28 mar 2013
Cerebro de delincuente
Los 96 reclusos forman en fila india. Es su último día en prisión,
pero antes de salir a la calle tienen que pasar por una última prueba:
el detector de futura criminalidad.
De uno en uno entran en la sala donde los médicos les colocan una especie de casquete
. Sentados frente a un ordenador, los todavía reos tienen que responder a preguntas y usar unos videojuegos.
Parece un examen del carné de conducir.
Pero no les vale haberse entrenado ni saberse las respuestas.
Al otro lado del cristal, un monitor va procesando sus estímulos cerebrales
. Al ver los resultados de uno de ellos en pantalla, el doctor Khiel lanza una mirada cómplice al alcaide: “Este”, apunta. No necesita decir más. El director de la cárcel se vuelve hacia su ayudante: “Toma nota. El recluso 4.567 quedará libre, pero con vigilancia especial.
Antes de que pasen cuatro años lo volveremos a tener aquí”. No es una película. Y, si lo fuera, no sería muy original, porque Spielberg, en su adaptación del relato Minority report de Philip K. Dick (1956), ya usó un argumento similar.
Pero si quisiéramos hacer una nueva versión de la película, la frase de que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia” no se podría usar. Más bien, para ser justos con los derechos de propiedad intelectual, en los títulos de crédito debería figurar otra que dijera: “Basada en una historia sacada de Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) en su versión recogida por Science y Nature”. No es poca cosa como fuente de inspiración: se trata de tres de las publicaciones científicas más importantes del mundo.
Las bases reales de este supuesto guion se están escribiendo en estos momentos.
Las pruebas de neuroimagen son una herramienta cargada de posibilidades entre los investigadores. En este caso se utilizaron para medir la probabilidad de reincidir de un grupo de convictos. Y en ciencia, ya se sabe, después del primer paso vienen los demás. Y la idea de predecir el comportamiento —más aún el criminal— por métodos científicos es tentadora.
Ya lo intentó Cesare Lomboso en el siglo XIX, con su intento de identificar y clasificar a los delincuentes en particular o a las personas en general por su aspecto. La teoría, nunca comprobada, tuvo bastante éxito, y sus coletazos llegaron hasta Antonio Vallejo Nájera e incluso a Gregorio Marañón. El franquismo en España intentó usar algo similar para identificar a rojos y otros desafectos, con sentencias en las que “la mirada” o “el prognatismo” se asociaban a comportamientos perseguibles.
En este caso, se utilizó neuroimagen para ver qué pasaba en una diminuta porción del cerebro, el córtex del cíngulo anterior (CCA). En concreto, los investigadores de la ONG Mind Research Network de Albuquerque (Nuevo México) consiguieron el permiso para estudiar el cerebro de 96 hombres justo antes de salir de prisión. Los sometieron a una serie de preguntas y pruebas en las que tenían que poner en juego su sistema de toma de decisiones o inhibir sus respuestas más impulsivas. Con la resonancia magnética midieron la actividad del CCA de cada uno durante el proceso.
Esta fue solo la primera parte del ensayo. Aunque todos habían sido condenados y todos respondían a los mismos estímulos, la actividad del CCA era variable. En unos se detectaba el aumento propio de un funcionamiento acelerado; en otros, nada.
El experimento se completó con un seguimiento de la reincidencia de estos voluntarios durante cuatro años. Y el resultado llegó al cruzar los datos de aquella primera prueba de neuroimagen con su registro delictivo: aquellos que mostraban una menor actividad en el CCA tenían unas tasas de reingreso en prisión 2,6 veces mayor que los demás. Más aún: la proporción subía a 4,3 veces si se tomaban solo delitos no violentos. Y todo ello después de descartar el efecto en el futuro comportamiento de los investigados de factores como la adicción a sustancias.
El supuesto doctor Khiel de la historia (un nombre no tan ficticio porque Kent Khiel es el neurólogo de la ONG que ha dirigido el trabajo) tenía, por tanto, una base seria para advertir al alcaide del riesgo potencial de quienes iba a poner en libertad.
