14 oct 2012
Pérez-Reverte se pone sentimental
Adelantamos en primicia un fragmento de 'El tango de la guardia vieja' (Alfaguara)
Una novela sentimental que sale a la venta el 21 de noviembre
Arturo Pérez-Reverte abandona la época de Alatriste y se traslada al siglo XX.
Se cruzaron junto al ascensor, reflejados en los grandes espejos de la escalera principal, cuando él se disponía a bajar a su cabina, situada en la cubierta de segunda clase. Ella se había puesto una capa de piel de zorro gris, llevaba en las manos un pequeño bolso de lamé, estaba sola y se dirigía hacia una de las cubiertas de paseo; y Max admiró, de un rápido vistazo, la seguridad con que caminaba con tacones pese al balanceo, pues incluso el piso de un barco grande como aquél adquiría una incómoda cualidad tridimensional con marejada. Volviendo atrás, el bailarín mundano abrió la puerta que daba al exterior y la mantuvo abierta hasta que la mujer estuvo al otro lado. Correspondió ella con un escueto «gracias» mientras cruzaba el umbral, inclinó la cabeza Max, cerró la puerta y desanduvo camino por el pasillo, ocho o diez pasos. El último lo dio despacio, pensativo, antes de pararse. Qué diablos, se dijo. Nada pierdo con probar, concluyó. Con las oportunas cautelas.
La encontró en seguida, paseando a lo largo de la borda, y se detuvo ante ella con naturalidad, en la débil claridad de las bombillas cubiertas de salitre. Seguramente había ido en busca de brisa para evitar el mareo. La mayor parte del pasaje hacía lo contrario, encerrándose en cabinas de las que tardaba días en salir, víctima de sus propios estómagos revueltos. Por un momento Max temió que siguiera adelante, haciendo ademán de no reparar en él. Pero no fue así. Se lo quedó mirando, inmóvil y en silencio.
—Fue agradable —dijo inesperadamente.
Max logró reducir su propio desconcierto a sólo un par de segundos.
—También para mí —respondió.
Ella se había detenido —había una bombilla cerca, atornillada al mamparo— y lo miraba en la penumbra salina.
—¿Hace mucho que baila de manera profesional?
—Cinco años. Aunque no todo el tiempo. Es un trabajo... —¿Divertido? —lo interrumpió ella.
Caminaban de nuevo por la cubierta, adaptando sus pasos a la lenta oscilación del transatlántico. A veces se cruzaban con los bultos oscuros o los rostros reconocibles de algunos pasajeros. De Max, en los tramos menos iluminados, sólo podían apreciarse las manchas blancas de la pechera de la camisa, el chaleco y la corbata, pulgada y media exacta de cada puño almidonado y el pañuelo en el bolsillo superior del frac.
—No era ésa la palabra que buscaba —sonrió él con suavidad—. En absoluto. Un trabajo eventual, quería decir. Resuelve cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno... Como ve, me permite viajar.
A la luz de un ojo de buey comprobó que ahora era ella la que sonreía, aprobadora.
—Lo hace bien, para ser un trabajo eventual.
El bailarín mundano encogió los hombros.
—Durante los primeros años fue algo fijo.
—¿Dónde?
Decidió Max omitir parte de su currículum. Reservar para sí ciertos nombres. El Barrio Chino de Barcelona, el Vieux Port de Marsella, estaban entre ellos. También el nombre de una bailarina húngara llamada Boske, que cantaba La petite tonkinoise mientras se depilaba las piernas y era aficionada a los jóvenes que despertaban de noche, cubiertos de sudor, angustiados porque las pesadillas los hacían creerse todavía en Marruecos.
—Hoteles buenos de París, durante el invierno —resumió—. Biarritz y la Costa Azul, en temporada alta... También estuve un tiempo en cabarets de Montmartre.
—Ah —parecía interesada—. Puede que coincidiéramos alguna vez.
Sonrió él, seguro.
—No. La recordaría.
—¿Qué quería decirme? —preguntó ella.
Tardó un instante en recordar a qué se refería. Al fin cayó en la cuenta. Después de cruzarse dentro la había alcanzado en la cubierta de paseo, saliéndole al paso sin más explicaciones.
—Que nunca bailé con nadie un tango tan perfecto.
Un silencio de tres o cuatro segundos. Complacido, quizás. Ella se había detenido —había una bombilla cerca, atornillada al mamparo— y lo miraba en la penumbra salina.
—¿De veras?... Vaya. Es muy amable, señor... ¿Max, es su nombre?
