Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

13 nov 2012

Cuando el sol se pone

‘Boom’: Literatura sin complejos.

 

Nadie se parecía a nadie pero todos fueron -son- escritores magistrales

El grupo del 'boom' era consciente de la necesidad de nombrarse e identificarse en el mercado literario y político

Un margen de libertad e intención y unos mecanismos de fabulación simplemente inéditos en lengua española.

Ilustración de Fernando Vicente.
Es fácil sucumbir a la erosión del tiempo y creer que fueron menos de lo que se creyó entonces.
 O que hay una explicación socio-política coyuntural para que fuese vivida tanta literatura nueva como una tramposa epifanía del genio literario americano
. Pero es una mala tentación: el lector hispánico tuvo la vivencia de estar ante un ciclo expansivo de creación literaria poderosa y polimorfa y hoy no hay razones literarias para entenderlo de otro modo.
 Más bien todo lo contrario: la necesidad de superar el legado de un puñado de grandes escritores no pasa por rebajar la entidad de su creación sino por inventar el propio modo literario administrando ese pasado
. Ni Roberto Bolaño ni Ricardo Piglia o César Aira —ni los más jóvenes Juan Villoro o Juan Gabriel Vásquez— existen fuera del programa de formación implícito que hubo en reconocer el magisterio de una docena larga de nombres de la novela contemporánea.
Una mirada sintética, o de un solo golpe, a la producción narrativa de los años cincuenta y sesenta sigue despertando la intuición de un vértigo ingobernable, pero no impide formular alguna hipótesis explicativa útil, como ha hecho Pablo Sánchez: por un momento fue imaginable la alianza de la vanguardia política y anticapitalista de América con la vanguardia estética de la literatura.
 Y sin embargo, ese sueño duró poco porque desde 1969-1970 esa alianza empezaba a cuartearse y el sueño de perpetuar esa alianza política y literaria fue deshaciéndose en la dispersión de intereses singulares, las deserciones ideológicas y hasta la inclusión de algunos de aquellos nuevos nombres en las listas negras de agentes del sistema capitalista que, teóricamente, debían contribuir a hundir.
Pero en esa interpretación la literatura quedaba entonces y queda hoy indemne
. Tanto en el Cortázar de Rayuela y sus relatos como en el García Márquez de El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad o Relato de un náufrago como en el capitán de las palabras, la noche y el sexo, Cabrera Infante, o en el Fuentes más primigenio y exacto —el de La muerte de Artemio Cruz— estaba latiendo una inventiva sin muletas políticas
. No porque careciesen de intención política o ideológica sino porque sus obras no eran cautivas de esas razones.
Vivían integradas en la malla moral de una rebeldía sofisticada hecha de lenguaje y estilo pero también de pletórica y desacomplejada instalación en la modernidad occidental de la novela.
 Cortázar hubo de repetir una y otra vez que la revolución de las cosas debía empezar por la revolución de las palabras: sin imaginación puramente literaria no habría imaginación posible de un Mundo nuevo, como quiso llamarse una de las revistas de entonces.
Se encargaron de recordarlo los propios escritores, o parte de ellos, para autoproclamarse los nuevos señores de la novela literaria por fin y definitivamente moderna: escribían sobre sus obras respectivas, se explicaban mutuamente, se trabaron como cómplices de un movimiento que podía transformar la realidad social a través de la literatura y sin renunciar a la literatura.
Habían digerido a Joyce y a Faulkner, habían perdido indigenismo o localismo a través de la explotación intensiva del localismo (fuese en Macondo o fuese en La Habana), y desde luego eran hijos de la era del compromiso político del escritor como vanguardia social.
 La construcción del presente fue cosa menos de los críticos que de los propios escritores, conscientes de la necesidad de nombrarse e identificarse coherentemente en el mercado literario y político.
El más joven de los mejores también fue el más atípico en casi todo:
 Vargas Llosa sacudió antes que nadie la literatura en España porque aquí tuvo su público inmediato y numeroso desde el primer instante con Los jefes y después con La ciudad y los perros a través del Premio Biblioteca Breve de 1962 (que iban a ganar también Vicente Leñero, Carlos Fuentes y Cabrera Infante).
 ¿Es paradójico? En absoluto: jóvenes críticos españoles en torno a la treintena corta o larga experimentaron a lo largo de los sesenta el deslumbramiento gota a gota ante aquella literatura y asumieron la razón solidaria de difundir nombres desconocidos en su mayor parte y desde luego casi inaccesibles hasta finales de los sesenta.
 Ejercieron de intrigantes oráculos sobre una literatura enigmática y fueron cómplices de la vanguardia editorial del momento —Carlos Barral, por supuesto—, pero también Destino, Planeta o la Alianza Editorial de Jaime Salinas y Javier Pradera.
El rencor nacionalista fue cierto, por supuesto, pero solo en los más débiles hizo daño verdadero.
 No hubo duda alguna sobre la categoría —cualitativa y cuantitativa— de escritores que escribían desde una órbita celeste, con un margen de libertad e intención y unos mecanismos de fabulación simplemente inéditos en lengua española.
 El lector podía escoger entre maestros que a menudo eran, además, maestros literalmente jóvenes.
 Ese fue el principio del futuro: la consagración popular de esa narrativa nueva significó también la exhibición de libertad de poética por parte de novelistas (y de lectores)
. La libertad que aportaron fue también la de escoger la floritura imaginativa, sentimental e irónica de Cortázar, la densidad de sentidos y leyenda de García Márquez o el neobarroco estilístico de Lezama Lima o Mújica Láinez; la ambición refundadora de Carlos Fuentes, la fortaleza moral de un compromiso en Vargas Llosa, la autocompasión deshilachada de humor de Bryce Echenique o la melancolía derrotada de lucidez de Julio Ramón Ribeyro; la asepsia envenenada de Juan Carlos Onetti, la calentura de juego y sexo de Cabrera Infante o la espiral irracionalista de la angustia de José Donoso.
 Nadie se parecía a nadie, pero todos fueron —son— magistrales.
 Conjeturar desde el presente lo contrario se parecería mucho a una forma patológica del masoquismo social.

