“¡Estás igual que siempre, el tiempo no pasa para ti! Sin embargo,
yo… mírame, estoy hecho un viejito”. Se ha levantado guasón Devendra
Banhart, (Houston, 1981) teniendo en cuenta que la entrevista es por
teléfono.
Han pasado cuatro años entre el mediocre What will we be, y este Mala, mucho más delicado, preciosista y agradable de escuchar.
Parecen más si se considera que entre su debut, en 2002, y 2009 editó siete álbumes. “Lo que ha pasado es que dediqué este tiempo al arte visual.
Tuve mi primera exposición individual en Nueva York el mismo mes en el que publiqué mi primer disco. Pero nunca le presté el interés que debía. Editar un álbum lleva mucho esfuerzo y la mayoría de las veces la parte visual de mi trabajo ha terminado integrada en el disco. No quería eso. Es otro proceso y quería dedicarle más tiempo”.
Ha cambiado de aspecto, ya no es ese hippie de largas melenas y barba de apóstol que tan bien lucía en las portadas cuando a mediados de la pasada década fue parte del renacimiento del folk en versión hipster. Ahora es tan pulcro que protagoniza campañas para marcas de ropa elegante.
Y aunque cuando habla en español mantiene el acento venezolano adquirido en su infancia en Caracas y ese discurso tan sincero que roza la candidez —“todo en mi vida es un experimento.
Soy el tipo de persona a la que le dices, ‘el fuego te va a quemar’. Y posiblemente necesite quemarme 10 veces, antes de aprender.
Ya sé cómo es eso y no me gusta para nada, pero no puedo evitarlo”—, parece más propenso a ataques de ira. Un par de menciones a datos que figuran en la hoja de prensa enviada por su compañía que no son exactos y Banhart se calienta. “¡la cagaron, la cagaron. No me lo puedo creer!”.
Parece consciente de que su rápida llegada a la fama le hizo perder el norte. Banhart era un desconocido que vivía en la semiindigencia en 2000. “Michael Gira me salvó la vida. Hace 12 años yo estaba viviendo en un club de salsa abandonado en Brooklyn. Y él no solo me salvó, me dio la vida que yo quería. Le pasé una casete con mis canciones. Yo estaba obsesionado con Swans desde joven. Aunque mi primer álbum no refleja esto, ¡yo pensaba que estaba haciendo un álbum de Pere Ubu o de Neu! Pero solo tenía una guitarra acústica. Y cuando Michael me escribió me cagué en los pantalones”.
De grabar su primer disco en el pequeño sello del líder de Swans, a pasar a ser el artista más fotogénico de eso que se llamó weird folk, y empezar a salir con famosas (primero Natalie Portman y después Rebecca Schwartz) pasaron solo cinco años. Su repentina retirada de la primera fila se puede atribuir a los malos resultados comerciales de su anterior álbum. Pero también a que se estaba convirtiendo en un habitual del papel cuché por sus relaciones sentimentales “Más o menos.
Hice muchas cosas que en verdad me duelen. No estoy orgulloso, me duelen un poquito, aunque ahora mismo no me importan tanto.
Para mí fue mucho más grave sacar canciones que no me gustaban. El último álbum tiene dos o tres horribles. Fue irresponsabilidad, egoísmo, narcisismo… Me dejé llevar
. Un ejemplo, mi novia tenía que hacer un anuncio para unos lentes y me dijo: ‘haz esto’. Y yo me emborraché y lo hice ¿Pero eso qué coño es? Es lo que el mundo ve de mí. Pero no soy yo. Yo no estaba con una actriz famosa, yo quería estar con una persona a la que amaba en ese momento. Hay una posibilidad de no dejarse involucrar en esas cosas, pero me dejé llevar”.
Pecados de juventud, parece decir.
Aunque sigue aireando sus relaciones —el nombre del nuevo disco (Mala) significa “pequeño” en serbio, el apodo que le ha puesto su actual novia, la artista Ana Kras— este disco es una refrescante vuelta sus orígenes. “En espíritu sí, pero no sonoramente.
En mi trayectoria, en los últimos álbumes, había mucha gente metida que no debería haber estado, canciones que no me gustaban, eso fue mi culpa.
Quería hacer algo más humilde, que a la vez es más clásico”. Montó el estudio en un piso de Los Ángeles, con su colaborador habitual Noah Georgeson.
“Dormía en una colchoneta de aire que desinflaba por la mañana para que pudiéramos grabar. Te lo juro, era un espacio así de pequeño, no estoy exagerando”.
Y ahora se le escucha contento. “Siempre lo estoy. Solo sé trabajar desde la calma. No uso el arte como catarsis
. No peleo con mi mujer y escribo una canción. Yo no soy así. Es mi trabajo, es mi vida, me encanta.