—Sí.
—Bien. Crea que le agradezco el cumplido.
—No es un cumplido. Sabe que no lo es.
Ella reía, franca. Sana. Lo había hecho del mismo modo dos noches atrás, cuando él calculó, bromeando, su edad en quince años.
—Mi marido es compositor. La música, el baile, me son familiares. Pero usted es una excelente pareja. Hace fácil dejarse llevar.
—No se dejaba llevar. Era usted misma. Tengo experiencia en eso.
Asintió, reflexiva.
—Sí. Supongo que la tiene.
Apoyaba Max una mano en la regala húmeda. Entre balanceo y balanceo, la cubierta transmitía bajo sus zapatos la vibración de las máquinas en las entrañas del buque.
—¿Fuma?
—Ahora no, gracias.
—¿Me permite que lo haga yo?
—Por favor.
Extrajo la pitillera de un bolsillo interior de la chaqueta, cogió un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Ella lo miraba hacer.
—¿Egipcios? —preguntó.
—No. Abdul Pashá... Turcos. Con una pizca de opio y miel.
—Entonces aceptaré uno.
Se inclinó con la caja de fósforos en las manos, protegiendo la llama con el hueco de los dedos para dar fuego al cigarrillo que ella había introducido en la boquilla corta de marfil. Luego encendió el suyo. La brisa se llevaba el humo con rapidez, impidiendo saborearlo. Bajo la capa de piel, la mujer parecía estremecerse de frío. Max indicó la entrada del salón de palmeras, que estaba cerca; una estancia en forma de invernadero con una gran lumbrera en el techo, amueblada con sillones de mimbre, mesas bajas y macetas con plantas.
—Bailar de modo profesional —comentó ella cuando entraron—. Eso resulta curioso, en un hombre.
—No veo mucha diferencia... También nosotros podemos hacerlo por dinero, como ve. No siempre el baile es afecto, o diversión.
—¿Y es cierto eso que dicen? ¿Que el carácter de una mujer se muestra con más sinceridad cuando baila?
—A veces. Pero no más que el de un hombre.
El salón estaba vacío. La mujer tomó asiento dejando caer con descuido la capa de piel, y mirándose en la tapa de oro de una vanity-box que sacó del bolso se dio un toque en los labios con una barrita de Tangee rojo suave. El pelo engominado y hacia atrás daba a sus facciones un atractivo aspecto anguloso y andrógino, pero el raso negro moldeaba su cuerpo, apreció Max, de manera interesante. Advertida de su mirada, ella cruzó una pierna sobre la otra, balanceándola ligeramente. Apoyaba el codo derecho en el brazo del sillón y mantenía en alto la mano cuyos dedos índice y medio —las uñas eran cuidadas y largas, lacadas en el tono exacto de la boca— sostenían el cigarrillo. De vez en cuando dejaba caer la ceniza al suelo, advirtió Max, como si todos los ceniceros del mundo le fueran indiferentes.
—Quería decir curioso visto de cerca —dijo al cabo de un instante—. Es usted el primer bailarín profesional con el que cambio más de dos palabras: gracias y adiós.
Max había acercado un cenicero y permanecía en pie, la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Fumando.
—Me gustó bailar con usted —dijo.
—También a mí. Lo haría de nuevo, si la orquesta siguiera tocando y hubiese gente en el salón.
—Nada le impide hacerlo ahora.
—¿Perdón?
Estudiaba su sonrisa como quien disecciona una inconveniencia. Pero el bailarín mundano la sostuvo, impasible. Pareces un buen chico, le habían dicho la húngara y Boris Dolgoruki, coincidiendo en ello aunque nunca se conocieron. Cuando sonríes de ese modo, Max, nadie pondría en duda que seas un condenado buen chico. Procura sacarle partido a eso.
—Estoy seguro de que es capaz de imaginar la música.
Ella dejó caer otra vez la ceniza al suelo.
—Es usted un hombre atrevido.
—¿Podría hacerlo?
Ahora le llegó a la mujer el turno de sonreír, un punto desafiante.
—Claro que podría —dejó escapar una bocanada de humo—. Soy esposa de un compositor, recuerde. Tengo música en la cabeza.
—¿Le parece bien Mala junta? ¿Lo conoce?
—Perfecto.
