El Museo Städel de Fráncfort examina la fascinación por la maldad, la muerte y los fantasmas en la pintura del Romanticismo más oscuro.
Los pintores románticos fueron algo más que iluminados con pose de
dandy que dedicaron sus días a observar paisajes asombrosos con la
melena al viento y el mentón en el aire.
Caminaron por la vida como visionarios torturados por las fuerzas oscuras, que indagaron en los abismos de la condición humana a través de un interés desmedido por lo tenebroso, lo grotesco y lo fantasmagórico. Así lo descubre la exposición Schwarze Romantik (“Romanticismo negro”), inaugurada en el Museo Städel de Fráncfort, que hasta el 20 de enero permite explorar la agonía existencial de los artistas del periodo, así como la de precursores y herederos de su legado, a través de más de 200 obras de pintores como Goya, Blake, Delacroix, Géricault, Friedrich, Klee, Magritte o Munch.
Más que propensos al autoengaño, los románticos fueron individuos desencantados por el contexto histórico en el que les tocó vivir.
“La desilusión que sucedió a la Revolución Francesa y la desconfianza en los criterios que habían guiado la Ilustración despertaron un gran interés por lo oscuro.
Nuestro objetivo es alejarnos de los estereotipos sobre el Romanticismo para descubrir la auténtica identidad de un movimiento que se define por la obsesión por miedos y pesadillas”, explica el comisario de la muestra, Ingo Borges, desde este museo situado a la orilla del Meno y poseedor de una de las mayores colecciones de arte de Alemania.
El centro, que acaba de ampliar su espacio de exposiciones, intenta revitalizar el interés por una ciudad más conocida como capital de la prima de riesgo que por el atractivo de su oferta cultural.
En una Europa todavía más removida que la de hoy, asolada por las guerras napoleónicas y fracturada por la desaparición de los sistemas de organización política conocidos hasta entonces –con el absolutismo se vivía mejor, debieron de pensar algunos—, los románticos amanecieron obcecados por la amenaza invisible de los espectros nocturnos
. En la grieta aparecida entre un pasado por olvidar y un futuro desdibujado, los pintores nunca entendieron “si estaban caminando sobre una semilla o un desecho”, como dejaría dicho el escritor romántico Alfred de Musset.
La idea de la muestra consiste en aplicar a la pintura la teoría del “Romanticismo oscuro” formulada por el crítico literario Mario Praz, quien describió a los poetas del periodo como seres fascinados por “la idea del horror como fuente de goce y belleza”, que decidieron escarbar en los bajos impulsos que el decoro del siglo anterior había logrado reprimir.
El sueño de la razón ilustrada, como diría Goya, produjo monstruos.
Retratista de múltiples escenas de tortura, mutilación y canibalismo –“tristes presentimientos de lo que ha de acontecer”, como reza uno de sus Caprichos—, aparece presentado como padre fundador de esta inclinación por las tinieblas.
Resultó tan influyente como Fuseli, que iba para pastor protestante, pero también sería abducido por las fuerzas del mal. La pesadilla, cuadro que da una bienvenida poco cálida a esta exposición de luz tenue y paredes grises, generó estupor y temblores en su época, cuando las damas de salud frágil fueron invitadas a mantenerse a una distancia prudencial del lienzo.
El erotismo mórbido que encerraba su obra sería muy imitado en los siglos posteriores.
Ectoplasmas de rasgos femeninos, cadáveres con un halo virginal y femmes fatales enviadas por el diablo se multiplicaron en la pintura, así como mitos clásicos, medievales o isabelinos de comportamiento no siempre digno –de Fausto a Hamlet y de Medea a Lady Macbeth— a quienes los pintores adoptaron en “una búsqueda perpetua de antihéroes con los que poder identificarse”, como apunta Borges.
Gran figura del Romanticismo alemán, Caspar David Friedrich ocupa otra de las salas.
Conocido por sus panorámicas compatibles con el merchandising museístico, su obra encierra en realidad bosques encantados, veleros fantasma y cementerios nebulosos, supuestos efectos del trauma de haber visto fallecer a un hermano que todavía no gateaba, hundido en un estanque invernal.
El fin del mundo, fantasía masoquista en la que reincidimos como sociedad cada vez que llega un cataclismo, también aparece ampliamente representado en cielos rojizos que anuncian lo peor, de Thomas Cole a Salvador Dalí. La llegada del simbolismo y de las vanguardias no dejó al arte libre de estas obsesiones malsanas, como demuestra la obra de Max Ernst.
A los surrealistas, la negra introspección romántica les sirvió de portal de acceso a un mundo ajeno a la realidad física
. El nacimiento del cine pronunciaría todavía más esta predisposición a lo oscuro. Como demuestra la exposición, F.W. Murnau, Fritz Lang y James Whale calcaron en sus encuadres a Friedrich, Fuseli o Wiertz. La exposición se detiene en los años cuarenta.