Pero para terapia voy al terapeuta. El arte es solo arte”.
Han pasado cuatro años entre el mediocre What will we be, y este Mala, mucho más delicado, preciosista y agradable de escuchar.
Parecen más si se considera que entre su debut, en 2002, y 2009 editó siete álbumes. “Lo que ha pasado es que dediqué este tiempo al arte visual.
Tuve mi primera exposición individual en Nueva York el mismo mes en el que publiqué mi primer disco. Pero nunca le presté el interés que debía. Editar un álbum lleva mucho esfuerzo y la mayoría de las veces la parte visual de mi trabajo ha terminado integrada en el disco. No quería eso. Es otro proceso y quería dedicarle más tiempo”.
Ha cambiado de aspecto, ya no es ese hippie de largas melenas y barba de apóstol que tan bien lucía en las portadas cuando a mediados de la pasada década fue parte del renacimiento del folk en versión hipster. Ahora es tan pulcro que protagoniza campañas para marcas de ropa elegante.
Y aunque cuando habla en español mantiene el acento venezolano adquirido en su infancia en Caracas y ese discurso tan sincero que roza la candidez —“todo en mi vida es un experimento.
Soy el tipo de persona a la que le dices, ‘el fuego te va a quemar’. Y posiblemente necesite quemarme 10 veces, antes de aprender.
Ya sé cómo es eso y no me gusta para nada, pero no puedo evitarlo”—, parece más propenso a ataques de ira. Un par de menciones a datos que figuran en la hoja de prensa enviada por su compañía que no son exactos y Banhart se calienta. “¡la cagaron, la cagaron. No me lo puedo creer!”.
Parece consciente de que su rápida llegada a la fama le hizo perder el norte. Banhart era un desconocido que vivía en la semiindigencia en 2000. “Michael Gira me salvó la vida. Hace 12 años yo estaba viviendo en un club de salsa abandonado en Brooklyn. Y él no solo me salvó, me dio la vida que yo quería. Le pasé una casete con mis canciones. Yo estaba obsesionado con Swans desde joven. Aunque mi primer álbum no refleja esto, ¡yo pensaba que estaba haciendo un álbum de Pere Ubu o de Neu! Pero solo tenía una guitarra acústica. Y cuando Michael me escribió me cagué en los pantalones”.
De grabar su primer disco en el pequeño sello del líder de Swans, a pasar a ser el artista más fotogénico de eso que se llamó weird folk, y empezar a salir con famosas (primero Natalie Portman y después Rebecca Schwartz) pasaron solo cinco años. Su repentina retirada de la primera fila se puede atribuir a los malos resultados comerciales de su anterior álbum. Pero también a que se estaba convirtiendo en un habitual del papel cuché por sus relaciones sentimentales “Más o menos.
Hice muchas cosas que en verdad me duelen. No estoy orgulloso, me duelen un poquito, aunque ahora mismo no me importan tanto.
Para mí fue mucho más grave sacar canciones que no me gustaban. El último álbum tiene dos o tres horribles. Fue irresponsabilidad, egoísmo, narcisismo… Me dejé llevar
. Un ejemplo, mi novia tenía que hacer un anuncio para unos lentes y me dijo: ‘haz esto’. Y yo me emborraché y lo hice ¿Pero eso qué coño es? Es lo que el mundo ve de mí. Pero no soy yo. Yo no estaba con una actriz famosa, yo quería estar con una persona a la que amaba en ese momento. Hay una posibilidad de no dejarse involucrar en esas cosas, pero me dejé llevar”.
Pecados de juventud, parece decir.
Aunque sigue aireando sus relaciones —el nombre del nuevo disco (Mala) significa “pequeño” en serbio, el apodo que le ha puesto su actual novia, la artista Ana Kras— este disco es una refrescante vuelta sus orígenes. “En espíritu sí, pero no sonoramente.
En mi trayectoria, en los últimos álbumes, había mucha gente metida que no debería haber estado, canciones que no me gustaban, eso fue mi culpa.
Quería hacer algo más humilde, que a la vez es más clásico”. Montó el estudio en un piso de Los Ángeles, con su colaborador habitual Noah Georgeson.
“Dormía en una colchoneta de aire que desinflaba por la mañana para que pudiéramos grabar. Te lo juro, era un espacio así de pequeño, no estoy exagerando”.
Y ahora se le escucha contento. “Siempre lo estoy. Solo sé trabajar desde la calma. No uso el arte como catarsis
. No peleo con mi mujer y escribo una canción. Yo no soy así. Es mi trabajo, es mi vida, me encanta.
Pero para terapia voy al terapeuta. El arte es solo arte”.