La tentación inmediata de esta historia sería hacer la prueba de la neuroimagen a todo el que vaya a dejar la cárcel. En función del resultado, ya se sabría a quién habría que poner especial vigilancia. Quizá, llegado al extremo, se podría pensar en no excarcelarlo. Aún más, siguiendo el giro que dio Spielberg a la historia, ni siquiera habría que esperar a que las personas delincan por primera vez: se les podría detener antes de que lo hicieran. Pero los propios autores del estudio descartan que esto pueda usarse tal cual. Con los pies en la tierra, Khiel, el neurólogo real que ha dirigido el trabajo, es categórico: “No es algo para aplicar ya”.
Sin embargo, el estudio no deja indiferente a los científicos. Miquel Bernardo, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica (SEPB), empieza por destacar la importancia de las publicaciones en las que se ha presentado. No es un guion destinado a consumo masivo y a ser disfrutado con un cubo de palomitas. Pero, en su papel de representante del mundo de la ciencia, a renglón seguido, advierte contra la traslación tal cual de los resultados de las técnicas de neuroimagen. Estas “han creado expectativas muy esperanzadoras y optimistas para la predicción y tratamiento de conductas y enfermedades mentales”, pero este entusiasmo “va por oleadas” y “ahora se está enfriando”, advierte, de una manera similar a lo que ocurrió con el Proyecto Genoma de hace más de 10 años, que causó una fiebre por identificar genes relacionados con todo, desde obesidad a autismo, y ahora mismo esas informaciones, valiosas sin duda, pasan ya desapercibidas.
Lo ideal, indica el experto, sería que se pudiera asociar un área del cerebro de manera unívoca a una conducta, pero el comportamiento humano es tan complejo que eso no es posible, por lo que todos estos estudios hay que tomarlos como “ayudas o pistas”, pero “nunca de manera definitiva”, dice Bernardo. “Lo que está claro es que en el cerebro está el sustrato de la conducta humana”. Con algo más de poesía, el neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás decía en una entrevista concedida a este periódico en 2009 que “el alma está en el cerebro”.
Según este estudio, la variación en la actividad cerebral puede asociarse a la comisión de delitos pasados o futuros, pero la psicóloga forense Rocío Gómez Hermoso cree que tal y como este está diseñado el estudio no sirve para discriminar si la neuroimagen refleja una causa o un efecto. “Si es un efecto del comportamiento anterior, no serviría de nada”.
Lo que está detrás de estos intentos es la base de las disquisiciones sobre el comportamiento humano desde hace 30 siglos: si nacemos de una manera o nos hacemos. Se puede aplicar a prácticamente todo: inteligencia, orientación sexual, propensión a delinquir, bondad —el hombre como lobo para el hombre de Hobbes o el buen salvaje al que la sociedad corrompe de Rousseau— o la creatividad. Trasladado al lenguaje de hace medio siglo, es el debate entre genotipo, lo innato, y fenotipo, lo adquirido. Santiago Ramón y Cajal lo complicó todo más y lo llevó al mundo más científico al describir la plasticidad del cerebro: este determina lo que hacemos, pero cambia según lo que nos pasa.
Desde su desarrollo, la neuroimagen se ha usado para medir qué pasa en el cerebro en todo tipo de situaciones: al sentir hambre o ira, al estar sano o enfermo, al leer, al recordar, al conducir, y también en otras donde parece que el aparataje necesario (una especie de secador de pelo que es el encargado de medir qué partes del cerebro se activan —o no— en cada momento) es más complicado de aplicar, como al practicar sexo o arbitrar un partido de fútbol.
