Por un plato de lentejas.
Es una cantinela recurrente. Suele surgir en los chats, al final de
conferencias o mesas redondas; se trata de un tópico frecuente entre
aficionados.
De cualquier edad, aviso.
Se pretende ratificar que son mejores los álbumes de los años sesenta y setenta; comparados con esas cumbres, vivimos una era de mediocridad.
Conviene ser muy delicado con tales asuntos.
Esas décadas nos llegan embellecidas por la distancia, con leyendas completas y satisfactorias, listas para el consumo epicúreo.
Por el contrario, el presente exige machete para entrar en la jungla, para moverse por una productividad inabarcable, para separar la gratificante nostalgia —¡tanto sonido retro!— de las rupturas estéticas, inicialmente tan inquietantes.
Pero sí hay un punto en que los sesenta y los setenta llevan ventaja: la relación aciertos/longitud.
Con el tiempo, los discos se han hecho más largos.
La implantación del soporte CD favoreció los álbumes que superaban la hora de duración, cuando antes los elepés —para mantener un volumen aceptable— se quedaban alrededor de los 40 minutos.
Como la genialidad no es una cualidad elástica, la lógica avisa de que se ha crecido en rellenos, gracietas y ocurrencias medio cocinadas.
En épocas recientes, hemos visto además que se diluye el concepto mismo de álbum.
Un disco como Loud, de Rihanna, está disponible en media docena de versiones: la normal, las que suman temas (la japonesa, la digital de iTunes), las de lujo (Ultra Couture, Deluxe).
Fastidia no solo la segmentación de fans por poder adquisitivo; parece latir la voluntad de transformar la música en objeto de regalo.
Si se trata de grupos autosuficientes, las posibilidades de multiplicación son aún mayores: se suman maquetas, directos, remezclas y, claro, los temas que inicialmente no superaron el corte. Beacon, de Two Door Cinema Club, salió a finales del verano con cinco variaciones: CD, vinilo, versión deluxe con un directo en la Brixton Academy más las ediciones engordadas para Japón o la Fnac francesa; antes de que termine su carrera comercial, veremos nuevas apariciones de la famosa foto de la dama que se confunde con la bombilla del techo.
Esa multiplicidad de “productos” apela a nuestros peores impulsos: el deseo de objetos exclusivos, el pague-dos-y- se-lleva-tres, la cantidad sobre la calidad. Naturalmente, tiene sentido económico.
Se trata de hacer caja: atraer a los compradores de bolsillos profundos, complacer a los coleccionistas de vocación completista.
Pero también implica un desgaste de la música: se diluye lo esencial entre lo accesorio, se pierde el impacto del disco sólidamente vertebrado.
Convendría tomar nota de la actitud del más milimétrico de los cantantes-compositores.
Leonard Cohen suele ser generoso con su material inédito, que regala en páginas especializadas.
Sin embargo, en 2009 montó una bronca a Sony por su decisión de relanzar sus tres primeros discos con temas añadidos, por otra parte interesantes. “Arruinan la integridad del álbum original”, se quejó.
Manda el consumidor, oigo decir a los genios del marketing.
Mala idea, respondo yo. Habíamos atribuido al artista la capacidad para definir su obra; ahora nos ofrece una lista flexible, como si no supiera decidirse.
En vez de una foto perfecta, instantáneas tomadas con móvil.
En realidad, se está vendiendo por un plato de lentejas.
Por unas ventas extra, por la posibilidad de prolongar la vida de un lanzamiento, por el deseo de apuntarse algún tanto adicional: “hey, somos una banda de guitarras pero hemos llamado a un chaval del dubstep para ver si nos sale un llenapistas”.
Alguien podría alegar que los críticos no mostramos igual reticencia ante los rescates de grabaciones históricas, esas obras ampliadas con sus outtakes, sus producciones interrumpidas, los temas con (o sin) arreglo orquestal. Está bien que exista la caja de Pet sounds, dado que ilumina el proceso creativo de Brian Wilson, pero ha pasado suficiente tiempo para que no conspiren contra la experiencia estética del álbum tal y como los Beach Boys lo dieron por terminado. En realidad, lo sabemos todos, esas rarezas se almacenan más que se escuchan.
No es por casualidad que los discos clásicos de los Beatles o Bob Dylan conserven intacto su magnetismo: se mantienen tal como se publicaron, sin grasa ni complementos.
Los Rolling Stones sí que están jugueteando con la idea de ediciones extendidas, caso de Exile on Main Street o Some girls.
Hay un matiz: se añaden temas de entonces pero acabados en la actualidad.
