23 nov 2012
El traductor, el eco y la poesía
El traductor, el eco y la poesía
Por: Juan Cruz | 23 de
noviembre de
2012
Gran noticia doble para los traductores españoles. Francisco Uriz,
traductor al sueco, sobre todo de la poesía sueca, ganó hace unas
semanas el premio Nacional de Traducción por toda su obra.
Uno de los grandes defensores de la profesión que convierte el eco de un autor en poesía inmediatamente asimilada al oído español, creador de la escuela de traductores de Tarazona, uno de los personajes imprescindibles en el ámbito de la poesía (por su propia poesía) y de la generosidad, por todo lo que hace.
Y ahora, esta misma noche, la Academia de la Lengua elige para estar entre sus miembros a otro gran personaje de la traducción, Miguel Sáenz, poeta también, gran persona también, y uno de los defensores, con Uriz, con Esther Benítez en el pasado, con Javier Marías, del reconocimiento que le debe la sociedad editorial y cultural a la figura del eco de los otros creadores de otras lenguas.
Sáenz es el traductor canónico de Günter Grass, y es también el traductor de William Faulkner, de Thomas Bernhard, de Henry Roth...
Traductor de dos lenguas, por tanto, y de una sola pieza: el respeto por el ritmo poético, narrativo de sus traducidos
. En el caso de Miguel Sáenz, su lucha ha sido marcada en varios códigos: ha sugerido a autores de esas lenguas a editores grandes y pequeños, a él se debe la reciente edición en español de la impagable correspondencia terrible entre el editor Unseld y el escritor Bernhard, se le deben también célebres montajes teatrales de este último autor.
Los dos, Uriz y Sáenz, son hoy símbolos de un oficio que hasta décadas muy recientes fue ninguneado por editores, por críticos y por reseñistas; sus nombres, los de los traductores, figuraban en las páginas interiores, eran ninguneados en los contratos y en los derechos; ahora, me decía la actual presidenta de los traductores, María Teresa Gallego, la traductora de Maalouf, en una reciente conversación por mail, que se han superado varias batallas, pero quedan guerras por ganar.
Lo mismo decía Luz Gómez, la ganadora del premio a la traducción de un libro de este año (lo ganó por su trabajo sobre la última obra del árabe Mahmud Darwix, que edita Pre-Textos).
La llegada de Sáenz a la Academia es, en ese sentido, un eslabón más, una señal de respeto que los traductores valorarán.
Un apunte personal: Sáenz era asesor de Alfaguara cuando me tocó dirigir esa editorial, en la época de Amaya Elezcano. En ese equipo él hacía parte con Ramón Buenaventura, con Manuel de Lope... Su exigencia de juicio, su nobleza de criterio avalan lo que dije más arriba y que tanto importa.
En este universo de la literatura (y de la paraliteratura), a poca gente tan buena he conocido. Y ya que el apunte es personal, unas palabras para Grita Loebsack, su mujer, eslabón perfecto de su sensibilidad para entender hasta el fondo lo que significa la literatura alemana de posguerra.
Uno de los grandes defensores de la profesión que convierte el eco de un autor en poesía inmediatamente asimilada al oído español, creador de la escuela de traductores de Tarazona, uno de los personajes imprescindibles en el ámbito de la poesía (por su propia poesía) y de la generosidad, por todo lo que hace.
Y ahora, esta misma noche, la Academia de la Lengua elige para estar entre sus miembros a otro gran personaje de la traducción, Miguel Sáenz, poeta también, gran persona también, y uno de los defensores, con Uriz, con Esther Benítez en el pasado, con Javier Marías, del reconocimiento que le debe la sociedad editorial y cultural a la figura del eco de los otros creadores de otras lenguas.
Sáenz es el traductor canónico de Günter Grass, y es también el traductor de William Faulkner, de Thomas Bernhard, de Henry Roth...
Traductor de dos lenguas, por tanto, y de una sola pieza: el respeto por el ritmo poético, narrativo de sus traducidos
. En el caso de Miguel Sáenz, su lucha ha sido marcada en varios códigos: ha sugerido a autores de esas lenguas a editores grandes y pequeños, a él se debe la reciente edición en español de la impagable correspondencia terrible entre el editor Unseld y el escritor Bernhard, se le deben también célebres montajes teatrales de este último autor.