Obviamente, Khiel no había elegido estudiar el CCA al azar.Ya en pruebas más generales se había visto que el CCA, como indica en un artículo John Allman, del California Institute of Techonology (Caltec), era un área de “interfaz entre la emoción y el conocimiento”, con competencias sobre el “autocontrol emocional, la resolución de problemas, el reconocimiento de errores y una respuesta adaptativa a condiciones cambiantes en yuxtaposición con las emociones”. Por todo esto, no se ha estudiado todo el cerebro. La elección del área sobre la que se investigó, el CCA, es lógica. “Está relacionada con la impulsividad y el autocontrol”, resume Bernardo. “Una desregulación de este área significaría vulnerabilidad ante cierto tipo de conductas”, añade.
No es que los científicos tengan especial predilección por el CCA (aunque su riqueza potencial lo justificaría). Cada emoción y actividad se corresponde con una o varias zonas del cerebro, desde respirar a pensar en física cuántica. O, al menos, eso es lo que creemos. Y es que el sistema neurológico es, seguramente, el más desconocido del cuerpo humano. Su núcleo, encerrado por los fuertes huesos del cráneo, es el cerebro, el órgano más misterioso. Resulta casi imposible de manipular en vivo. Como si se le pudiera aplicar el principio de incertidumbre de Heisenberg, medirlo implicaría alterarlo. Y de ahí el auge de las técnicas de imagen, como la resonancia, que son las que más se acercan a ver cómo funcionan sus engranajes sin tener que entrar dentro de él.
Por eso, Bernardo cree que la lectura positiva que se puede sacar de este trabajo, más que lo “exótico” de sus planteamientos —el juego mental sobre el posible guion que saldría de la historia—, es que se avanza en dirección hacia unos “nuevos biomarcadores”. Si en otras enfermedades, como el cáncer, se buscan proteínas o células que indiquen lo que le pasa al paciente, en el caso de las enfermedades mentales las técnicas de imagen pueden ser un agente fundamental, “y no solo para predecir conductas, sino, más importante, para definir tratamientos”, añade el psiquiatra. “Tiene una utilidad funcional y estructural para validar diagnósticos, tratamientos y efectuar pronósticos”.
Centrada en el trabajo, Rocío Gómez Hermoso, psicóloga forense desde 1995, señala las debilidades que ve en el estudio
. Aunque reconoce lo atractivo que puede resultar, “concluir algo de un trabajo tan incipiente es problemático”, afirma.
Para la psicóloga de vigilancia penitenciaria, hay tres inconvenientes grandes en el artículo. “Son solo 96 personas, que son pocas, solo se las sigue durante cuatro años y falta comparar con el resultado que darían en la prueba personas que no hubieran estado en prisión”
. “Tampoco sabemos la tipología exacta ni a violencia de sus delitos”. “De hecho, los propios autores reconocen que no saben cómo pueden influir otros elementos”, indica la psicóloga.
Contra los fuegos artificiales de una tecnología muy llamativa pero con resultados controvertidos, Gómez Hermoso ofrece la realidad del día a día de su trabajo. “Estamos haciendo un estudio con 150 personas que hemos evaluado, y hemos acertado —tanto para indicar que van a reincidir como que no— en el 96% de los casos”.
Para ello, Gómez Hermoso y su equipo han recurrido a la metodología tradicional: “Medir mediante entrevistas, la observación y las guías de valoración, básicamente la asunción de la autoría y su responsabilidad; analizar si existen o no rasgos psicopáticos”
. Por eso, asegura: “Ni tenemos el equipamiento para hacer esas mediciones de neuroimagen, ni lo necesitamos”.
O, por lo menos, no lo necesita de momento.
De uno en uno entran en la sala donde los médicos les colocan una especie de casquete
. Sentados frente a un ordenador, los todavía reos tienen que responder a preguntas y usar unos videojuegos.
Parece un examen del carné de conducir.
Pero no les vale haberse entrenado ni saberse las respuestas.
Al otro lado del cristal, un monitor va procesando sus estímulos cerebrales
. Al ver los resultados de uno de ellos en pantalla, el doctor Khiel lanza una mirada cómplice al alcaide: “Este”, apunta. No necesita decir más. El director de la cárcel se vuelve hacia su ayudante: “Toma nota. El recluso 4.567 quedará libre, pero con vigilancia especial.
