De vez en cuando, se te acerca alguien de entre el público que ha
estado escuchándote, no para que le firmes un libro, ni tan siquiera
para decirte que le ha gustado tu charla. Ese espectador misterioso se
te acerca y, sobrepasando la separación física aceptable entre dos
desconocidos, te dice que su vida contiene una novela y que tú has sido
la elegida para escribirla. Quien esto escribe, no vacunada del todo
contra la estúpida vanidad, se deja mecer cinco segundos por la idea de
que esa persona, tras un disputado casting, te ha concedido un
privilegio. Porque tú lo vales. Lo primero que suelo dar son las
gracias. Luego, ya en mis cabales, me disculpo diciendo que ando con
otros proyectos entre manos. Es entonces cuando dicho/a admirador/a, a
fin de convencerte, comienza a patinar. Porque suele darse el caso de
que el admirador más rendido se convierte en un alacrán en cuanto le
llevas la contraria, y no es raro que te diga que su historia es
infinitamente más interesante que las que tú cuentas. Y, caramba, puede
que tenga razón, pero en la literatura lo que importa es la manera de
narrar, más que los hechos en sí.
Cuando yo era una jovenzuela de barrio tenía amigos y conocidos tan jóvenes como yo, pero con vidas tremendas. Cuando digo tremendas no exagero. Manejaban dinero, vestían como si estuvieran en Berkeley y, por supuesto, consumían drogas. Yo los observaba con miedo y admiración, sabía que jamás podría ser como ellos y eso me producía alivio y cierto complejo. A casi todos les perdí la pista hasta que hace unos tres años, gracias a los lazos cibernéticos, comencé a cartearme con uno de aquellos vividores, convertido ahora en un señor que a pesar de su madurez no ha acabado de renunciar a la aventura. Y no me ha pedido que cuente su vida, no parece interesado en eso, sino en pasar a limpio las vidas de otros. Ha montado una editorial en Los Ángeles que ofrece a sus posibles clientes una especie de interlocutor y biógrafo a sueldo. ¿Que quiere usted que su vida aparezca en un libro? Pague por ello.
Lo extraordinario es que la editorial Cuenta una Vida se ha estrenado
con Bola Extra, la arriesgada aventura juvenil de uno de aquellos
modernos que a mí me provocaban sentimientos encontrados. Lo cierto es
que la historia asombra, porque este tipo de individuos ha hecho poco
acto de presencia en la literatura y en el cine españoles. J. R. García,
así se llama esta especie de pícaro del siglo XX, da cuenta de sus
trapicheos en las calles del Madrid de 1980, y de su carrera como
camello internacional, pasando material del norte de Europa hasta
México. J. R., reconvertido ahora por lo que sé en guía turístico, es un
superviviente que en ningún momento del libro muestra signos de
arrepentimiento por haber camelleado o robado. Leí esas páginas con
estupor, porque en ellas reconocía a personas con las que había
compartido horas de ensoñación juvenil, y porque de mano de este tipo al
que llamaban El Dandy podía entrar de nuevo en la casa de alguna
querida amiga cuya amistad se rompió, obviamente, por la
incompatibilidad de nuestras vocaciones. Pero ha sido una experiencia
curiosa como lectora el tener acceso a esa Cara B de mi juventud. A mi
lado sucedían cosas, y yo lo presentía, pero no tenía ni idea del
alcance de las aventuras ilegales de algunos amigos. Qué ironía. Es como
haber convivido con Ray Liotta en Uno de los nuestros y no haberte
enterado de la naturaleza de sus negocios. Y yo que me tenía por una
persona perspicaz. ¡Ja!
Y del pícaro me voy a la historia de un inocente. Un inocente nos cuenta su infancia en los ochenta. Se podría decir que este inocente es hijo de la generación de los pícaros.
Cuenta su vida por medio de una novela gráfica, El hijo del legionario, escrita y dibujada en la primera persona de Aitor Saraiba.