Los dos, Uriz y Sáenz, son hoy símbolos de un oficio que hasta décadas muy recientes fue ninguneado por editores, por críticos y por reseñistas; sus nombres, los de los traductores, figuraban en las páginas interiores, eran ninguneados en los contratos y en los derechos; ahora, me decía la actual presidenta de los traductores, María Teresa Gallego, la traductora de Maalouf, en una reciente conversación por mail, que se han superado varias batallas, pero quedan guerras por ganar.
Lo mismo decía Luz Gómez, la ganadora del premio a la traducción de un libro de este año (lo ganó por su trabajo sobre la última obra del árabe Mahmud Darwix, que edita Pre-Textos).
La llegada de Sáenz a la Academia es, en ese sentido, un eslabón más, una señal de respeto que los traductores valorarán.
Un apunte personal: Sáenz era asesor de Alfaguara cuando me tocó dirigir esa editorial, en la época de Amaya Elezcano. En ese equipo él hacía parte con Ramón Buenaventura, con Manuel de Lope... Su exigencia de juicio, su nobleza de criterio avalan lo que dije más arriba y que tanto importa.
En este universo de la literatura (y de la paraliteratura), a poca gente tan buena he conocido. Y ya que el apunte es personal, unas palabras para Grita Loebsack, su mujer, eslabón perfecto de su sensibilidad para entender hasta el fondo lo que significa la literatura alemana de posguerra.
22 nov 2012
Robespierre no era tan Robespierre
El asesino. El sanguinario. El delirante. El coco… Antepongan esos
calificativos a estos: el virtuoso. El incorruptible. El demócrata. El
soñador. ¿Cómo cuadrarlos? Difícil. Pero habría que equilibrar la
balanza, demasiado torcida ante los primeros, en el caso de Maximilien
Robespierre.
El personaje más controvertido de aquel hito que marcó la Historia Universal y que se dio en llamar Revolución Francesa merece un juicio justo que le devuelva la cabeza de la guillotina eterna.
Eso y no más es lo que han pretendido, cada uno a su manera, el historiador australiano de la Universidad de Melbourne Peter McPhee, y el escritor español Javier García Sánchez.
Uno con una pulcra y rigurosa biografía publicada por Península y el otro con una ambiciosa novela de 1.200 páginas sobre el líder jacobino que ha sacado al mercado Galaxia Gutenberg y que empezó a escribir por pasión, por identificación, por espíritu de cruzada, hace 30 años.
Hay demasiadas injurias en torno a Robespierre. Injurias vertidas a lo largo de más 200 años no solo en la Historia, también en la filosofía, en el cine, en la literatura… Incluso en el urbanismo: es el único personaje crucial en el devenir de Francia que no cuenta con una calle a la altura de su leyenda y sus hitos en el centro de París.
Allá llegó para participar en la reunión de los Estados Generales el abogado a quien siempre se achacó cierto complejo de provinciano.
Desde la norteña Arrás se presentaba en la resabiada capital —“puta y santa”, escribe García Sánchez— este líder en ciernes, con su inseguridad a la hora de armar discursos, su conocimiento de memoria de la obra de Rousseau, su miopía y una paradójica timidez un tanto altiva que no guardó en el baúl donde sí se llevó a París una chaqueta de paño negro, un chaleco de satén, tres pares de pantalones, seis camisas, seis pañuelos y tres pares de calcetines…
Enfermiza parecía su obsesión por la austeridad, por dar ejemplo.
Y, por tanto, sospechosa. “La mayor contradicción para quien durante siglos ha querido atacarle era que le apodaran El incorruptible. No cuadraba ese calificativo con los intentos de desprestigiarle contando que se había encerrado en orgías de palacios pertenecientes a la aristocracia con decenas de eunucos”, comenta García Sánchez.
McPhee ahonda en la propia incomprensión de Robespierre ante su obsesión por la plena limpieza. “Encontraba serias dificultades en comprender por qué los propios republicanos se mostraban tan en contra del bien común. Se desesperaba ante la falta de integridad, los nervios le llevaban hasta el borde mismo del colapso, sobre todo, al final, cuando entendió que su periodo había terminado”.
