Una antigua cocinera del expresidente francés inspira una película y revela algunas de sus debilidades
Daniele Mazet-Delpeuch le hizo la comida al mandatario durante dos años, de 1988 a 1990, en los que mantuvo largas conversaciones con él: "Había perdido ya la ilusión en la naturaleza humana”.
Hay formas de viajar en el tiempo, de regresar a la niñez, a la
pubertad o a la juventud… Hay transportes más rápidos y más lentos.
Entre estos últimos están la memoria, el sentido de la vista, el del oído… Pero hay viajes fulminantes al pasado, inesperados, que se hacen casi sin querer, con el olfato y el gusto.
Lo sabía bien el expresidente de Francia François Mitterrand (Jarnac, Charente, 1916 - París, 8 de enero de 1996). Quizá por eso era un gastrónomo empedernido.
Quizá por eso, pocos años antes de morir, —antes de elegir el día exacto de su deceso y después de diez años ocultando su cáncer de páncreas—, hizo dos cosas.
La primera fue dirigir pormenorizadamente la preparación de una última cena.
Y la segunda, contratar a una cocinera que le hiciera las comidas de su abuela en el Elíseo.
Cuentan las leyendas, que para aquel homenaje culinario de despedida en la Navidad de 1995 cerca de Burdeos eligió un menú que incluía ostras de Marennes, foie gras, capón y un plato prohibido, coup d’effet’, unas cazuelitas con escribanos hortelanos, unos preciados pajarillos de colores.
Para cocinarle diariamente en el palacio del número 55 de la calle Faubourg Saint-Honoré de París eligió —dejándose recomendar por el chef Joel Robuchon— a Daniele Mazet-Delpeuch, una mujer del campo, del suroeste de Francia, con una debilidad muy propia de su región, Périgord: las trufas.
Las trufas de Périgord son conocidas como diamantes negros, son tan caprichosas como el clima y suelen dejarse oler a finales del otoño y principios del invierno.
Desde que los egipcios las incorporasen a su cocina, se han difundido toda clase de cuentos que perfuman, más si cabe, a estos hongos amorfos y negruzcos que se encuentran esturreados por los bosques de robles o castaños y que llevan el sabor de sus tierras en las entrañas.
Que si son afrodisiacos, que si están endemoniados… Al expresidente francés le gustaban tanto como para dejar el despacho, bajar las escaleras hasta los sótanos de palacio y meterse en la cocina para aspirar profundamente su olor mientras las desenvolvían del trapo.
Tanto como para sentarse allí en un taburete con su cocinera y comerse una tostada con aceite y trufa laminada… Mmm… Uno segundos de silencio y, a continuación, un viaje privado, de esos que se hacen con los ojos cerrados mientras se mastica.
Y, de regreso, una frase: “La adversité me donne la force” (“La adversidad me da la fuerza”).
Así ocurrió. La escena está contada en Carnets de cuisine du Périgord à l'Elysée, escrito por Delpeuch en 1994, dos años después de dejar el Eliseo. “Lo escribí para dejar constancia de esa experiencia, porque sabía que se me olvidarían muchas cosas de esos días”, dice esta mujer de 71 años que, desde los fogones del Eliseo, ha popularizado “la cocina burguesa francesa” por todo el mundo
. Porque ese libro, que asegura que escribió para sus nietos, ha servido de guión en el rodaje de La cocinera del presidente (Les saveurs du palais), la película del director galo Christian Vincent que se estrenó la semana pasada en los cines españoles con Catherine Frot y Jean d'Ormesson como protagonistas, en los papeles de Delpeuch y Mitterrand, respectivamente.
“El 98% de lo que se ve en la cinta es cierto”, asegura Delpeuch, que ahora recorre el mundo como embajadora de este filme
que cuenta los dos años, de 1988 a 1990, que pasó junto al hombre que
más tiempo fue presidente de la república francesa, de 1981 a 1996.
