Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

31 mar 2013

Las sopas de Mitterrand..........Una Película sobre una interesante mujer.

Una antigua cocinera del expresidente francés inspira una película y revela algunas de sus debilidades

Daniele Mazet-Delpeuch le hizo la comida al mandatario durante dos años, de 1988 a 1990, en los que mantuvo largas conversaciones con él: "Había perdido ya la ilusión en la naturaleza humana”.

 

La cocinera de François Mitterrand, Daniele Delpeuch, en un restaurante de Madrid. / SAMUEL SÁNCHEZ

Hay formas de viajar en el tiempo, de regresar a la niñez, a la pubertad o a la juventud… Hay transportes más rápidos y más lentos.
 Entre estos últimos están la memoria, el sentido de la vista, el del oído… Pero hay viajes fulminantes al pasado, inesperados, que se hacen casi sin querer, con el olfato y el gusto.
 Lo sabía bien el expresidente de Francia François Mitterrand (Jarnac, Charente, 1916 - París, 8 de enero de 1996). Quizá por eso era un gastrónomo empedernido.
 Quizá por eso, pocos años antes de morir, —antes de elegir el día exacto de su deceso y después de diez años ocultando su cáncer de páncreas—, hizo dos cosas.
 La primera fue dirigir pormenorizadamente la preparación de una última cena.
Y la segunda, contratar a una cocinera que le hiciera las comidas de su abuela en el Elíseo.
 Cuentan las leyendas, que para aquel homenaje culinario de despedida en la Navidad de 1995 cerca de Burdeos eligió un menú que incluía ostras de Marennes, foie gras, capón y un plato prohibido, coup d’effet’, unas cazuelitas con escribanos hortelanos, unos preciados pajarillos de colores.
Para cocinarle diariamente en el palacio del número 55 de la calle Faubourg Saint-Honoré de París eligió —dejándose recomendar por el chef Joel Robuchon— a Daniele Mazet-Delpeuch, una mujer del campo, del suroeste de Francia, con una debilidad muy propia de su región, Périgord: las trufas.
El presidente era feliz pero estaba cansado, no tenía nada más que esperar y quiso darse un respiro
Las trufas de Périgord son conocidas como diamantes negros, son tan caprichosas como el clima y suelen dejarse oler a finales del otoño y principios del invierno.
 Desde que los egipcios las incorporasen a su cocina, se han difundido toda clase de cuentos que perfuman, más si cabe, a estos hongos amorfos y negruzcos que se encuentran esturreados por los bosques de robles o castaños y que llevan el sabor de sus tierras en las entrañas.
 Que si son afrodisiacos, que si están endemoniados… Al expresidente francés le gustaban tanto como para dejar el despacho, bajar las escaleras hasta los sótanos de palacio y meterse en la cocina para aspirar profundamente su olor mientras las desenvolvían del trapo.
 Tanto como para sentarse allí en un taburete con su cocinera y comerse una tostada con aceite y trufa laminada… Mmm… Uno segundos de silencio y, a continuación, un viaje privado, de esos que se hacen con los ojos cerrados mientras se mastica.
Y, de regreso, una frase: “La adversité me donne la force” (“La adversidad me da la fuerza”).
Así ocurrió. La escena está contada en Carnets de cuisine du Périgord à l'Elysée, escrito por Delpeuch en 1994, dos años después de dejar el Eliseo. “Lo escribí para dejar constancia de esa experiencia, porque sabía que se me olvidarían muchas cosas de esos días”, dice esta mujer de 71 años que, desde los fogones del Eliseo, ha popularizado “la cocina burguesa francesa” por todo el mundo