Barcelona 

Cómo vestir a John Malkovich

El actor muestra su pasión por la ropa con la creación de una línea masculina.

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Malkovich hace de modelo para una de sus creaciones.
En su eterno afán por eludir los elogios, el cineasta británico Stephen Frears responsabiliza a otros de su exitoso salto a Hollywood con Las amistades peligrosas (1988).
 “El vestuario y localizaciones hicieron media película.
 El guion y gente como John Malkovich se encargaron de la otra mitad del trabajo”, explicaba recientemente en un homenaje a toda su carrera celebrado en Berlín.
El intérprete estadounidense, convertido en estrella tras encarnar para Frears al vizconde de Valmont, es desde entonces creador poliédrico e insaciable, cuya promiscua curiosidad ha terminado por convertirle en diseñador de moda.
 Además de director y productor cinematográfico, el público español ha podido comprobar en los últimos tiempos que tan pronto se encarga de una ópera de cámara —la reciente Casanova— como se revela un erudito en arquitectura, ofreciendo en tierras valencianas una conferencia sobre la obra del tarraconense Josep María Jujol.
De no ser actor, John Malkovich sería John Malkovich.
 “Tengo tantos objetos de interés que no sería infeliz si no me hubiera dedicado a la interpretación”, cuenta en la parada berlinesa de una de sus habituales giras teatrales. Para su actual línea de ropa masculina, Technobohemian, reconoce haberse apoyado tanto como Frears en el diseño de vestuario de sus películas. Considera que la indumentaria es la primera y probablemtente la más importante declaración de intenciones de un personaje.
“Un buen vestuario puede darle una cantidad de matices y subtextos tan legibles para el espectador como inspiradores para el actor que lo encarna”, asegura.
Del tecnobohemio que Malkovich ha creado a través de sus prendas se puede decir que es un hombre nada timorato en cuanto al color, cuyo respeto por la herencia clásica de la moda masculina no le impide ir más allá de la tradición
. Sus piezas aprovechan el amor por el detalle y la exquisitez del acabado del japonés Imai Karou, estrecho colaborador en esta colección
. “Juego con los tonos, los patrones y las texturas, aunque mi línea masculina es bastante tradicional”, explica el actor. “Busco crear prendas únicas, con materiales de calidad, pero que se puedan llevar con unas vaqueros. No soy entusiasta de los diseños rompedores, así que no creo que lo que hago atraiga a los fashionistas”.
A decir verdad parece que ha creado la línea para vestirse a sí mismo, y así satisfacer sus particulares gustos de hombre imaginativo y cosmopolita.
 Más que una nueva línea de negocio, Technobohemian parece otro más de sus caprichos artísticos
. De ahí que bautice a sus creaciones textiles con nombres como El jardín de Freud o Paisaje de Schiele. “Supongo que esos títulos surgen porque paso mucho tiempo en Viena”, explica Malkovich, quien no se considera un estadounidense al uso, aunque reivindica su cultura tanto como la europea. “Viajo, vivo y trabajo en los dos continentes desde hace tres décadas”, dice, “soy el resultado de hermanar ambos mundos”.
Seguro de su talento, lo único que ha frenado su proyecto en la moda iniciado en 2001 es la falta de tiempo y el cuidado extremo por la calidad de producción de sus prendas.
 Por eso dejó aparcada en 2005 su primera colección para hombre y mujer llamada Uncle Kimono tras cuatro años de trabajo.
No volvió a ello hasta dar con el lugar y el socio adecuados
. Los encontró en Ricardo Rami y su fábrica de Prato, situada a media hora de Florencia. “Italia es un país que puede resultar caótico, pero está lleno de gente brillante y creativa
. Además de tener una enorme experiencia en cuanto a moda, confección y diseño de fábrica, saben resolver problemas imprevistos”.