Antes de que pasen cuatro años lo volveremos a tener aquí”. No es una película. Y, si lo fuera, no sería muy original, porque Spielberg, en su adaptación del relato Minority report de Philip K. Dick (1956), ya usó un argumento similar.
Pero si quisiéramos hacer una nueva versión de la película, la frase de que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia” no se podría usar. Más bien, para ser justos con los derechos de propiedad intelectual, en los títulos de crédito debería figurar otra que dijera: “Basada en una historia sacada de Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) en su versión recogida por Science y Nature”. No es poca cosa como fuente de inspiración: se trata de tres de las publicaciones científicas más importantes del mundo.
Las bases reales de este supuesto guion se están escribiendo en estos momentos.
Las pruebas de neuroimagen son una herramienta cargada de posibilidades entre los investigadores. En este caso se utilizaron para medir la probabilidad de reincidir de un grupo de convictos. Y en ciencia, ya se sabe, después del primer paso vienen los demás. Y la idea de predecir el comportamiento —más aún el criminal— por métodos científicos es tentadora.
Ya lo intentó Cesare Lomboso en el siglo XIX, con su intento de identificar y clasificar a los delincuentes en particular o a las personas en general por su aspecto. La teoría, nunca comprobada, tuvo bastante éxito, y sus coletazos llegaron hasta Antonio Vallejo Nájera e incluso a Gregorio Marañón. El franquismo en España intentó usar algo similar para identificar a rojos y otros desafectos, con sentencias en las que “la mirada” o “el prognatismo” se asociaban a comportamientos perseguibles.
En este caso, se utilizó neuroimagen para ver qué pasaba en una diminuta porción del cerebro, el córtex del cíngulo anterior (CCA). En concreto, los investigadores de la ONG Mind Research Network de Albuquerque (Nuevo México) consiguieron el permiso para estudiar el cerebro de 96 hombres justo antes de salir de prisión. Los sometieron a una serie de preguntas y pruebas en las que tenían que poner en juego su sistema de toma de decisiones o inhibir sus respuestas más impulsivas. Con la resonancia magnética midieron la actividad del CCA de cada uno durante el proceso.
Esta fue solo la primera parte del ensayo. Aunque todos habían sido condenados y todos respondían a los mismos estímulos, la actividad del CCA era variable. En unos se detectaba el aumento propio de un funcionamiento acelerado; en otros, nada.
El experimento se completó con un seguimiento de la reincidencia de estos voluntarios durante cuatro años. Y el resultado llegó al cruzar los datos de aquella primera prueba de neuroimagen con su registro delictivo: aquellos que mostraban una menor actividad en el CCA tenían unas tasas de reingreso en prisión 2,6 veces mayor que los demás. Más aún: la proporción subía a 4,3 veces si se tomaban solo delitos no violentos. Y todo ello después de descartar el efecto en el futuro comportamiento de los investigados de factores como la adicción a sustancias.
El supuesto doctor Khiel de la historia (un nombre no tan ficticio porque Kent Khiel es el neurólogo de la ONG que ha dirigido el trabajo) tenía, por tanto, una base seria para advertir al alcaide del riesgo potencial de quienes iba a poner en libertad.
La tentación inmediata de esta historia sería hacer la prueba de la neuroimagen a todo el que vaya a dejar la cárcel. En función del resultado, ya se sabría a quién habría que poner especial vigilancia. Quizá, llegado al extremo, se podría pensar en no excarcelarlo. Aún más, siguiendo el giro que dio Spielberg a la historia, ni siquiera habría que esperar a que las personas delincan por primera vez: se les podría detener antes de que lo hicieran. Pero los propios autores del estudio descartan que esto pueda usarse tal cual. Con los pies en la tierra, Khiel, el neurólogo real que ha dirigido el trabajo, es categórico: “No es algo para aplicar ya”.
