El autor activa sus recuerdos de editor y periodista en su nueva obra ‘Especies en extinción'.
A Juan Cruz, quienes le conocen cometen el ligero error de
considerarle sobre todo un optimista irredento, un cascabel, vital e
intolerante con el mundo de los aguafiestas
. Pero él dice que es nostálgico. También se le puede confundir con un hombre de acción.
Pero mientras marcha sin parar busca obsesivamente la reflexión.
En lo que no cabe confusión posible es en su manera desgarrada de entregarse al oficio
. A los oficios, mejor. El de periodista y el de editor, con un puente que ha unido a ambos cuando una cosa no le permitía ejercer la contraria: sus libros.
Quizás por eso le guste José Alfredo Jiménez.
El rey de la canción mexicana aparece a cada paso de Especies en extinción (Tusquets), su nueva obra, su nueva entrega de la memoria casi nada difusa de los tiempos a los que se aferra como un hijo a las faldas de su madre. “Los recuerdos son beneficiosos y traidores.
La memoria es una hipótesis”.
Lo que resulta palpable son los años transcurridos atrás y ahora.
Por eso, Especies en extinción le ha salido tremendamente realista. “Porque es un libro sobre el tiempo”, dice, muy consciente de que quizás no haya escrito sobre otra cosa desde que publicó por primera vez Crónica de la nada hecha pedazos, allá por 1973.
Aunque este nuevo libro, a veces, hay que leerlo entre líneas.
No por mala intención, sino porque el inconsciente le juega sus pasadas y Juan Cruz, a sus 64 años, mantiene un pulso constante contra las cacareadas debacles que no le gustan.
“No morirá el papel, ni el periodismo, serán otra cosa”, reta a los agoreros. “Lo que me aturde, más que las predicciones, son los estados de ánimo de los periodistas, los libreros, los editores”.
Ha querido ser noble y seguir el consejo de su amiga y maestra para el oficio de hacer libros, la agente Carmen Balcells.
“Me advirtió que no hiciera ajustes de cuentas”.
Pero lo que sí debía hacer era reflejar esa hipótesis de la memoria enfrentada contra lo que él considera verdad. Su verdad.
Así aparecen, con sus claroscuros, virtudes y defectos, noblezas y debilidades, todo lo más granado del universo literario mundial: desde J. K. Rowling a Manuel Vicent; de Günter Grass, bailando con una pata de jamón, a Arturo Pérez Reverte, del boom al boomerang, todo el talento latinoamericano que puebla su agenda, escritores en busca de mimo constante y resguardo de la intemperie a la que les someten sus dudas. “Yo entendía que mi trabajo era cuidarlos, darles buenas noticias, ocuparme de ellos, aunque quizás ni me lo pidieran, ni lo necesitaran y pecara de ser pesado.
Me convertí en un intervencionista de su ánimo”.
Pero lo hizo —lo hace—, porque en el fondo no ha dejado de ser ni una cosa ni otra. Ni editor, ni mucho menos un periodista consciente de la suerte de poder ejercer el oficio más bello del mundo con el temor de que si no cumple con nervio y tensión, dice, “me van a echar”. Sabe diferenciar sus rasgos: “Un editor es quien asume como propia la obra ajena.
Un periodista, como decía Eugenio Scalfari, director de La Repubblica, es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”.
Pero a Juan Cruz no lo echa nadie. Ni la gente ni las circunstancias.
Quizás lo aparte algo más de todo su nieto, Oliver, que junto a José Alfredo Jiménez y el tarareo constante de Un mundo raro, son los dos personajes que más aparecen en el libro: “Me aturde no verlo crecer. En él veo al niño que no he dejado de ser.
Nunca me acostumbré al mundo de los adultos”.
. Pero él dice que es nostálgico. También se le puede confundir con un hombre de acción.
Pero mientras marcha sin parar busca obsesivamente la reflexión.
En lo que no cabe confusión posible es en su manera desgarrada de entregarse al oficio
. A los oficios, mejor. El de periodista y el de editor, con un puente que ha unido a ambos cuando una cosa no le permitía ejercer la contraria: sus libros.
Quizás por eso le guste José Alfredo Jiménez.
El rey de la canción mexicana aparece a cada paso de Especies en extinción (Tusquets), su nueva obra, su nueva entrega de la memoria casi nada difusa de los tiempos a los que se aferra como un hijo a las faldas de su madre. “Los recuerdos son beneficiosos y traidores.
La memoria es una hipótesis”.
Lo que resulta palpable son los años transcurridos atrás y ahora.
Por eso, Especies en extinción le ha salido tremendamente realista. “Porque es un libro sobre el tiempo”, dice, muy consciente de que quizás no haya escrito sobre otra cosa desde que publicó por primera vez Crónica de la nada hecha pedazos, allá por 1973.
Aunque este nuevo libro, a veces, hay que leerlo entre líneas.
No por mala intención, sino porque el inconsciente le juega sus pasadas y Juan Cruz, a sus 64 años, mantiene un pulso constante contra las cacareadas debacles que no le gustan.
“No morirá el papel, ni el periodismo, serán otra cosa”, reta a los agoreros. “Lo que me aturde, más que las predicciones, son los estados de ánimo de los periodistas, los libreros, los editores”.
Ha querido ser noble y seguir el consejo de su amiga y maestra para el oficio de hacer libros, la agente Carmen Balcells.
“Me advirtió que no hiciera ajustes de cuentas”.
Pero lo que sí debía hacer era reflejar esa hipótesis de la memoria enfrentada contra lo que él considera verdad. Su verdad.
Así aparecen, con sus claroscuros, virtudes y defectos, noblezas y debilidades, todo lo más granado del universo literario mundial: desde J. K. Rowling a Manuel Vicent; de Günter Grass, bailando con una pata de jamón, a Arturo Pérez Reverte, del boom al boomerang, todo el talento latinoamericano que puebla su agenda, escritores en busca de mimo constante y resguardo de la intemperie a la que les someten sus dudas. “Yo entendía que mi trabajo era cuidarlos, darles buenas noticias, ocuparme de ellos, aunque quizás ni me lo pidieran, ni lo necesitaran y pecara de ser pesado.
Me convertí en un intervencionista de su ánimo”.
Pero lo hizo —lo hace—, porque en el fondo no ha dejado de ser ni una cosa ni otra. Ni editor, ni mucho menos un periodista consciente de la suerte de poder ejercer el oficio más bello del mundo con el temor de que si no cumple con nervio y tensión, dice, “me van a echar”. Sabe diferenciar sus rasgos: “Un editor es quien asume como propia la obra ajena.
Un periodista, como decía Eugenio Scalfari, director de La Repubblica, es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”.
Pero a Juan Cruz no lo echa nadie. Ni la gente ni las circunstancias.
Quizás lo aparte algo más de todo su nieto, Oliver, que junto a José Alfredo Jiménez y el tarareo constante de Un mundo raro, son los dos personajes que más aparecen en el libro: “Me aturde no verlo crecer. En él veo al niño que no he dejado de ser.
Nunca me acostumbré al mundo de los adultos”.