 

que le pregunten a José

Por un plato de lentejas.

Es una cantinela recurrente. Suele surgir en los chats, al final de conferencias o mesas redondas; se trata de un tópico frecuente entre aficionados.
De cualquier edad, aviso.
 Se pretende ratificar que son mejores los álbumes de los años sesenta y setenta; comparados con esas cumbres, vivimos una era de mediocridad.
Conviene ser muy delicado con tales asuntos.
Esas décadas nos llegan embellecidas por la distancia, con leyendas completas y satisfactorias, listas para el consumo epicúreo.
 Por el contrario, el presente exige machete para entrar en la jungla, para moverse por una productividad inabarcable, para separar la gratificante nostalgia —¡tanto sonido retro!— de las rupturas estéticas, inicialmente tan inquietantes.
Pero sí hay un punto en que los sesenta y los setenta llevan ventaja: la relación aciertos/longitud.
Con el tiempo, los discos se han hecho más largos.
La implantación del soporte CD favoreció los álbumes que superaban la hora de duración, cuando antes los elepés —para mantener un volumen aceptable— se quedaban alrededor de los 40 minutos.
Como la genialidad no es una cualidad elástica, la lógica avisa de que se ha crecido en rellenos, gracietas y ocurrencias medio cocinadas.
En épocas recientes, hemos visto además que se diluye el concepto mismo de álbum.
Un disco como Loud, de Rihanna, está disponible en media docena de versiones: la normal, las que suman temas (la japonesa, la digital de iTunes), las de lujo (Ultra Couture, Deluxe).
 Fastidia no solo la segmentación de fans por poder adquisitivo; parece latir la voluntad de transformar la música en objeto de regalo.
Si se trata de grupos autosuficientes, las posibilidades de multiplicación son aún mayores: se suman maquetas, directos, remezclas y, claro, los temas que inicialmente no superaron el corte. Beacon, de Two Door Cinema Club, salió a finales del verano con cinco variaciones: CD, vinilo, versión deluxe con un directo en la Brixton Academy más las ediciones engordadas para Japón o la Fnac francesa; antes de que termine su carrera comercial, veremos nuevas apariciones de la famosa foto de la dama que se confunde con la bombilla del techo.
Esa multiplicidad de “productos” apela a nuestros peores impulsos: el deseo de objetos exclusivos, el pague-dos-y- se-lleva-tres, la cantidad sobre la calidad. Naturalmente, tiene sentido económico.
 Se trata de hacer caja: atraer a los compradores de bolsillos profundos, complacer a los coleccionistas de vocación completista.
Pero también implica un desgaste de la música: se diluye lo esencial entre lo accesorio, se pierde el impacto del disco sólidamente vertebrado.
Convendría tomar nota de la actitud del más milimétrico de los cantantes-compositores.
Leonard Cohen suele ser generoso con su material inédito, que regala en páginas especializadas.
 Sin embargo, en 2009 montó una bronca a Sony por su decisión de relanzar sus tres primeros discos con temas añadidos, por otra parte interesantes. “Arruinan la integridad del álbum original”, se quejó.
Manda el consumidor, oigo decir a los genios del marketing.
 Mala idea, respondo yo. Habíamos atribuido al artista la capacidad para definir su obra; ahora nos ofrece una lista flexible, como si no supiera decidirse.
 En vez de una foto perfecta, instantáneas tomadas con móvil.
En realidad, se está vendiendo por un plato de lentejas.
 Por unas ventas extra, por la posibilidad de prolongar la vida de un lanzamiento, por el deseo de apuntarse algún tanto adicional: “hey, somos una banda de guitarras pero hemos llamado a un chaval del dubstep para ver si nos sale un llenapistas”.
Alguien podría alegar que los críticos no mostramos igual reticencia ante los rescates de grabaciones históricas, esas obras ampliadas con sus outtakes, sus producciones interrumpidas, los temas con (o sin) arreglo orquestal. Está bien que exista la caja de Pet sounds, dado que ilumina el proceso creativo de Brian Wilson, pero ha pasado suficiente tiempo para que no conspiren contra la experiencia estética del álbum tal y como los Beach Boys lo dieron por terminado. En realidad, lo sabemos todos, esas rarezas se almacenan más que se escuchan.
No es por casualidad que los discos clásicos de los Beatles o Bob Dylan conserven intacto su magnetismo: se mantienen tal como se publicaron, sin grasa ni complementos.
 Los Rolling Stones sí que están jugueteando con la idea de ediciones extendidas, caso de Exile on Main Street o Some girls.
 Hay un matiz: se añaden temas de entonces pero acabados en la actualidad.
 Algo que agradeces fervientemente a Mick Jagger, si has tenido la desdicha de escuchar los soporíferos bootlegs de los Stones trabajando en el estudio.

 

Carlos Gardel - El dia que me quieras - Tango