Sin embargo, el estudio no deja indiferente a los científicos. Miquel Bernardo, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica (SEPB), empieza por destacar la importancia de las publicaciones en las que se ha presentado. No es un guion destinado a consumo masivo y a ser disfrutado con un cubo de palomitas. Pero, en su papel de representante del mundo de la ciencia, a renglón seguido, advierte contra la traslación tal cual de los resultados de las técnicas de neuroimagen. Estas “han creado expectativas muy esperanzadoras y optimistas para la predicción y tratamiento de conductas y enfermedades mentales”, pero este entusiasmo “va por oleadas” y “ahora se está enfriando”, advierte, de una manera similar a lo que ocurrió con el Proyecto Genoma de hace más de 10 años, que causó una fiebre por identificar genes relacionados con todo, desde obesidad a autismo, y ahora mismo esas informaciones, valiosas sin duda, pasan ya desapercibidas.
Lo ideal, indica el experto, sería que se pudiera asociar un área del cerebro de manera unívoca a una conducta, pero el comportamiento humano es tan complejo que eso no es posible, por lo que todos estos estudios hay que tomarlos como “ayudas o pistas”, pero “nunca de manera definitiva”, dice Bernardo. “Lo que está claro es que en el cerebro está el sustrato de la conducta humana”. Con algo más de poesía, el neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás decía en una entrevista concedida a este periódico en 2009 que “el alma está en el cerebro”.
Según este estudio, la variación en la actividad cerebral puede asociarse a la comisión de delitos pasados o futuros, pero la psicóloga forense Rocío Gómez Hermoso cree que tal y como este está diseñado el estudio no sirve para discriminar si la neuroimagen refleja una causa o un efecto. “Si es un efecto del comportamiento anterior, no serviría de nada”.
Lo que está detrás de estos intentos es la base de las disquisiciones sobre el comportamiento humano desde hace 30 siglos: si nacemos de una manera o nos hacemos. Se puede aplicar a prácticamente todo: inteligencia, orientación sexual, propensión a delinquir, bondad —el hombre como lobo para el hombre de Hobbes o el buen salvaje al que la sociedad corrompe de Rousseau— o la creatividad. Trasladado al lenguaje de hace medio siglo, es el debate entre genotipo, lo innato, y fenotipo, lo adquirido. Santiago Ramón y Cajal lo complicó todo más y lo llevó al mundo más científico al describir la plasticidad del cerebro: este determina lo que hacemos, pero cambia según lo que nos pasa.
Desde su desarrollo, la neuroimagen se ha usado para medir qué pasa en el cerebro en todo tipo de situaciones: al sentir hambre o ira, al estar sano o enfermo, al leer, al recordar, al conducir, y también en otras donde parece que el aparataje necesario (una especie de secador de pelo que es el encargado de medir qué partes del cerebro se activan —o no— en cada momento) es más complicado de aplicar, como al practicar sexo o arbitrar un partido de fútbol.
Obviamente, Khiel no había elegido estudiar el CCA al azar.Ya en pruebas más generales se había visto que el CCA, como indica en un artículo John Allman, del California Institute of Techonology (Caltec), era un área de “interfaz entre la emoción y el conocimiento”, con competencias sobre el “autocontrol emocional, la resolución de problemas, el reconocimiento de errores y una respuesta adaptativa a condiciones cambiantes en yuxtaposición con las emociones”. Por todo esto, no se ha estudiado todo el cerebro. La elección del área sobre la que se investigó, el CCA, es lógica. “Está relacionada con la impulsividad y el autocontrol”, resume Bernardo. “Una desregulación de este área significaría vulnerabilidad ante cierto tipo de conductas”, añade.