De la revolución al terror, algo a lo que se vio abocado pese a repugnarle la violencia, el camino se llenó de sombras.
Manchas que poblaron, según el autor español, “la biografía digna de quien porta la gallardía insensata de un héroe mártir”. Acusaciones que le han afectado hasta hoy culpándole de todos los males, los desmanes, los desvaríos, las purgas, cuando, según García Sánchez, “no dio el visto bueno personalmente más a cuatro o cinco penas de muerte”.
Asombroso hurgar en los papeles.
“No tuvo nada que ver con los asesinatos en masa, los repudiaba”, agrega McPhee. Así que conviene urgentemente sacarle de la lista que lo emparenta con todos los exterminadores que en el mundo han sido.
Si el prisma histórico ha deformado sistemáticamente la figura de alguien, este es el caso de Robespierre. Pero aún no se escapa: “Sigue resultando enormemente controvertido”, afirma el australiano.
Quizás su obsesión por la virtud, ese faro en su pulso vital, es la causa. Se reveló tan consecuente que ha influido en la mala conciencia de la posteridad o en la propia sospecha de que no podía nadie llegar a tales cotas de autoexigencia. “Él fue”, según McPhee, “ uno de los grandes demócratas de la Historia, apasionado, comprometido con los derechos humanos y con la participación en la vida pública de todos los estratos de la sociedad. Entendía que sin la participación popular y el respeto por los avances civiles y sociales existiría un permanente y violento desencanto social”.
Lo primordial en cuanto a su figura es acabar con el rumor. “La visión que se ha dado de él se ha fundamentado en un rumor. No más
. Cuando cae e iba camino de la guillotina —aquel 10 Termidor, 28 de julio de 1794 para la cristiandad— empieza ese rumor sobre él, ajeno a los hechos, que se ha propagado de manera organizada y continua a lo largo de más de 200 años y ha dado lugar a que el 95% de lo que se ha escrito fuera falso”.
Lo mismo le ocurre a su aliado Saint-Just; ambos han pasado a la historia como peligros por inculcar una radical filosofía de la virtud y el bien común desde espíritus laicos.
Fueron emisarios de una vida futura, perecieron convencidos de que su obra no quedaba concluida cuando en realidad dieron lugar a una auténtica revolución de las mentalidades.
Así es y no de otra forma como García Sánchez afrontó la narración. “Con la intención de crear una obra lírica, con voluntad de epopeya sobre unos hombres que quisieron cambiar el mundo consiguiéndolo y que perecieron en el intento creyendo que habían fracasado”.
La Historia de las Revoluciones se escriben siempre con sangre, Danton al que no se menciona fue un revolucionario, los doos sabían que no iban a convivir, y Robespierre mando matar al Revolucionario que dirigía a los Sant Cullots.
Es cierto que Robespierre como hombre poco se ha escrito, no dudo que hiciera orgias pero era tan austero, tan perfeccionista que no me lo imagino con eunucos, con otros-as puede ser, no se le va a quitar todo el valor de su época Jacobina, por fin, no se dice El Rey ha muerto Viva el Rey, se dirá viva Napoleón.
El personaje más controvertido de aquel hito que marcó la Historia Universal y que se dio en llamar Revolución Francesa merece un juicio justo que le devuelva la cabeza de la guillotina eterna.
Eso y no más es lo que han pretendido, cada uno a su manera, el historiador australiano de la Universidad de Melbourne Peter McPhee, y el escritor español Javier García Sánchez.
Uno con una pulcra y rigurosa biografía publicada por Península y el otro con una ambiciosa novela de 1.200 páginas sobre el líder jacobino que ha sacado al mercado Galaxia Gutenberg y que empezó a escribir por pasión, por identificación, por espíritu de cruzada, hace 30 años.
Hay demasiadas injurias en torno a Robespierre. Injurias vertidas a lo largo de más 200 años no solo en la Historia, también en la filosofía, en el cine, en la literatura… Incluso en el urbanismo: es el único personaje crucial en el devenir de Francia que no cuenta con una calle a la altura de su leyenda y sus hitos en el centro de París.
Allá llegó para participar en la reunión de los Estados Generales el abogado a quien siempre se achacó cierto complejo de provinciano.