“Cuando yo llegué, acababan de elegirle por segunda vez, ya no tenía nada que esperar de ese cargo, simplemente no había nadie para tomarle el relevo y por eso le reeligieron”, cuenta Delpeuch, en lo que dura un café en la cafetería de un hotel de Madrid. “Él había crecido en una familia donde cocinaba la abuela junto a otra cocinera y, llegado este punto de su trayectoria vital y profesional, y teniendo en cuenta que tenía otros siete años por delante, quiso darse un respiro”, prosigue la cocinera —que sigue impartiendo cursos de cómo hacer foie gras en su granja de Périgord—.
“El presidente era feliz pero estaba un poco cansado, había perdido ya un poco la ilusión en la naturaleza humana”, agrega.
Puede que buscara sosiego en los sabores de aquellos días porque la única directriz que le dio fue: “Hágame la cocina de mi abuela”.
Las conversaciones de horas que Delpeuch mantuvo con Mitterrand, y que dieron lugar a toda clase de intrigas y de envidias en el Eliseo, comenzaron cuando ella le pidió audiencia para que destensara las relaciones entre su pequeña cocina y la central del palacio, que se encargaba de la comida del personal.
“Mi intención era trasladarle los problemas para que tomara decisiones.
Pero siempre empezábamos y acabábamos hablando de recetas, de la preparación de los espárragos o de libros de cocina
. Era tan exigente como se ha dicho”, cuenta, quien por aquel entonces ya había trabajado seis años en Estados Unidos “para devolverle un dineral al fisco”, y había sacado adelante a sus cuatro hijos, comprado su granja y cedido un terreno a su marido.
“Al día siguiente de esos encuentros nadie me ponía ningún problema para nada porque se corría la voz de que había pasado varias horas charlando con el presidente”, recuerda.
Según relata esta cocinera, era habitual que Mitterrand se dejara caer por su cocina. “Simplemente porque le resultaba más sencillo que llamar al servicio”. Y con tono desmitificador añade: “No había nada de sentimental en ese comportamiento. Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia
. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo [fue en esos años en los que Mitterrand instauró el salario social] , lo que en mi caso implicaba curiosidad, generosidad y humanidad hacia la gastronomía”.
Delpeuch se fue cuando consideró que “la aventura había acabado”, conoció a mucha gente importante en el Eliseo y sacó una conclusión: “Un director de gabinete es solo un director de gabinete y un presidente es solo un presidente
”. Eso sí: “Preparar una sopa diferente cada día es un arte”.
Entre estos últimos están la memoria, el sentido de la vista, el del oído… Pero hay viajes fulminantes al pasado, inesperados, que se hacen casi sin querer, con el olfato y el gusto.
Lo sabía bien el expresidente de Francia François Mitterrand (Jarnac, Charente, 1916 - París, 8 de enero de 1996). Quizá por eso era un gastrónomo empedernido.
Quizá por eso, pocos años antes de morir, —antes de elegir el día exacto de su deceso y después de diez años ocultando su cáncer de páncreas—, hizo dos cosas.
La primera fue dirigir pormenorizadamente la preparación de una última cena.
Y la segunda, contratar a una cocinera que le hiciera las comidas de su abuela en el Elíseo.
Cuentan las leyendas, que para aquel homenaje culinario de despedida en la Navidad de 1995 cerca de Burdeos eligió un menú que incluía ostras de Marennes, foie gras, capón y un plato prohibido, coup d’effet’, unas cazuelitas con escribanos hortelanos, unos preciados pajarillos de colores.
Para cocinarle diariamente en el palacio del número 55 de la calle Faubourg Saint-Honoré de París eligió —dejándose recomendar por el chef Joel Robuchon— a Daniele Mazet-Delpeuch, una mujer del campo, del suroeste de Francia, con una debilidad muy propia de su región, Périgord: las trufas.
Las trufas de Périgord son conocidas como diamantes negros, son tan caprichosas como el clima y suelen dejarse oler a finales del otoño y principios del invierno.
Desde que los egipcios las incorporasen a su cocina, se han difundido toda clase de cuentos que perfuman, más si cabe, a estos hongos amorfos y negruzcos que se encuentran esturreados por los bosques de robles o castaños y que llevan el sabor de sus tierras en las entrañas.