No es que los científicos tengan especial predilección por el CCA (aunque su riqueza potencial lo justificaría). Cada emoción y actividad se corresponde con una o varias zonas del cerebro, desde respirar a pensar en física cuántica. O, al menos, eso es lo que creemos. Y es que el sistema neurológico es, seguramente, el más desconocido del cuerpo humano. Su núcleo, encerrado por los fuertes huesos del cráneo, es el cerebro, el órgano más misterioso. Resulta casi imposible de manipular en vivo. Como si se le pudiera aplicar el principio de incertidumbre de Heisenberg, medirlo implicaría alterarlo. Y de ahí el auge de las técnicas de imagen, como la resonancia, que son las que más se acercan a ver cómo funcionan sus engranajes sin tener que entrar dentro de él.
Por eso, Bernardo cree que la lectura positiva que se puede sacar de este trabajo, más que lo “exótico” de sus planteamientos —el juego mental sobre el posible guion que saldría de la historia—, es que se avanza en dirección hacia unos “nuevos biomarcadores”. Si en otras enfermedades, como el cáncer, se buscan proteínas o células que indiquen lo que le pasa al paciente, en el caso de las enfermedades mentales las técnicas de imagen pueden ser un agente fundamental, “y no solo para predecir conductas, sino, más importante, para definir tratamientos”, añade el psiquiatra. “Tiene una utilidad funcional y estructural para validar diagnósticos, tratamientos y efectuar pronósticos”.
Centrada en el trabajo, Rocío Gómez Hermoso, psicóloga forense desde 1995, señala las debilidades que ve en el estudio
. Aunque reconoce lo atractivo que puede resultar, “concluir algo de un trabajo tan incipiente es problemático”, afirma.
Para la psicóloga de vigilancia penitenciaria, hay tres inconvenientes grandes en el artículo. “Son solo 96 personas, que son pocas, solo se las sigue durante cuatro años y falta comparar con el resultado que darían en la prueba personas que no hubieran estado en prisión”
. “Tampoco sabemos la tipología exacta ni a violencia de sus delitos”. “De hecho, los propios autores reconocen que no saben cómo pueden influir otros elementos”, indica la psicóloga.
Contra los fuegos artificiales de una tecnología muy llamativa pero con resultados controvertidos, Gómez Hermoso ofrece la realidad del día a día de su trabajo. “Estamos haciendo un estudio con 150 personas que hemos evaluado, y hemos acertado —tanto para indicar que van a reincidir como que no— en el 96% de los casos”.
Para ello, Gómez Hermoso y su equipo han recurrido a la metodología tradicional: “Medir mediante entrevistas, la observación y las guías de valoración, básicamente la asunción de la autoría y su responsabilidad; analizar si existen o no rasgos psicopáticos”
. Por eso, asegura: “Ni tenemos el equipamiento para hacer esas mediciones de neuroimagen, ni lo necesitamos”.
O, por lo menos, no lo necesita de momento.
Recuerdos de Miguel Hernández
Recuerdos de Miguel Hernández
Por: Winston Manrique Sabogal28/03/2013
De El rayo que no cesa
Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.
Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro pegada.
Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser critatura idolatrada,
embisto a tus zapatos y a sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores. (...)
Hoy hace 71 años murió Miguel Hernández, con tan solo 31 años, en la enfermería de la prisión de Alicante. Su condena a muerte durante el franquismo ha llegado a la ONU. Dramaturgo y poeta español que cantó a la vida y a la libertad:
VIENTOS DEL PUEBLO ME LLEVAN
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España. (...)
Cantando espero a la muerte,
que hay de ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
El suyo fue un pensamiento claro frente a la democracia y contra el autoritarismo, la fuerza y la injusticia, la Guerra Civil. Una de las tantas ideas de este poeta de quien en 2010 se conmemoró el centenario de su nacimiento en Orihuela (Alicante). Hernández falleció de tuberculosis el 28 de marzo de 1942 en el Reformatorio de Adultos de Alicante tras haber padecido un calvario de persecusión por parte del franquismo, pues estuvo en varias prisiones por haber defendido la República. (Artículos sobre Miguel Hernández en EL PAÍS)
Un buen momento para rendir homenaje a este gran poeta. Los invito a recordar y compartir algunos de los poemas o versos de Miguel Hernández.