No solo tiene el valor del dibujo. Saraiba atesora el don de la narración literaria. Su historia arranca así: “Nací en Talavera de la Reina en 1983, el 1 de junio, mi padre cumple los años el mismo día, durante años esto es lo único que hemos compartido. Talavera tiene muchos barrios, el mío es Patrocinio de San José, y no, no es lo mismo ser de Talavera que ser de Patro”. Los vaivenes de la infancia y la juventud de Aitor no están movidos por su espíritu aventurero sino por los desastres sentimentales y económicos de sus padres. Cómo el arte le ayuda a escapar de un destino incierto, a salir del armario y a perdonar al rudo legionario es algo que planea durante toda esta emocionante historia.
Con qué pocas palabras se puede contar la complejidad de una vida que aún ha de dar mucho de sí, pero que empezó de la peor manera.
Si aquellos jóvenes de los ochenta andaban perdidos en la embaucadora mitología de la droga que acabó con el futuro de muchos, estos de ahora han heredado un presente con pocos visos de futuro. Pero hay artistas empeñados en luchar contra el negro destino.
La historia de Aitor es grandiosa como un novelón, y si el azar ha puesto en mis manos su libro yo tengo que recomendar a gritos este tesoro, porque no es banal el miedo a que en estos días solo nos enteremos de las novedades editoriales de los que ya lo tienen todo o de lo que hacen modernillos insustanciales.
Y usted Sra Lindo cree que cuenta bien las tonterias que cuenta?, no sabe usted por qué la admiten en periódicos?.
Cuando yo era una jovenzuela de barrio tenía amigos y conocidos tan jóvenes como yo, pero con vidas tremendas. Cuando digo tremendas no exagero. Manejaban dinero, vestían como si estuvieran en Berkeley y, por supuesto, consumían drogas. Yo los observaba con miedo y admiración, sabía que jamás podría ser como ellos y eso me producía alivio y cierto complejo. A casi todos les perdí la pista hasta que hace unos tres años, gracias a los lazos cibernéticos, comencé a cartearme con uno de aquellos vividores, convertido ahora en un señor que a pesar de su madurez no ha acabado de renunciar a la aventura. Y no me ha pedido que cuente su vida, no parece interesado en eso, sino en pasar a limpio las vidas de otros. Ha montado una editorial en Los Ángeles que ofrece a sus posibles clientes una especie de interlocutor y biógrafo a sueldo. ¿Que quiere usted que su vida aparezca en un libro? Pague por ello.
Si la droga acabó con el futuro de los jóvenes de los ochenta, los de ahora han heredado un presente sin futuro
Y del pícaro me voy a la historia de un inocente. Un inocente nos cuenta su infancia en los ochenta. Se podría decir que este inocente es hijo de la generación de los pícaros.
Cuenta su vida por medio de una novela gráfica, El hijo del legionario, escrita y dibujada en la primera persona de Aitor Saraiba.
No solo tiene el valor del dibujo. Saraiba atesora el don de la narración literaria. Su historia arranca así: “Nací en Talavera de la Reina en 1983, el 1 de junio, mi padre cumple los años el mismo día, durante años esto es lo único que hemos compartido. Talavera tiene muchos barrios, el mío es Patrocinio de San José, y no, no es lo mismo ser de Talavera que ser de Patro”. Los vaivenes de la infancia y la juventud de Aitor no están movidos por su espíritu aventurero sino por los desastres sentimentales y económicos de sus padres. Cómo el arte le ayuda a escapar de un destino incierto, a salir del armario y a perdonar al rudo legionario es algo que planea durante toda esta emocionante historia.
Con qué pocas palabras se puede contar la complejidad de una vida que aún ha de dar mucho de sí, pero que empezó de la peor manera.
Si aquellos jóvenes de los ochenta andaban perdidos en la embaucadora mitología de la droga que acabó con el futuro de muchos, estos de ahora han heredado un presente con pocos visos de futuro. Pero hay artistas empeñados en luchar contra el negro destino.
La historia de Aitor es grandiosa como un novelón, y si el azar ha puesto en mis manos su libro yo tengo que recomendar a gritos este tesoro, porque no es banal el miedo a que en estos días solo nos enteremos de las novedades editoriales de los que ya lo tienen todo o de lo que hacen modernillos insustanciales.
Y usted Sra Lindo cree que cuenta bien las tonterias que cuenta?, no sabe usted por qué la admiten en periódicos?.
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