Gran noticia doble para los traductores españoles. Francisco Uriz,
traductor al sueco, sobre todo de la poesía sueca, ganó hace unas
semanas el premio Nacional de Traducción por toda su obra.
Uno de los grandes defensores de la profesión que convierte el eco de un autor en poesía inmediatamente asimilada al oído español, creador de la escuela de traductores de Tarazona, uno de los personajes imprescindibles en el ámbito de la poesía (por su propia poesía) y de la generosidad, por todo lo que hace.
Y ahora, esta misma noche, la Academia de la Lengua elige para estar entre sus miembros a otro gran personaje de la traducción, Miguel Sáenz, poeta también, gran persona también, y uno de los defensores, con Uriz, con Esther Benítez en el pasado, con Javier Marías, del reconocimiento que le debe la sociedad editorial y cultural a la figura del eco de los otros creadores de otras lenguas.
Sáenz es el traductor canónico de Günter Grass, y es también el traductor de William Faulkner, de Thomas Bernhard, de Henry Roth...
Traductor de dos lenguas, por tanto, y de una sola pieza: el respeto por el ritmo poético, narrativo de sus traducidos
. En el caso de Miguel Sáenz, su lucha ha sido marcada en varios códigos: ha sugerido a autores de esas lenguas a editores grandes y pequeños, a él se debe la reciente edición en español de la impagable correspondencia terrible entre el editor Unseld y el escritor Bernhard, se le deben también célebres montajes teatrales de este último autor.
Los dos, Uriz y Sáenz, son hoy símbolos de un oficio que hasta décadas muy recientes fue ninguneado por editores, por críticos y por reseñistas; sus nombres, los de los traductores, figuraban en las páginas interiores, eran ninguneados en los contratos y en los derechos; ahora, me decía la actual presidenta de los traductores, María Teresa Gallego, la traductora de Maalouf, en una reciente conversación por mail, que se han superado varias batallas, pero quedan guerras por ganar.
Lo mismo decía Luz Gómez, la ganadora del premio a la traducción de un libro de este año (lo ganó por su trabajo sobre la última obra del árabe Mahmud Darwix, que edita Pre-Textos).
La llegada de Sáenz a la Academia es, en ese sentido, un eslabón más, una señal de respeto que los traductores valorarán.
Un apunte personal: Sáenz era asesor de Alfaguara cuando me tocó dirigir esa editorial, en la época de Amaya Elezcano. En ese equipo él hacía parte con Ramón Buenaventura, con Manuel de Lope... Su exigencia de juicio, su nobleza de criterio avalan lo que dije más arriba y que tanto importa.
En este universo de la literatura (y de la paraliteratura), a poca gente tan buena he conocido. Y ya que el apunte es personal, unas palabras para Grita Loebsack, su mujer, eslabón perfecto de su sensibilidad para entender hasta el fondo lo que significa la literatura alemana de posguerra.
Uno de los grandes defensores de la profesión que convierte el eco de un autor en poesía inmediatamente asimilada al oído español, creador de la escuela de traductores de Tarazona, uno de los personajes imprescindibles en el ámbito de la poesía (por su propia poesía) y de la generosidad, por todo lo que hace.
Y ahora, esta misma noche, la Academia de la Lengua elige para estar entre sus miembros a otro gran personaje de la traducción, Miguel Sáenz, poeta también, gran persona también, y uno de los defensores, con Uriz, con Esther Benítez en el pasado, con Javier Marías, del reconocimiento que le debe la sociedad editorial y cultural a la figura del eco de los otros creadores de otras lenguas.
Sáenz es el traductor canónico de Günter Grass, y es también el traductor de William Faulkner, de Thomas Bernhard, de Henry Roth...
Traductor de dos lenguas, por tanto, y de una sola pieza: el respeto por el ritmo poético, narrativo de sus traducidos
. En el caso de Miguel Sáenz, su lucha ha sido marcada en varios códigos: ha sugerido a autores de esas lenguas a editores grandes y pequeños, a él se debe la reciente edición en español de la impagable correspondencia terrible entre el editor Unseld y el escritor Bernhard, se le deben también célebres montajes teatrales de este último autor.
Los dos, Uriz y Sáenz, son hoy símbolos de un oficio que hasta décadas muy recientes fue ninguneado por editores, por críticos y por reseñistas; sus nombres, los de los traductores, figuraban en las páginas interiores, eran ninguneados en los contratos y en los derechos; ahora, me decía la actual presidenta de los traductores, María Teresa Gallego, la traductora de Maalouf, en una reciente conversación por mail, que se han superado varias batallas, pero quedan guerras por ganar.
Lo mismo decía Luz Gómez, la ganadora del premio a la traducción de un libro de este año (lo ganó por su trabajo sobre la última obra del árabe Mahmud Darwix, que edita Pre-Textos).
La llegada de Sáenz a la Academia es, en ese sentido, un eslabón más, una señal de respeto que los traductores valorarán.
Un apunte personal: Sáenz era asesor de Alfaguara cuando me tocó dirigir esa editorial, en la época de Amaya Elezcano. En ese equipo él hacía parte con Ramón Buenaventura, con Manuel de Lope... Su exigencia de juicio, su nobleza de criterio avalan lo que dije más arriba y que tanto importa.
En este universo de la literatura (y de la paraliteratura), a poca gente tan buena he conocido. Y ya que el apunte es personal, unas palabras para Grita Loebsack, su mujer, eslabón perfecto de su sensibilidad para entender hasta el fondo lo que significa la literatura alemana de posguerra.
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