. Porque ese libro, que asegura que escribió para sus nietos, ha servido de guión en el rodaje de La cocinera del presidente (Les saveurs du palais), la película del director galo Christian Vincent que se estrenó la semana pasada en los cines españoles con Catherine Frot y Jean d'Ormesson como protagonistas, en los papeles de Delpeuch y Mitterrand, respectivamente.
Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo
“El 98% de lo que se ve en la cinta es cierto”, asegura Delpeuch, que ahora recorre el mundo como embajadora de este filme que cuenta los dos años, de 1988 a 1990, que pasó junto al hombre que más tiempo fue presidente de la república francesa, de 1981 a 1996.
“Cuando yo llegué, acababan de elegirle por segunda vez, ya no tenía nada que esperar de ese cargo, simplemente no había nadie para tomarle el relevo y por eso le reeligieron”, cuenta Delpeuch, en lo que dura un café en la cafetería de un hotel de Madrid. “Él había crecido en una familia donde cocinaba la abuela junto a otra cocinera y, llegado este punto de su trayectoria vital y profesional, y teniendo en cuenta que tenía otros siete años por delante, quiso darse un respiro”, prosigue la cocinera —que sigue impartiendo cursos de cómo hacer foie gras en su granja de Périgord—.
“El presidente era feliz pero estaba un poco cansado, había perdido ya un poco la ilusión en la naturaleza humana”, agrega.
 Puede que buscara sosiego en los sabores de aquellos días porque la única directriz que le dio fue: “Hágame la cocina de mi abuela”.
Las conversaciones de horas que Delpeuch mantuvo con Mitterrand, y que dieron lugar a toda clase de intrigas y de envidias en el Eliseo, comenzaron cuando ella le pidió audiencia para que destensara las relaciones entre su pequeña cocina y la central del palacio, que se encargaba de la comida del personal.
Un director de gabinete es solo un director de gabinete y un presidente es solo un presidente
“Mi intención era trasladarle los problemas para que tomara decisiones.
 Pero siempre empezábamos y acabábamos hablando de recetas, de la preparación de los espárragos o de libros de cocina
. Era tan exigente como se ha dicho”, cuenta, quien por aquel entonces ya había trabajado seis años en Estados Unidos “para devolverle un dineral al fisco”, y había sacado adelante a sus cuatro hijos, comprado su granja y cedido un terreno a su marido.
 “Al día siguiente de esos encuentros nadie me ponía ningún problema para nada porque se corría la voz de que había pasado varias horas charlando con el presidente”, recuerda.
Según relata esta cocinera, era habitual que Mitterrand se dejara caer por su cocina. “Simplemente porque le resultaba más sencillo que llamar al servicio”. Y con tono desmitificador añade: “No había nada de sentimental en ese comportamiento. Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia
. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo [fue en esos años en los que Mitterrand instauró el salario social] , lo que en mi caso implicaba curiosidad, generosidad y humanidad hacia la gastronomía”.
Delpeuch se fue cuando consideró que “la aventura había acabado”, conoció a mucha gente importante en el Eliseo y sacó una conclusión: “Un director de gabinete es solo un director de gabinete y un presidente es solo un presidente
”. Eso sí: “Preparar una sopa diferente cada día es un arte”.