La condena a muerte de Miguel Hernández llega a la ONU.
La película de vender ropa
Los ‘fashion films’, o cortos de moda, se consolidan como género autónomo y herramienta imprescindible para el futuro del sector textil.
Puede que esta afirmación parezca un tanto desmesurada, pero Nick Knight la defiende con argumentos incontestables.
El fundador de ShowStudio, plataforma líder en el mercado de los cortos promocionales, recuerda que, de Zara a Prada, no existe marca relevante que no se haya sumado a esta tendencia. El objetivo: explorar las posibilidades de un producto que, si bien continúa definiendo sus códigos, se ha distanciado de los anuncios tradicionales para satisfacer otras necesidades específicas de la era 2.0, tal y como recoge el documental Fashion Film, que Canal + estrena este viernes.
“Durante un siglo, todo giraba en torno a los desfiles privados. Solo una pequeña élite de periodistas y fotógrafos tenían acceso a las colecciones, que reinterpretaban para el público a través de sus revistas pasados cuatro meses.
Ahora, los fashion films, que pueden producirse a partir de 5.000 euros, se han consolidado como la mejor herramienta para que grandes marcas y diseñadores emergentes muestren su mensaje sin intermediarios, casi al instante y en movimiento”, resume Nico Montanari, del Berlin Fashion Film Festival.
“La publicidad clásica va dirigida al mercado de masas.
Pero estos cortos ofrecen a los productos de lujo la posibilidad de transmitir su mensaje de una forma más sutil. Nos permite llegar a una audiencia global y, sobre todo, a una generación que está constantemente en la Red”
. El que habla así es Sidney Toledano, director general de Dior, una de las firmas que más intensamente ha abrazado el fenómeno, reclutando para sus minipelículas a realizadores como David Lynch u Olivier Dahan (La vie en Rose).
No es un caso aislado: Roman Polanski rodó A therapy (con Ben Kingsley y Helena Bonham Carter como protagonistas) para Prada en 2012; Sofia Coppola ha firmado fashion films para H&M y Dior; y los hermanos Quay, para Commes des Garçons. Incluso Lena Dunham, creadora de la serie estadounidense Girls, acaba de facturar un corto para la diseñadora Rachel Antonoff.
Contar con estos créditos parece una carambola estratégica perfecta, el siguiente nivel en la ciencia de la comunicación de marca. Porque, además de reforzar la imagen de la compañía y la notoriedad de la campaña, captan un extra de atención mediática, según apunta el realizador Álvaro de la Herrán en el documental de Canal +.
Pero, en opinión de Knight, el sello hollywoodiense no es siempre sinónimo de éxito.
De la misma forma que la fotografía de moda constituye una categoría al margen del periodismo gráfico, los fashion films presentan códigos y necesidades distintas de las del cine tradicional. “Se trata de acentuar la belleza de las prendas en movimiento, de crear piezas emotivas que nos hagan desear poseer un objeto.
Y uno de los fallos más comunes es empeñarse en darles una estructura narrativa. La ropa cuenta una historia por sí misma y modelos como Kate Moss y Karlie Kloss, mejor que muchas actrices, son capaces de leerla y transmitirla”.
En un género tan nuevo y que aún está definiendo su identidad hay más debates que axiomas formales, pero, afortunadamente, comienzan a corregirse ciertos despropósitos iniciales. “Algunas firmas proponían simplemente anuncios muy largos. Eran totalmente ineficaces: nadie quiere pasarse 10 minutos viendo un aburrido vídeo sobre un bolso. ¿Quién va a retuitear un tostón sin valor añadido?”, se pregunta el fundador de ShowStudio.
Aunque a veces la caprichosa viralidad se rinde ante trabajos que lejos de celebrar la idiosincrasia del género lo parodian
. Este es el caso del corto de la firma Vena Cava, en el que la actriz Lizzy Caplan se regodea en los tópicos más pretenciosos de los fashion films: coronas de flores, patines, pequeños ponis y ukeleles.
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