periodistas escriban lo que piensan (Reporteros Sin
Fronteras y otros organismos de defensa de la profesión sitúan a
Turquía, con 75 de ellos actualmente en prisión, en cabeza de los países
que reprimen a los informadores).
Quizá sea oportuno para terminar recordar, como lo ha hecho hace unos
días en La Vanguardia el periodista español Tomás Alcoverro, gran
conocedor de la zona, que el tres veces electo en las urnas Recep Tayyip
Erdogan sufrió una condena de 10 meses tan solo cuatro años antes de
tomar el poder por difundir este texto:
“Las mezquitas son nuestros
cuarteles, sus cúpulas nuestras lanzas, sus minaretes nuestras bayonetas
y la fe nuestros soldados”.
Lo dicho: un moderado.
Vicente Molina Foix es escritor.