El otoño del comunista

Eugen Ruge narra el desplome de la RDA en 'En tiempos de luz menguante'

En 2011 la novela recibió el Premio del Libro que concede el gremio de libreros alemanes.

Policías de frontera de la Alemania del Este durante la caída del muro de Berlín en la puerta de
Cada vez que en Alemania se publica un libro en el que salen más de tres veces las palabras comunismo y Alemania Oriental, se levanta una tormenta en las hojas literarias de los diarios y todos susurran excitados: la gran novela sobre la RDA.
 Resultaría risible si no correspondiese, casi un cuarto de siglo después de la caída del Muro, a una demanda lectora cada vez más justificada, aparte de implicar un interrogante grave para la literatura alemana actual: ¿es realmente capaz de aportar una novela que recoja e ilumine este periodo histórico como lo hacían Berlín Alexanderplatz con la época de entreguerras, o El tambor de hojalata con los años treinta, cuarenta y cincuenta?
Lo cierto es que no han faltado libros que salían al paso de esta exagerada expectativa —Es cuento largo, del propio Günter Grass; Bajo el nombre de Norma, de Ingrid Burmeister; Simple Stories, de Ingo Schulze, por nombrar sólo los más conocidos—, pero la excesiva proximidad a las vivencias propias y ajenas de la fracasada utopía socialista ha cargado la “novela de la reunificación” de un superávit de heroicidad y bufonadas, cuando no derivaba directamente en el ajuste de cuentas; excepciones aparte, como La torre, de Uwe Tellkamp, el fascinante panorama de un microcosmos intelectual en la Dresde de los años ochenta.
En tiempos de luz menguante. Novela de una familia de Eugen Ruge. Traducción de Richard Gross. Anagrama. Barcelona, 2013. 394 páginas. 19,90 euros (electrónico, 15,99)
En tiempos de luz menguante, sin embargo, tiene poco en común con estos antecedentes. Tal vez porque su autor, Eugen Ruge (Sosva, Urales, 1954), matemático geofísico en la RDA y luego dramaturgo y guionista, ha escrito esta su primera novela en la madurez y desde la distancia del tiempo.
 Sin pretensiones estilísticas, pero con escrupulosa precisión verbal y observación crítica, cuenta la historia de una familia de comunistas y su decadencia, al compás del decaimiento de la sociedad en la que viven. Y a juzgar por la vibrante presencia de los personajes, por los a veces solo insinuados detalles íntimos de sus relaciones y por la minuciosa recreación de los espacios interiores, hay mucho de la historia propia del autor.
En todo caso, es una saga familiar que repasa con magnífica serenidad y gran sentido de la ironía medio siglo de historia alemana, oriental y occidental, haciéndonos comprender, a través de la mirada interior de los personajes, algo más de los grandes desastres políticos del siglo XX. En este sentido, la comparación con las novelas de Alfred Döblin y Günter Grass no resulta tan desencaminada.
El relato arranca en el año 2001, pero se adentra mediante sucesivos saltos en el pasado de las distintas generaciones de los Powileit-Umnitzer, en los años cincuenta, sesenta y setenta, para fijar la atención en el 1 de octubre de 1989, el noventa cumpleaños del patriarca, Wilhelm Powileit.
Este día crepuscular, no solo para Wilhelm sino también para la RDA, se describe en seis capítulos desde seis perspectivas distintas, muy divergentes entre sí: la del mismo homenajeado, un terco cascarrabias y defensor del estalinismo; la de su esposa, la amargada oportunista Charlotte; la de su hijo Kurt, destacado historiador del régimen, pero inconformista; de la esposa rusa de Kurt, Irina, que ahoga su marginación en Alemania Oriental en alcohol; la de la madre anciana de Irina, casi analfabeta y replegada en el mundo de sus recuerdos, y la del bisnieto Markus, un adolescente desconectado ya del todo del politizado contexto familiar.
Este es el procedimiento narrativo en todo el libro y su gran acierto, pues nunca juzga ni pronuncia verdades, simplemente ofrece varias versiones de la verdad.
 De este modo tan discreto como eficaz se hace transparente el funcionamiento de este pequeño y privilegiado núcleo familiar que con sus egoísmos, ideales, titubeos y deserciones interiores resulta bastante representativo para la sociedad que lo rodea.
Y si bien Eugen Ruge evita, con su racionalidad narrativa y su admirable sentido del ritmo dramático, los momentos “denunciatorios”, sabe hablar a las claras, como en la escena del discurso de condecoración del “camarada Powileit”, en la que el pacífico historiador Kurt ve toda la inconsistencia de la labor política de su padrastro: “Bien mirado y con toda objetividad, pensó Kurt mientras seguía aplaudiendo, Wilhelm fue corresponsable de que las fuerzas de la izquierda se pulverizaran mutuamente durante la década de los veinte, facilitando así la victoria del fascismo en Alemania. (…) La historia de la resistencia antifascista no era más que una historia del fracaso, de las luchas fratricidas, de los errores de juicio y la traición cometida por ‘el gran timonel’ contra aquellos que pusieron el pellejo en la clandestinidad”.
Ruge escribe una prosa eficaz y cuidada —traducida por Richard Gross con fino oído para los distintos registros verbales de cada figura—, que se lee con auténtico placer: acompaña con suma discreción giros de acción inteligentes, emociones creíbles, pequeños clímax de humor sutil. Por una vez, el Premio del Libro, que desde 2005 concede a bombo y platillo el gremio de libreros alemanes en la Feria de Fráncfort, ha galardonado una novela de sólida sustancia que perdurará.
En tiempos de luz menguante. Novela de una familia de Eugen Ruge. Traducción de Richard Gross. Anagrama. Barcelona, 2013. 394 páginas. 19,90 euros (electrónico, 15,99)