Algo que agradeces fervientemente a Mick Jagger, si has tenido la desdicha de escuchar los soporíferos bootlegs de los Stones trabajando en el estudio.
De cualquier edad, aviso.
Se pretende ratificar que son mejores los álbumes de los años sesenta y setenta; comparados con esas cumbres, vivimos una era de mediocridad.
Conviene ser muy delicado con tales asuntos.
Esas décadas nos llegan embellecidas por la distancia, con leyendas completas y satisfactorias, listas para el consumo epicúreo.
Por el contrario, el presente exige machete para entrar en la jungla, para moverse por una productividad inabarcable, para separar la gratificante nostalgia —¡tanto sonido retro!— de las rupturas estéticas, inicialmente tan inquietantes.
Pero sí hay un punto en que los sesenta y los setenta llevan ventaja: la relación aciertos/longitud.
Con el tiempo, los discos se han hecho más largos.
La implantación del soporte CD favoreció los álbumes que superaban la hora de duración, cuando antes los elepés —para mantener un volumen aceptable— se quedaban alrededor de los 40 minutos.
Como la genialidad no es una cualidad elástica, la lógica avisa de que se ha crecido en rellenos, gracietas y ocurrencias medio cocinadas.
En épocas recientes, hemos visto además que se diluye el concepto mismo de álbum.
Un disco como Loud, de Rihanna, está disponible en media docena de versiones: la normal, las que suman temas (la japonesa, la digital de iTunes), las de lujo (Ultra Couture, Deluxe).
Fastidia no solo la segmentación de fans por poder adquisitivo; parece latir la voluntad de transformar la música en objeto de regalo.
Si se trata de grupos autosuficientes, las posibilidades de multiplicación son aún mayores: se suman maquetas, directos, remezclas y, claro, los temas que inicialmente no superaron el corte. Beacon, de Two Door Cinema Club, salió a finales del verano con cinco variaciones: CD, vinilo, versión deluxe con un directo en la Brixton Academy más las ediciones engordadas para Japón o la Fnac francesa; antes de que termine su carrera comercial, veremos nuevas apariciones de la famosa foto de la dama que se confunde con la bombilla del techo.
Esa multiplicidad de “productos” apela a nuestros peores impulsos: el deseo de objetos exclusivos, el pague-dos-y- se-lleva-tres, la cantidad sobre la calidad. Naturalmente, tiene sentido económico.
Se trata de hacer caja: atraer a los compradores de bolsillos profundos, complacer a los coleccionistas de vocación completista.
Pero también implica un desgaste de la música: se diluye lo esencial entre lo accesorio, se pierde el impacto del disco sólidamente vertebrado.
Convendría tomar nota de la actitud del más milimétrico de los cantantes-compositores.
Leonard Cohen suele ser generoso con su material inédito, que regala en páginas especializadas.
Sin embargo, en 2009 montó una bronca a Sony por su decisión de relanzar sus tres primeros discos con temas añadidos, por otra parte interesantes. “Arruinan la integridad del álbum original”, se quejó.
Manda el consumidor, oigo decir a los genios del marketing.
Mala idea, respondo yo. Habíamos atribuido al artista la capacidad para definir su obra; ahora nos ofrece una lista flexible, como si no supiera decidirse.
En vez de una foto perfecta, instantáneas tomadas con móvil.
En realidad, se está vendiendo por un plato de lentejas.
Por unas ventas extra, por la posibilidad de prolongar la vida de un lanzamiento, por el deseo de apuntarse algún tanto adicional: “hey, somos una banda de guitarras pero hemos llamado a un chaval del dubstep para ver si nos sale un llenapistas”.
Alguien podría alegar que los críticos no mostramos igual reticencia ante los rescates de grabaciones históricas, esas obras ampliadas con sus outtakes, sus producciones interrumpidas, los temas con (o sin) arreglo orquestal. Está bien que exista la caja de Pet sounds, dado que ilumina el proceso creativo de Brian Wilson, pero ha pasado suficiente tiempo para que no conspiren contra la experiencia estética del álbum tal y como los Beach Boys lo dieron por terminado. En realidad, lo sabemos todos, esas rarezas se almacenan más que se escuchan.
No es por casualidad que los discos clásicos de los Beatles o Bob Dylan conserven intacto su magnetismo: se mantienen tal como se publicaron, sin grasa ni complementos.
Los Rolling Stones sí que están jugueteando con la idea de ediciones extendidas, caso de Exile on Main Street o Some girls.
Hay un matiz: se añaden temas de entonces pero acabados en la actualidad.
Algo que agradeces fervientemente a Mick Jagger, si has tenido la desdicha de escuchar los soporíferos bootlegs de los Stones trabajando en el estudio.
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