Julio Llamazares, el autor leonés de La lluvia amarilla, acaba de hablar en
el Puerto de la Cruz y allí ha contado algunas de las fábulas reales que suelen
jalonar su escritura poética.
Contó Llamazares, ante un público que rió a veces
y siempre se emocionó con sus relatos, que desde muy chico supo sobre esta
ciudad de muelles y palmeras gracias a las invocaciones que hacía su padre de
un primo descarriado que habría recalado precisamente aquí.
De Canarias supo Llamazares
por un molinero de León que había sido luchador y había venido a enfrentarse,
en Gran Canaria, con el Faro de Maspalomas, un legendario deportista que medía
más que un armario y que (decía el molinero, de nombre Emiliano) había sido
vencido en ese lance desigual.
El
primo se llamaba Juanín, era el sobrino favorito del padre de Julio.
Yo conocí
al padre de Julio; era un hombre discreto y estricto, decía lo que había que
decir, y cumplía con todo aquello que había que cumplir, escrupulosamente,
dignamente. Aquel Juanín lo tenía perturbado, pues durante años estuvo perdido,
sin dar cuenta a sus padres de lo que hacía por esos mundos. Como creía con
razones que quizá lo estaba pasando muy mal en sus sucesivos destierros, cada
vez que se refería a él lo llamaba “el pobre Juanín”.
A los oídos de Julio,
ya mayor, llegó que ese hombre debía andar por las islas Canarias, y quizá
incluso en el Puerto de la Cruz
. Y en una de las primeras visitas que hizo a
esta ciudad en la que habló el viernes, ante un público que no sabía si Julio
inventaba una de sus ficciones o relataba de veras uno de sus viajes, aquí
encontró al pobre Juanín, que en realidad vivía una vida holgada y llena de
placeres, entre ellos los placeres de compartir la vida con las dos mujeres con
las que convivía.
Todo
esto lo contó Julio en el prólogo de su conferencia, que dio en el marco de las
que organiza el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias cada 12 de
octubre
. En realidad, él venía a hablar del viaje, ese era su pretexto. Tiene
una larga experiencia de poeta andariego; su libro El río del olvido, que es su recorrido por el Curueño, su libro
sobre Tras-o-montes, su espléndido libro sobre las catedrales españolas, y
sobre todo La lluvia amarilla, que es
una ficción que tiene que ver con su vida, han convertido a Llamazares en uno
de los mejores escritores de viajes (de viajes íntimos, privados, de viajes
hechos para sentir y no tan solo para ver) del siglo XX español.
Paciente, sensitivo,
musical, sus pasos por la tierra incluyen esas actitudes pero sobre todo
incluyen una manera de retener lo vivido como si se lo estuvieran contando
otras almas que nunca ha visto, con las que nunca ha hablado, pero que habitan
en él.
Esa novela, La lluvia amarilla,
es un compendio autobiográfico del Julio que viaja, del Julio que inventa y del
Julio que vive. Trata de un hombre que se queda solo, en medio de un diluvio de
soledad y de olvido, en un pueblo que se está muriendo, condenado a desaparecer
en la desapacible realidad del progreso que destruye o interrumpe.
Como Julio nació en
Vegamián, que ya no existe porque fue sepultada por el agua de una presa,
siempre hemos pensado que esta metáfora, que tiene ecos de Rulfo y, más
lejanamente, del García Márquez más íntimo, o del Onetti más desgarrado, se
refiere a su propia vida; y probablemente es así, pues toda metáfora creada por
un poeta tiene que ver siempre con lo que el poeta vivió, aunque hable del
viento de la luna.
Del
nacimiento de esa triple música que tiene la literatura (lo que sucede, lo que
sucede por dentro, lo que no sucede) nace el viaje verdadero y nace el viaje
ficticio.
El viaje es mucho más que un trayecto, dijo Julio, y mucho más que
una fotografía.
Cuando acabó de hablar, algunos nos
asomamos al balcón trasero de la Casa de la Aduana, donde está el Museo
Westerdahl que desde hace diez años está abierto ahí por el Instituto de
Estudios Hispánicos. Ese muelle en el que pasaron años de nuestra infancia y de
nuestra adolescencia puede retratarse con los poemas de Llamazares, pues todo
viaje es un viaje por dentro y las palabras del viaje de otros sirven para los
viajes propios.
Me gustó escuchar
también la introducción que hizo el presidente del Instituto Nicolás Rodríguez
Munzenmeier.
La institución cumplirá ahora sesenta años.
En una sociedad, la
canaria, la española, que ahora está empobrecida y sin objetivos intelectuales
o sentimentales, rota también la confianza en el futuro de la política, este
centro civil quiere ser un faro de discusión y de encuentro, una apuesta
progresista en la ciudad de Pérez Trujillo, de Rodríguez Barreto y de Paco
Afonso. Y de Viera y Clavijo, el historiador al que ahora quieren rescatar como
símbolo de las puertas abiertas de la ciudad.
Llamazares escuchaba.
Los que estábamos allí y somos del Puerto de la Cruz sabíamos que Nicolás no
estaba hablando solo de la restitución del pasado. Estaba haciendo un viaje
para reconstruir los cristales rotos de una sociedad que busca la
reivindicación de una actitud.
La presencia del poeta seguramente inspiró al
profesor Munzenmeier para su discurso vibrante de fe en el porvenir del
Instituto de Estudios Hispánicos, donde muchos (este cronista también)
aprendimos a ser ciudadanos.