 

Sus psicodélicas majestades

Flaming Lips se pasa al lado oscuro con el álbum ‘The terror’

Su rock entre delirante y espacial la convierte en una de las bandas más interesantes de EE UU.

 

Flaming lips, con Wayne Coyne, su cantante, en primera línea.

Wayne Coyne (Pittsburgh, 1961) es uno de los tipos más parlanchines del rock. Ya avisa un periodista belga al salir de la habitación del hotel de Londres donde el cantante de Flaming Lips promociona el nuevo disco del grupo, The terror:
 “O haces que se calle o se va pasar toda la entrevista en la primera pregunta”. Entonces se oye una voz que sale de la suite.“Ese tío es bueno, me ha dicho ‘¡Calla, Wayne!’ 20 veces. Pasa, hombre”.
En el dormitorio no se ve a nadie. Coyne está en el baño en plena batalla con la tapa del retrete: “¿A qué parece un hotel elegante? Pues mira”. La levanta y se cierra sola; lo vuelve a hacer, idéntico resultado. “Un cliente debería de poder mear sujetándosela con las dos manos ¿no? En fin, da igual, sentémonos”.
Se deja caer en una silla con la misma expansividad con la que lo hace todo.
Es de esa rara especie de músicos que después de 30 años parece disfrutar enormemente en las entrevistas. De hecho parece disfrutar enormemente de la vida. “No es una tortura. Es charlar con gente interesante que ha venido de lejos. Genial ¿no?”, cuando va a contestarse suena un móvil. Le echa una mirada. “Es mi mujer. ¿Te importa?”
. No da tiempo a decir nada. “¡Hola, cariño! Mira, estoy con un periodista”, gira el móvil y aparece efectivamente su señora, de la que conocemos casi todo. Coyne tiene la costumbre de publicar fotos de ella desnuda en su Twitter. “Disculpa un segundo”, suelta y vuelve al baño.
Este grupo de inadaptados son héroes locales en Oklahoma
En la última actuación de Flaming Lips en España, en el festival SOS Murcia de 2012, vagaban los dos por la zona VIP como aristócratas venidos a menos
. Antes, el grupo había desplegado todo su arsenal en directo.
 Y es mucho. Llevan 15 años desarrollando un concepto. Lo que en 2001 era una especie de carnaval de baratillo lleno de imaginación y sentimiento se ha convertido en una grandiosa fantasía entre lo psicodélico y lo espacial, que incluye, además del consabido paseo en el interior de un balón gigante de plástico transparente sobre las cabezas del público, confeti como para una fiesta de cumpleaños de los hijos de Ana Mato, pantallas gigantes, proyecciones espectaculares o decenas de tipos disfrazados sobre el escenario.
 El único problema es que las canciones han perdido importancia entre ese despliegue visual. Y son las canciones las que les hicieron grandes. She doesn’t use jelly, en 1993, les dio un nombre entre la generación MTV, y un sitio en la confusión del grunge. Dos álbumes, Yoshimi y The soft bulletin, les insuflaron vida una década después. Eran discos mayúsculos de pop asombrosamente brillante. “En el momento de The soft bulletin, con Steven [Dordz, alma musical del grupo] metido en la heroína, pensábamos que no teníamos futuro. Lo hicimos porque creímos que era el final
. Era nuestra despedida. Cuando salió fue creciendo. Y ahora es importante para mucha gente. Eso no lo vamos a lograr otra vez. Y no hay por qué volverse loco intentándolo”, explicará luego.
Ahora Coyne y su señora hablan de un vídeo que al parecer él le ha enviado hace un rato a Oklahoma City, donde ha vivido toda su vida. Uno en el que aparece de crío, con melenas, no las cool de ahora, las de macarrilla juvenil con las que sale en el documental Fearless freaks, esa maravilla de 2002 en el que Steven Dordz aparecía inyectándose heroína mientras se definía como “basura blanca de los suburbios”.
Estos inadaptados son héroes locales. En 2009, uno de sus temas Do you realize?, de 2002, fue elegida canción rock oficial de Oklahoma por votación popular.
 Aunque tuvo que firmarla el Gobernador como orden ejecutiva: el Senado del estado se negó a aprobarla porque el tercer componente del grupo, Michael Ivins, apareció en la grada de invitados del hemiciclo con una camiseta roja con una hoz y un martillo amarillo en la parte delantera. “No fue la mejor de las ideas, pero nunca hemos sido de pensar mucho las cosas”.
Nuestro lema: ‘Sea o no música, está hecho con amor por auténticos ‘freaks”
The terror es un álbum de psicodelia oscura. “No es optimista, pero tampoco derrotista. Cuando un hombre se enfrenta a la muerte puede aterrorizarse o decir:
 ‘Qué te jodan, moriré, pero no me derrotaras”.
 Lo curioso es que hace unos meses editaban un tema que no está en el disco, Sun blows up today, que no solo es lo más parecido a una canción con potencial de éxito que han hecho en años sino que también era el tema central de una campaña de Hyundai que se estrenó en el intermedio de la Superbowl.
“Estoy de acuerdo, sería un éxito, pero qué más da.
 Es solo una cancioncilla divertida”. The terror corre el riesgo de pasar inadvertido en medio de la miríada de cosas que hacen. Ni siquiera se puede saber exactamente qué número hace.
 Si contamos Embryonic como su último lanzamiento oficial en Warner, sería el decimotercero desde 1986, pero desde Embryonic han publicado uno de colaboraciones o una calavera con un pendrive dentro con una canción de 24 horas.
“Y también un corazón de chocolate, anatómicamente correcto”, añade al listado. “Tenemos un lema: ‘Sea o no música, si es de Flaming Lips está hecho con amor por auténticos freaks’
. Y esa es la pura verdad”.