Apagó Max el cigarrillo, estirándose después el chaleco. Ella siguió inmóvil un instante: había dejado de sonreír y lo observaba pensativa desde su butaca, como si pretendiera asegurarse de que no bromeaba. Al fin dejó su boquilla con marca de carmín en el cenicero, se levantó muy despacio y, mirándolo todo el tiempo a los ojos, apoyó la mano izquierda en su hombro y la derecha en la mano de él; que, extendida, aguardaba. Permaneció así un momento, erguida y serena, muy seria, hasta que Max, tras oprimir dos veces suavemente sus dedos para marcar el primer compás, inclinó un poco el cuerpo a un lado, pasó la pierna derecha por delante de la izquierda, y los dos evolucionaron en el silencio, enlazados y mirándose a los ojos, entre los sillones de mimbre y los maceteros del salón de palmeras".
El fotógrafo que pulía estrellas
El pícaro y el inocente de Elvira Lindo Sra. de Antonio Muñoz Molina
De vez en cuando, se te acerca alguien de entre el público que ha
estado escuchándote, no para que le firmes un libro, ni tan siquiera
para decirte que le ha gustado tu charla. Ese espectador misterioso se
te acerca y, sobrepasando la separación física aceptable entre dos
desconocidos, te dice que su vida contiene una novela y que tú has sido
la elegida para escribirla. Quien esto escribe, no vacunada del todo
contra la estúpida vanidad, se deja mecer cinco segundos por la idea de
que esa persona, tras un disputado casting, te ha concedido un
privilegio. Porque tú lo vales. Lo primero que suelo dar son las
gracias. Luego, ya en mis cabales, me disculpo diciendo que ando con
otros proyectos entre manos. Es entonces cuando dicho/a admirador/a, a
fin de convencerte, comienza a patinar. Porque suele darse el caso de
que el admirador más rendido se convierte en un alacrán en cuanto le
llevas la contraria, y no es raro que te diga que su historia es
infinitamente más interesante que las que tú cuentas. Y, caramba, puede
que tenga razón, pero en la literatura lo que importa es la manera de
narrar, más que los hechos en sí.
Cuando yo era una jovenzuela de barrio tenía amigos y conocidos tan jóvenes como yo, pero con vidas tremendas. Cuando digo tremendas no exagero. Manejaban dinero, vestían como si estuvieran en Berkeley y, por supuesto, consumían drogas. Yo los observaba con miedo y admiración, sabía que jamás podría ser como ellos y eso me producía alivio y cierto complejo. A casi todos les perdí la pista hasta que hace unos tres años, gracias a los lazos cibernéticos, comencé a cartearme con uno de aquellos vividores, convertido ahora en un señor que a pesar de su madurez no ha acabado de renunciar a la aventura. Y no me ha pedido que cuente su vida, no parece interesado en eso, sino en pasar a limpio las vidas de otros. Ha montado una editorial en Los Ángeles que ofrece a sus posibles clientes una especie de interlocutor y biógrafo a sueldo. ¿Que quiere usted que su vida aparezca en un libro? Pague por ello.
Lo extraordinario es que la editorial Cuenta una Vida se ha estrenado
con Bola Extra, la arriesgada aventura juvenil de uno de aquellos
modernos que a mí me provocaban sentimientos encontrados. Lo cierto es
que la historia asombra, porque este tipo de individuos ha hecho poco
acto de presencia en la literatura y en el cine españoles. J. R. García,
así se llama esta especie de pícaro del siglo XX, da cuenta de sus
trapicheos en las calles del Madrid de 1980, y de su carrera como
camello internacional, pasando material del norte de Europa hasta
México. J. R., reconvertido ahora por lo que sé en guía turístico, es un
superviviente que en ningún momento del libro muestra signos de
arrepentimiento por haber camelleado o robado. Leí esas páginas con
estupor, porque en ellas reconocía a personas con las que había
compartido horas de ensoñación juvenil, y porque de mano de este tipo al
que llamaban El Dandy podía entrar de nuevo en la casa de alguna
querida amiga cuya amistad se rompió, obviamente, por la
incompatibilidad de nuestras vocaciones. Pero ha sido una experiencia
curiosa como lectora el tener acceso a esa Cara B de mi juventud. A mi
lado sucedían cosas, y yo lo presentía, pero no tenía ni idea del
alcance de las aventuras ilegales de algunos amigos. Qué ironía. Es como
haber convivido con Ray Liotta en Uno de los nuestros y no haberte
enterado de la naturaleza de sus negocios. Y yo que me tenía por una
persona perspicaz. ¡Ja!
Y del pícaro me voy a la historia de un inocente. Un inocente nos cuenta su infancia en los ochenta. Se podría decir que este inocente es hijo de la generación de los pícaros.