No le habría costado demasiado seguir adelante, hasta describir una cultura que ya ha marcado en el calendario la fecha del próximo apocalipsis, mientras venera a heroínas adolescentes de tez mortecina y prefiere no numerar, por pura superstición, la planta 13 de los rascacielos.
Caminaron por la vida como visionarios torturados por las fuerzas oscuras, que indagaron en los abismos de la condición humana a través de un interés desmedido por lo tenebroso, lo grotesco y lo fantasmagórico. Así lo descubre la exposición Schwarze Romantik (“Romanticismo negro”), inaugurada en el Museo Städel de Fráncfort, que hasta el 20 de enero permite explorar la agonía existencial de los artistas del periodo, así como la de precursores y herederos de su legado, a través de más de 200 obras de pintores como Goya, Blake, Delacroix, Géricault, Friedrich, Klee, Magritte o Munch.
Más que propensos al autoengaño, los románticos fueron individuos desencantados por el contexto histórico en el que les tocó vivir.
“La desilusión que sucedió a la Revolución Francesa y la desconfianza en los criterios que habían guiado la Ilustración despertaron un gran interés por lo oscuro.
Nuestro objetivo es alejarnos de los estereotipos sobre el Romanticismo para descubrir la auténtica identidad de un movimiento que se define por la obsesión por miedos y pesadillas”, explica el comisario de la muestra, Ingo Borges, desde este museo situado a la orilla del Meno y poseedor de una de las mayores colecciones de arte de Alemania.
El centro, que acaba de ampliar su espacio de exposiciones, intenta revitalizar el interés por una ciudad más conocida como capital de la prima de riesgo que por el atractivo de su oferta cultural.
En una Europa todavía más removida que la de hoy, asolada por las guerras napoleónicas y fracturada por la desaparición de los sistemas de organización política conocidos hasta entonces –con el absolutismo se vivía mejor, debieron de pensar algunos—, los románticos amanecieron obcecados por la amenaza invisible de los espectros nocturnos
. En la grieta aparecida entre un pasado por olvidar y un futuro desdibujado, los pintores nunca entendieron “si estaban caminando sobre una semilla o un desecho”, como dejaría dicho el escritor romántico Alfred de Musset.
La idea de la muestra consiste en aplicar a la pintura la teoría del “Romanticismo oscuro” formulada por el crítico literario Mario Praz, quien describió a los poetas del periodo como seres fascinados por “la idea del horror como fuente de goce y belleza”, que decidieron escarbar en los bajos impulsos que el decoro del siglo anterior había logrado reprimir.
El sueño de la razón ilustrada, como diría Goya, produjo monstruos.
Retratista de múltiples escenas de tortura, mutilación y canibalismo –“tristes presentimientos de lo que ha de acontecer”, como reza uno de sus Caprichos—, aparece presentado como padre fundador de esta inclinación por las tinieblas.
Resultó tan influyente como Fuseli, que iba para pastor protestante, pero también sería abducido por las fuerzas del mal. La pesadilla, cuadro que da una bienvenida poco cálida a esta exposición de luz tenue y paredes grises, generó estupor y temblores en su época, cuando las damas de salud frágil fueron invitadas a mantenerse a una distancia prudencial del lienzo.
El erotismo mórbido que encerraba su obra sería muy imitado en los siglos posteriores.
Ectoplasmas de rasgos femeninos, cadáveres con un halo virginal y femmes fatales enviadas por el diablo se multiplicaron en la pintura, así como mitos clásicos, medievales o isabelinos de comportamiento no siempre digno –de Fausto a Hamlet y de Medea a Lady Macbeth— a quienes los pintores adoptaron en “una búsqueda perpetua de antihéroes con los que poder identificarse”, como apunta Borges.
Gran figura del Romanticismo alemán, Caspar David Friedrich ocupa otra de las salas.
Conocido por sus panorámicas compatibles con el merchandising museístico, su obra encierra en realidad bosques encantados, veleros fantasma y cementerios nebulosos, supuestos efectos del trauma de haber visto fallecer a un hermano que todavía no gateaba, hundido en un estanque invernal.
El fin del mundo, fantasía masoquista en la que reincidimos como sociedad cada vez que llega un cataclismo, también aparece ampliamente representado en cielos rojizos que anuncian lo peor, de Thomas Cole a Salvador Dalí. La llegada del simbolismo y de las vanguardias no dejó al arte libre de estas obsesiones malsanas, como demuestra la obra de Max Ernst.
A los surrealistas, la negra introspección romántica les sirvió de portal de acceso a un mundo ajeno a la realidad física
. El nacimiento del cine pronunciaría todavía más esta predisposición a lo oscuro. Como demuestra la exposición, F.W. Murnau, Fritz Lang y James Whale calcaron en sus encuadres a Friedrich, Fuseli o Wiertz. La exposición se detiene en los años cuarenta.
No le habría costado demasiado seguir adelante, hasta describir una cultura que ya ha marcado en el calendario la fecha del próximo apocalipsis, mientras venera a heroínas adolescentes de tez mortecina y prefiere no numerar, por pura superstición, la planta 13 de los rascacielos.