Más desigualdad, más miseria

Los expertos, preocupados por la consolidación de la brecha entre ricos y pobres.

La caída de rentas deja a 11 millones de españoles bajo del umbral de la pobreza.

Crisis, paro, pobreza y desigualdad.
El estratosférico ascenso del desempleo (26% según la última Encuesta de Población Activa, una tasa inédita en las bases estadísticas del INE) ha traído consigo no solo la caída (en ocasiones hundimiento) de las rentas de las clases medias y un mayor empobrecimiento de las bajas.
 También el ensanchamiento y la consolidación de la desigualdad, esa brecha de niveles salariales —pero también de expectativas vitales o ilusiones— que pone cada vez más distancia entre los más ricos y el resto de la sociedad (en especial, con los más pobres).
¿Cuáles son las consecuencias del avance de la miseria y el ensanchamiento de la zanja económica? Antonio Ariño, catedrático de Sociología de la Universidad de Valencia, no habla solo de fractura económica como efecto de la desigualdad, sino de fracturas, en plural.
 De un factor con efecto multiplicador “en todos los frentes” que afecta, como punto de partida, a la renta, pero que se extiende “a la sanidad, al abrir un doble modelo de aseguramiento o entre quien puede permitirse un seguro y quien no; la educativa, la cultural, la digital o la que afecta a la cobertura de las pensiones, de nuevo la dualidad pública o privada...” Afecta a todos los ámbitos de la vida:
“Desde la inseguridad ciudadana hasta la infelicidad, la incertidumbre, el consumo de ansiolíticos...”
“La preocupación por la desigualdad es por la pobreza relativa”, dice Alfonso Novales, catedrático de Economía Cuantitativa de la Universidad Complutense de Madrid. Novales habla de esos 11 millones de españoles que ya se encuentran bajo el umbral de la pobreza (con ingresos por debajo del 60% de la renta mediana estatal, unos 7.300 euros en el caso de un adulto que viva solo), como puso de manifiesto Cáritas la semana pasada en la presentación del informe Foessa.
Novales destaca, por un lado, el lastre que suponen las elevadas diferencias de renta para la capacidad de crecimiento de un país. “Bajo las mismas condiciones, los países con mayor desigualdad crecen menos”, apunta este economista. Por otro lado, subraya cómo la desigualdad reduce la capacidad que tiene el crecimiento a la hora de reducir la miseria. Así, en Estados con similares tasas de desarrollo económico, “el menos desigual en la distribución de la riqueza es más capaz de combatir la pobreza”.
Las grandes diferencias de ingresos frenan el crecimiento
Estas conclusiones se han extraído a partir de estudios que han comparado estructuras socioeconómicas de países en desarrollo.
 Sin embargo, son plantillas que se ajustan a la situación de España, a juicio del profesor de la Complutense, por lo que las conclusiones en términos de dificultad de crecimiento y de reducción de las diferencias de niveles de renta son del todo válidas.
