Falleció el sábado mientras uno de sus alumnos, Jörg Widmann, ponía patas arriba la ópera de nuestros días en la inauguración de la temporada de la Bayerische Staatsoper de Múnich con Babylon, un título lírico para el que contó con la colaboración como libretista del filósofo Peter Sloterdijk —un par de docenas de sus libros están traducidos al español—, el maestro musical Kent Nagano y el grupo teatral La Fura dels Baus, con Carlus Padrissa al frente. Ocurría en el mismo escenario, el Teatro Nacional, donde en enero de 1997 Henze estrenó Venus und Adonis, siendo aclamado nada más sentarse en su localidad antes de que su música sonase. ¡Cómo no emocionarse ante la coincidencia, reforzada además por la asistencia al estreno el sábado de Wolfgang Rihm, otro maestro de Widmann! Para Rihm, La Fura iba a poner en escena en el Real La conquista de México que, por razones que se me escapan, no va a ser así. Mortier también estaba en Múnich el sábado.
La expectación ante el estreno era inmensa y numerosos aficionados, desafiando la nevada, portaban carteles de Suche Karte (Busco una entrada) esperando una oportunidad de ser testigos directos. La concentración en la abarrotada sala fue ejemplar y no se escuchó ni un suspiro en la hora y tres cuartos que duró la primera parte del espectáculo.
Nadie abandonó su localidad en la pausa. Y, al final, el público reconoció el esfuerzo con ovaciones unánimes al compositor, equipo musical y equipo escénico, y solamente hubo alguna protesta aislada contra el libretista, por razones presumiblemente extraoperísticas.
Lo admirable, por encima de la anécdota, es la actitud de un público —y de unas instituciones culturales— apoyando a sus creadores. Los nietos de Wagner —llámense Henze, Rihm, Widmann, Stochausen o Lachenmann— son respetados y admirados en su país. Así les va.
El espectáculo es colosal y, digámoslo así, más espectacular que intimista. Widmann tiene solo 39 años y había destacado con solvencia en el campo sinfónico y en el de cámara. Tiene intuición y sentido de la comunicación.
Conjuga bien la tradición con la modernidad. Su compenetración con Padrissa ha sido modélica. Widmann inventa una música lírica para nuestro tiempo, Padrissa crea una estética visionaria y tecnológica que se funde a las mil maravillas con los sonidos propuestos. Aciertan al plantear la obra en siete cuadros —jugando con el simbolismo del siete—, a lo que añaden un prólogo, un epílogo y un intermedio, para dejar claras las consecuencias de una civilización siempre en construcción, siempre en destrucción. Hay una historia de amor que late en la obra entre un judío y una sacerdotisa babilónica, con dos concepciones diferentes del deseo. Escenas como la bajada a los infiernos de la protagonista son absolutamente magistrales en su fantasía escenográfica y en la utilización de un concepto melódico que recuerda al que Widmann había utilizado en sus Siete estribillos para un tilo seco, especialmente el quinto, de un neorromanticismo sobrecogedor.
En otras escenas Widmann saca a flote su apabullante brillantez al estilo de su Misa sin palabras, que estrenara Thielemann, y siempre juega en la ópera en su conjunto con una estructura contrastada, como en su serie de cuartetos. Las referencias a la tradición, cuando uno menos se lo espera, son evidentes tanto en el terreno culto como en el más popular.
Es obvio que Padrissa se encuentra a sus anchas en Alemania, como demostró en su alucinante puesta en escena de Sonntag, de Stockhausen, en Colonia, a la orillas del Rin. En Babylon muestra su desbordante fantasía y su continua capacidad de sorpresa, pero con contención. Ha madurado, y de qué manera. Los hallazgos fundamentales son lingüísticos.
Demuestra que hay una manera de contar no explorada hasta ahora.
No hay una concepción estética tradicional, pero sí una manera envolvente y creativa de contar cercana al hipnotismo por el ritmo convulsivo que transmite. No creo que jamás se haya ovacionado de forma más intensa a Padrissa y su equipo que el pasado sábado
. Más de un cuarto de hora duraron los saludos finales.
Musicalmente todo estuvo en su sitio: Nagano, la orquesta, el coro, los cantantes Prohaska, McFadden, Myllys, Schnaut.., los figurantes, el excepcional equipo de vídeo... La ópera del siglo XXI es posible. Widmann y Padrissa han firmado un acuerdo diabólico para mantenerla