Desde la norteña Arrás se presentaba en la resabiada capital —“puta y santa”, escribe García Sánchez— este líder en ciernes, con su inseguridad a la hora de armar discursos, su conocimiento de memoria de la obra de Rousseau, su miopía y una paradójica timidez un tanto altiva que no guardó en el baúl donde sí se llevó a París una chaqueta de paño negro, un chaleco de satén, tres pares de pantalones, seis camisas, seis pañuelos y tres pares de calcetines…
Enfermiza parecía su obsesión por la austeridad, por dar ejemplo.
Y, por tanto, sospechosa. “La mayor contradicción para quien durante siglos ha querido atacarle era que le apodaran El incorruptible. No cuadraba ese calificativo con los intentos de desprestigiarle contando que se había encerrado en orgías de palacios pertenecientes a la aristocracia con decenas de eunucos”, comenta García Sánchez.
McPhee ahonda en la propia incomprensión de Robespierre ante su obsesión por la plena limpieza. “Encontraba serias dificultades en comprender por qué los propios republicanos se mostraban tan en contra del bien común. Se desesperaba ante la falta de integridad, los nervios le llevaban hasta el borde mismo del colapso, sobre todo, al final, cuando entendió que su periodo había terminado”.
De la revolución al terror, algo a lo que se vio abocado pese a repugnarle la violencia, el camino se llenó de sombras.
Manchas que poblaron, según el autor español, “la biografía digna de quien porta la gallardía insensata de un héroe mártir”. Acusaciones que le han afectado hasta hoy culpándole de todos los males, los desmanes, los desvaríos, las purgas, cuando, según García Sánchez, “no dio el visto bueno personalmente más a cuatro o cinco penas de muerte”.
Asombroso hurgar en los papeles.
“No tuvo nada que ver con los asesinatos en masa, los repudiaba”, agrega McPhee. Así que conviene urgentemente sacarle de la lista que lo emparenta con todos los exterminadores que en el mundo han sido.
Si el prisma histórico ha deformado sistemáticamente la figura de alguien, este es el caso de Robespierre. Pero aún no se escapa: “Sigue resultando enormemente controvertido”, afirma el australiano.
Quizás su obsesión por la virtud, ese faro en su pulso vital, es la causa. Se reveló tan consecuente que ha influido en la mala conciencia de la posteridad o en la propia sospecha de que no podía nadie llegar a tales cotas de autoexigencia. “Él fue”, según McPhee, “ uno de los grandes demócratas de la Historia, apasionado, comprometido con los derechos humanos y con la participación en la vida pública de todos los estratos de la sociedad. Entendía que sin la participación popular y el respeto por los avances civiles y sociales existiría un permanente y violento desencanto social”.
Lo primordial en cuanto a su figura es acabar con el rumor. “La visión que se ha dado de él se ha fundamentado en un rumor. No más
. Cuando cae e iba camino de la guillotina —aquel 10 Termidor, 28 de julio de 1794 para la cristiandad— empieza ese rumor sobre él, ajeno a los hechos, que se ha propagado de manera organizada y continua a lo largo de más de 200 años y ha dado lugar a que el 95% de lo que se ha escrito fuera falso”.
Lo mismo le ocurre a su aliado Saint-Just; ambos han pasado a la historia como peligros por inculcar una radical filosofía de la virtud y el bien común desde espíritus laicos.
Fueron emisarios de una vida futura, perecieron convencidos de que su obra no quedaba concluida cuando en realidad dieron lugar a una auténtica revolución de las mentalidades.
Así es y no de otra forma como García Sánchez afrontó la narración. “Con la intención de crear una obra lírica, con voluntad de epopeya sobre unos hombres que quisieron cambiar el mundo consiguiéndolo y que perecieron en el intento creyendo que habían fracasado”.
La Historia de las Revoluciones se escriben siempre con sangre, Danton al que no se menciona fue un revolucionario, los doos sabían que no iban a convivir, y Robespierre mando matar al Revolucionario que dirigía a los Sant Cullots.
Es cierto que Robespierre como hombre poco se ha escrito, no dudo que hiciera orgias pero era tan austero, tan perfeccionista que no me lo imagino con eunucos, con otros-as puede ser, no se le va a quitar todo el valor de su época Jacobina, por fin, no se dice El Rey ha muerto Viva el Rey, se dirá viva Napoleón.
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