En estos trabajos se ha observado cómo, en función de las tasas de desigualdad, hay países (los que presentan menos brechas) que, con un crecimiento reducido, son capaces de mejorar el nivel de vida de los más desfavorecidos, mientras otros (los más desequilibrados), con mayor incremento del PIB apenas reducen la pobreza.
De la zanja abierta entre ricos y pobres no hay ninguna duda
. Lo advirtió el Consejo Económico y Social (CES) en el Informe sobre distribución de la renta en España: desigualdad, cambios estructurales y ciclos a principios de mes.
Una de las conclusiones del trabajo indica que en los años ochenta, el desarrollo económico fue acompañado por la reducción de la miseria y la desigualdad.
 Este proceso “se estancó durante la expansión económica (1995-2007)” y la desigualdad “está creciendo con intensidad en esta crisis, al mismo tiempo que los niveles de exclusión social”, concluye el CES.
 En esta idea insiste el estudio Foessa: “La desigualdad se ha enquistado en nuestra estructura social”.
 Desde 2007, la distancia entre la renta del 20% de población más pudiente y el 20% más desfavorecida ha crecido casi un 30%.
El empobrecimiento de la mayoría de la población es otra evidencia, y responde al efecto combinado del paro, la reducción de salarios y los recortes en las prestaciones sociales.
 Del avance del desempleo da cuenta que haya 380.000 hogares (el 10% del total) en los que no trabaje ningún miembro. De la caída de las remuneraciones, el hecho de que, de 2007 a 2010, la llamada “pobreza laboral” —las personas que pese a trabajar no superan el umbral de la pobreza— haya pasado del 10,8% al 12,7%, como ponía sobre la mesa el Informe sobre la desigualdad de la Fundación Alternativas.
El desequilibrio es económico, pero también sanitario y emocional
El martes, la Comisión Europea advertía, literalmente, del “agravamiento de la crisis social” en España en vista de la falta de signos de mejoría en indicadores como, por ejemplo, el empleo.
En la franja baja de la miseria, está la llamada pobreza extrema (3.650 euros de renta por persona al año). Son tres millones de ciudadanos que no solo necesitan ayudas puntuales de unos servicios sociales públicos cada vez más saturados y debilitados para pagar el agua, la luz o alimentarse, como pueden ser las personas en situación de pobreza moderada.
 Además requieren de todos los esfuerzos posibles para evitar caer en la exclusión, una categoría de degradación que implica situarse al margen de la sociedad.
Gustavo García Herrero, director del albergue municipal de Zaragoza conoce bien a estas personas. “Nuestro trabajo consiste en descubrir y potenciar las capacidades laborales, formativas, familiares de esta gente para sacarlos adelante”, explica.
 A García le cuesta ser optimista. “Me preocupa la falta de expectativas, nosotros trabajamos con la motivación de las personas; y cada dato nuevo sobre la situación económica aleja un poco la salida”.
El último comunicado del Banco de España es un ejemplo de ello.
 El martes auguró una “reducción notable” de puestos de trabajo durante todo el año 2013 e incluso durante 2014
. Malas noticias para la lucha contra la desigualdad.