Que si son afrodisiacos, que si están endemoniados… Al expresidente francés le gustaban tanto como para dejar el despacho, bajar las escaleras hasta los sótanos de palacio y meterse en la cocina para aspirar profundamente su olor mientras las desenvolvían del trapo.
Tanto como para sentarse allí en un taburete con su cocinera y comerse una tostada con aceite y trufa laminada… Mmm… Uno segundos de silencio y, a continuación, un viaje privado, de esos que se hacen con los ojos cerrados mientras se mastica.
Y, de regreso, una frase: “La adversité me donne la force” (“La adversidad me da la fuerza”).
Así ocurrió. La escena está contada en Carnets de cuisine du Périgord à l'Elysée, escrito por Delpeuch en 1994, dos años después de dejar el Eliseo. “Lo escribí para dejar constancia de esa experiencia, porque sabía que se me olvidarían muchas cosas de esos días”, dice esta mujer de 71 años que, desde los fogones del Eliseo, ha popularizado “la cocina burguesa francesa” por todo el mundo
. Porque ese libro, que asegura que escribió para sus nietos, ha servido de guión en el rodaje de La cocinera del presidente (Les saveurs du palais), la película del director galo Christian Vincent que se estrenó la semana pasada en los cines españoles con Catherine Frot y Jean d'Ormesson como protagonistas, en los papeles de Delpeuch y Mitterrand, respectivamente.
Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo
“Cuando yo llegué, acababan de elegirle por segunda vez, ya no tenía nada que esperar de ese cargo, simplemente no había nadie para tomarle el relevo y por eso le reeligieron”, cuenta Delpeuch, en lo que dura un café en la cafetería de un hotel de Madrid. “Él había crecido en una familia donde cocinaba la abuela junto a otra cocinera y, llegado este punto de su trayectoria vital y profesional, y teniendo en cuenta que tenía otros siete años por delante, quiso darse un respiro”, prosigue la cocinera —que sigue impartiendo cursos de cómo hacer foie gras en su granja de Périgord—.
“El presidente era feliz pero estaba un poco cansado, había perdido ya un poco la ilusión en la naturaleza humana”, agrega.
Puede que buscara sosiego en los sabores de aquellos días porque la única directriz que le dio fue: “Hágame la cocina de mi abuela”.
Las conversaciones de horas que Delpeuch mantuvo con Mitterrand, y que dieron lugar a toda clase de intrigas y de envidias en el Eliseo, comenzaron cuando ella le pidió audiencia para que destensara las relaciones entre su pequeña cocina y la central del palacio, que se encargaba de la comida del personal.
“Mi intención era trasladarle los problemas para que tomara decisiones.
Pero siempre empezábamos y acabábamos hablando de recetas, de la preparación de los espárragos o de libros de cocina
. Era tan exigente como se ha dicho”, cuenta, quien por aquel entonces ya había trabajado seis años en Estados Unidos “para devolverle un dineral al fisco”, y había sacado adelante a sus cuatro hijos, comprado su granja y cedido un terreno a su marido.
“Al día siguiente de esos encuentros nadie me ponía ningún problema para nada porque se corría la voz de que había pasado varias horas charlando con el presidente”, recuerda.
Según relata esta cocinera, era habitual que Mitterrand se dejara caer por su cocina. “Simplemente porque le resultaba más sencillo que llamar al servicio”. Y con tono desmitificador añade: “No había nada de sentimental en ese comportamiento. Yo tenía el poder en la cocina y él en su sitio. Había confianza y distancia
. Era un hombre que respetaba mucho al personal y el trabajo [fue en esos años en los que Mitterrand instauró el salario social] , lo que en mi caso implicaba curiosidad, generosidad y humanidad hacia la gastronomía”.
Delpeuch se fue cuando consideró que “la aventura había acabado”, conoció a mucha gente importante en el Eliseo y sacó una conclusión: “Un director de gabinete es solo un director de gabinete y un presidente es solo un presidente
”. Eso sí: “Preparar una sopa diferente cada día es un arte”.