que será los que nos hace falta, porque Elvira tiene esa manía que solo ocuurre lo que a ella le falta.
Hay un desánimo general, quién puede negarlo. Usted sabe de lo que
hablo.
Ese encogimiento de hombros con el que se desvanecen de pronto
las conversaciones. Alguien comienza agitando el tema. Qué tema. El
único. Y todos entramos al trapo.
Nos quitamos la palabra, argumentamos
con vehemencia y rumiamos de qué manera interrumpir la soflama del otro.
De pronto, como si el presente nos hubiera vencido de veras y la
realidad nos cerrara la boca, viene el silencio. Nos encogemos de
hombros y buscamos con la mirada perdida una esperanza de futuro. Ocurre
que hay veces en que alguien decide darle un giro a la conversación
proclamando la necesidad del optimismo. No porque haya verdaderas
razones para sentirlo, sino por esa discutible teoría de que el
optimismo es constructivo y el pesimismo es una mierda sobre otra
mierda. Cuando se abre paso el optimismo, se dicen tantas tonterías como
cuando cabalga el pesimismo; se dice, por ejemplo, que la crisis es
creativa, que hay que reinventarse, ponerse las pilas, que si no se
encuentra trabajo, pues que se lo inventa uno. Y una vez que ya se han
formulado los tópicos de rigor, el silencio vuelve a vencernos y las
miradas a perderse.
Y si no se escucha aquella frase de “no somos nadie”
no es por falta de ganas, sino porque todavía nos quedan ramalazos de
aquel país cool que fuimos hasta ayer.
Este estado de ánimo es fatal para ir a un estreno. Los estrenos
siempre han sido un poco sobreactuados, con o sin crisis. Hay que ser
muy actor o muy actriz para integrarse. Hay que saber abrazarse hasta
tal punto que los pechos propios se aplasten con los pechos de un
colega. Y no. Yo soy de una generación en la que los pechos eran pechos,
entiéndaseme.
No están los tiempos para demostraciones baratas de
cariño, así que para asistir a un evento hay que pensárselo mucho. Para
colmo, no me gusta fingir entusiasmo, así que prefiero ir discretamente a
una sesión de tarde. Si algo me gusta, se lo comunico inmediatamente a
mis amistades y escribo una columna, y si no me gusta, tal y como están
los tiempos, me callo. Por no perjudicar.
Pero se dio la circunstancia
de que la otra noche se estrenaba Blancanieves en el teatro de la
Zarzuela y que la música de Alfonso de Vilallonga se interpretaba en
directo y qué sé yo. Me dio un barrunto de que podía gustarme
. De los
críticos no me acabo de fiar, porque unas veces hablan demasiado bien de
una película y otras demasiado mal, y no suele ser ni una cosa ni la
otra.
Cuando llegué al teatro había un coro de antitaurinos a la entrada.
Sabrán que en este cuento el padre de Blancanieves es torero, la propia
Blancanieves es torera y los siete enanitos forman una compañía de
bombero-torero. No sé si defienden que se prohíba que los toreros
protagonicen una historia de ficción, pero si fueran coherentes deberían
dar la bronca también en los conciertos flamencos, en algunos desfiles
de moda, quemar unos cuantos libros de temática taurina e incluso
disolver esas fiestas donde los abuelos bailan y tararean ciertos
pasodobles. En fin.
Entramos. Y una vez superados esos interminables minutos en que los
espectadores (familia y allegados) aplauden sin que todavía haya pasado
nada, la orquesta arrancó sus primeras notas y la película comenzó.
Crucé los dedos para que me gustara, porque yo deseo que me guste el
cine español.
No es una cuestión patriótica, sino de supervivencia: en
estos días es aún más triste que no te gusten esas historias que tanto
cuesta producir. La realidad es que la película me envolvió como uno de
aquellos cuentos de noche y de miedo que conformaron mi mundo imaginario
infantil y que años más tarde los rejoneadores de la corrección
política amansaron. Rezo tres padrenuestros por el símil taurino.
La
película, por resumir, es una extraordinaria versión del cuento de los
hermanos Grimm.
El padre de Blancanieves es torero, la propia Blancanieves es torera y los siete enanitos son una compañía de bombero- torero
Y para colmo, los actores tienen ojos.
No digo más. Los ojos de los
actores se ven poco en el cine español.
Pero aquí, será porque no
hablan, el director ha permitido que sus actores interpreten con la
mirada. Qué actrices. No las nombro porque me gustaron todas. Salí del
cine flotando y sin ganas de hablar, no porque el mutismo fuera
contagioso, sino porque cuando algo me gusta necesito saborearlo en
silencio y siento que las palabras entonces no sirven (son palabras).
Pero esta inagotable cabecita, con las imágenes aún frescas de la
película, no paraba de cavilar en el taxi que cruzaba un Madrid tristón
de lunes, de crisis
. Pensaba, por ejemplo, en lo inevitable de ese gran
malentendido que está llevando a comparar todo el tiempo esta gran
historia con The artist, por el simple hecho de que ambas sean mudas y
en blanco y negro. ¡Por favor! The artist es una película llena de
clichés; en cambio, esta apela a sentimientos más hondos, más oscuros,
que arrastramos desde la infancia, sin olvidar que artísticamente es
mucho más interesante.
Le iba dando vueltas a eso del optimismo, a las chorradas que nos
decimos para no dejarnos vencer por esta inquietud colectiva, y me daba
cuenta de que el ánimo no mejora por enunciar pensamientos gaseosos.
Necesitamos presenciar algo tan sólido como una buena película. Y es que
el amor por las cosas bien hechas es contagioso
. Vayan a verla, que
falta nos hace.
La he visto antes que tú y menos mal porque como la recomiendas dan ganas de no verla. Simple, inmadura y deectrutarada, eso es lo que ha visto Usted Sra, Lindo mujer de Antonio Muñoz Molina, que para esa sandeces se pasa un mes en Holanda haciendo vete a saber, seguro que hasta escribió.