Cuenta su vida por medio de una novela gráfica, El hijo del legionario, escrita y dibujada en la primera persona de Aitor Saraiba.
No solo tiene el valor del dibujo. Saraiba atesora el don de la narración literaria. Su historia arranca así: “Nací en Talavera de la Reina en 1983, el 1 de junio, mi padre cumple los años el mismo día, durante años esto es lo único que hemos compartido. Talavera tiene muchos barrios, el mío es Patrocinio de San José, y no, no es lo mismo ser de Talavera que ser de Patro”. Los vaivenes de la infancia y la juventud de Aitor no están movidos por su espíritu aventurero sino por los desastres sentimentales y económicos de sus padres. Cómo el arte le ayuda a escapar de un destino incierto, a salir del armario y a perdonar al rudo legionario es algo que planea durante toda esta emocionante historia.
Con qué pocas palabras se puede contar la complejidad de una vida que aún ha de dar mucho de sí, pero que empezó de la peor manera.
Si aquellos jóvenes de los ochenta andaban perdidos en la embaucadora mitología de la droga que acabó con el futuro de muchos, estos de ahora han heredado un presente con pocos visos de futuro. Pero hay artistas empeñados en luchar contra el negro destino.
La historia de Aitor es grandiosa como un novelón, y si el azar ha puesto en mis manos su libro yo tengo que recomendar a gritos este tesoro, porque no es banal el miedo a que en estos días solo nos enteremos de las novedades editoriales de los que ya lo tienen todo o de lo que hacen modernillos insustanciales.
Y usted Sra Lindo cree que cuenta bien las tonterias que cuenta?, no sabe usted por qué la admiten en periódicos?.
Cuando yo era una jovenzuela de barrio tenía amigos y conocidos tan jóvenes como yo, pero con vidas tremendas. Cuando digo tremendas no exagero. Manejaban dinero, vestían como si estuvieran en Berkeley y, por supuesto, consumían drogas. Yo los observaba con miedo y admiración, sabía que jamás podría ser como ellos y eso me producía alivio y cierto complejo. A casi todos les perdí la pista hasta que hace unos tres años, gracias a los lazos cibernéticos, comencé a cartearme con uno de aquellos vividores, convertido ahora en un señor que a pesar de su madurez no ha acabado de renunciar a la aventura. Y no me ha pedido que cuente su vida, no parece interesado en eso, sino en pasar a limpio las vidas de otros. Ha montado una editorial en Los Ángeles que ofrece a sus posibles clientes una especie de interlocutor y biógrafo a sueldo. ¿Que quiere usted que su vida aparezca en un libro? Pague por ello.
Si la droga acabó con el futuro de los jóvenes de los ochenta, los de ahora han heredado un presente sin futuro
Y del pícaro me voy a la historia de un inocente. Un inocente nos cuenta su infancia en los ochenta. Se podría decir que este inocente es hijo de la generación de los pícaros.
Cuenta su vida por medio de una novela gráfica, El hijo del legionario, escrita y dibujada en la primera persona de Aitor Saraiba.
No solo tiene el valor del dibujo. Saraiba atesora el don de la narración literaria. Su historia arranca así: “Nací en Talavera de la Reina en 1983, el 1 de junio, mi padre cumple los años el mismo día, durante años esto es lo único que hemos compartido. Talavera tiene muchos barrios, el mío es Patrocinio de San José, y no, no es lo mismo ser de Talavera que ser de Patro”. Los vaivenes de la infancia y la juventud de Aitor no están movidos por su espíritu aventurero sino por los desastres sentimentales y económicos de sus padres. Cómo el arte le ayuda a escapar de un destino incierto, a salir del armario y a perdonar al rudo legionario es algo que planea durante toda esta emocionante historia.
Con qué pocas palabras se puede contar la complejidad de una vida que aún ha de dar mucho de sí, pero que empezó de la peor manera.
Si aquellos jóvenes de los ochenta andaban perdidos en la embaucadora mitología de la droga que acabó con el futuro de muchos, estos de ahora han heredado un presente con pocos visos de futuro. Pero hay artistas empeñados en luchar contra el negro destino.
La historia de Aitor es grandiosa como un novelón, y si el azar ha puesto en mis manos su libro yo tengo que recomendar a gritos este tesoro, porque no es banal el miedo a que en estos días solo nos enteremos de las novedades editoriales de los que ya lo tienen todo o de lo que hacen modernillos insustanciales.
Y usted Sra Lindo cree que cuenta bien las tonterias que cuenta?, no sabe usted por qué la admiten en periódicos?.
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