Como escritor de ambición y huella, Carlos Fuentes no se conformaba con dominar la imaginación y el lenguaje: quería redimensionar el tiempo.
Rendirlo a sus pies.
Como Joyce, como Cervantes, como Proust, como Dios en la Biblia, sabían que la creación de un mundo en donde cupieran las desdichas de los vivos y la presencia fantasmal de los muertos jugando con los relojes blandos de la eternidad era cuestión de superación, entrega y trabajo.
Ese maestro del mestizaje que ya ha trascendido a sus latidos desde que murió el 15 de mayo en México fue homenajeado ayer en el Instituto Cervantes de Madrid por cuatro amigos: José Manuel Caballero Bonald, Juan Goytisolo, Julio Ortega y el director de la institución, Víctor García de la Concha. Será el primero en un mes donde también se le rendirá tributo en la Casa de América la próxima semana.
A Carlos Fuentes no le gustaba hablar de la muerte: “Le resultaba una pérdida de tiempo. Literalmente. Porque lo detiene, el tiempo, y porque una vez ocurre, no hay mucho que decir”, recordaba su entrañable amigo Ortega.
Por eso se fue de repente este mes, dejando una inmensa obra agrupada bajo el título La edad del tiempo, como no, que es cartografía de un mundo inabarcable a la manera del perfil que Goytisolo trazó de él: “Entre los cronistas de indias, la curiosidad de Humboldt y la cólera de Bartolomé de las Casas”, dijo el escritor español.
Ambos, Ortega y Goytisolo, incidieron e insistieron en la importancia y la obsesión de Fuentes con el tiempo. “Quería crearlo para trascenderlo”, aseguró Goytisolo.
Mientras, Ortega contaba que se encontraba inmerso en la reorganización de su obra y que, para ello, esa constante resultaba crucial: “La temporalidad cambiante según el momento en que se lee”, comentaba. Así se fija una verdad inapelable:
“Cada persona, al leer y releer encontrará otro sí mismo”.
El primer libro de Carlos Fuentes fue Aura, de la que este años se cumplen 50 años y que será leída íntegramente en Casa de América. Pero también lo fue Federico en el balcón, trabajo que dejó inédito y apareció en las páginas de EL PAÍS a raíz de su muerte. “Nunca escribió dos novelas parecidas”, aseguró Goytisolo.
Quizás porque resultaba un escritor ajeno a las clasificaciones, regateador de estilos, obsesionado con la reinvención.
Para él, cada nueva obra era la primera.
Así, alguien puede encontrar obsesiones similares en Aura, Terra nostra o La muerte de Artemio Cruz, ligazones azarosas en La silla del Águila o Diana y la cazadora solitaria y Los años con Laura Díaz, pero jamás hallará la misma estructura, ni el mismo discurso, ni personajes que se le parezcan o tiempos narrativos redundantes.
Fuentes era la aventura y el delirio experimental, la dedicación, la indagación y el trabajo sin excusas volcado en su literatura sin distracciones para redondear esa suma literaria del tiempo de todos nosotros que es pasado, presente y futuro, ese aire que acoge sin precisión matemática a la especie.
Sobre todo después de que un día, su íntimo amigo García Márquez, en los días que se ganaban buena parte de su vida inventando guiones para pagar las facturas, le exhortara:
“Pero Fontacho, ¿qué vamos a hacer? ¿Salvar el cine mexicano o escribir nuestras novelas?”, rememoraba ayer García de la Concha.
A partir de ahí ya merodeaba por el ánimo de ambos romper con todo y perdurar. Caballero Bonald expresó toda la hondura y el pulso entre eterno y transgresor que le movió en sus certeras y profundas líneas de ayer basadas en un análisis del ensayo de Fuentes, ‘La nueva novela hispanoamericana’.
Para el poeta jerezano, la clave del mexicano y del ‘boom’ fue seguir la estela de los antiguos cronistas de indias.
“Como ellos tuvieron que nombrar cosas no antes vistas, como en Macondo y así pertenecen a una cadena de acordes léxicos y sintácticos que busca en el mestizaje sus raíces poéticas. Revitalizan y rescatan el verbo, lo utilizan contra el dogma y la musaraña académica.
Que magnífica lengua impura la que hablan esos personajes que deben acudir a sus novelas para saber que existen”.
Rendirlo a sus pies.
Como Joyce, como Cervantes, como Proust, como Dios en la Biblia, sabían que la creación de un mundo en donde cupieran las desdichas de los vivos y la presencia fantasmal de los muertos jugando con los relojes blandos de la eternidad era cuestión de superación, entrega y trabajo.
Ese maestro del mestizaje que ya ha trascendido a sus latidos desde que murió el 15 de mayo en México fue homenajeado ayer en el Instituto Cervantes de Madrid por cuatro amigos: José Manuel Caballero Bonald, Juan Goytisolo, Julio Ortega y el director de la institución, Víctor García de la Concha. Será el primero en un mes donde también se le rendirá tributo en la Casa de América la próxima semana.
A Carlos Fuentes no le gustaba hablar de la muerte: “Le resultaba una pérdida de tiempo. Literalmente. Porque lo detiene, el tiempo, y porque una vez ocurre, no hay mucho que decir”, recordaba su entrañable amigo Ortega.
Por eso se fue de repente este mes, dejando una inmensa obra agrupada bajo el título La edad del tiempo, como no, que es cartografía de un mundo inabarcable a la manera del perfil que Goytisolo trazó de él: “Entre los cronistas de indias, la curiosidad de Humboldt y la cólera de Bartolomé de las Casas”, dijo el escritor español.
Ambos, Ortega y Goytisolo, incidieron e insistieron en la importancia y la obsesión de Fuentes con el tiempo. “Quería crearlo para trascenderlo”, aseguró Goytisolo.
Mientras, Ortega contaba que se encontraba inmerso en la reorganización de su obra y que, para ello, esa constante resultaba crucial: “La temporalidad cambiante según el momento en que se lee”, comentaba. Así se fija una verdad inapelable:
“Cada persona, al leer y releer encontrará otro sí mismo”.
El primer libro de Carlos Fuentes fue Aura, de la que este años se cumplen 50 años y que será leída íntegramente en Casa de América. Pero también lo fue Federico en el balcón, trabajo que dejó inédito y apareció en las páginas de EL PAÍS a raíz de su muerte. “Nunca escribió dos novelas parecidas”, aseguró Goytisolo.
Quizás porque resultaba un escritor ajeno a las clasificaciones, regateador de estilos, obsesionado con la reinvención.
Para él, cada nueva obra era la primera.
Así, alguien puede encontrar obsesiones similares en Aura, Terra nostra o La muerte de Artemio Cruz, ligazones azarosas en La silla del Águila o Diana y la cazadora solitaria y Los años con Laura Díaz, pero jamás hallará la misma estructura, ni el mismo discurso, ni personajes que se le parezcan o tiempos narrativos redundantes.
Fuentes era la aventura y el delirio experimental, la dedicación, la indagación y el trabajo sin excusas volcado en su literatura sin distracciones para redondear esa suma literaria del tiempo de todos nosotros que es pasado, presente y futuro, ese aire que acoge sin precisión matemática a la especie.
Sobre todo después de que un día, su íntimo amigo García Márquez, en los días que se ganaban buena parte de su vida inventando guiones para pagar las facturas, le exhortara:
“Pero Fontacho, ¿qué vamos a hacer? ¿Salvar el cine mexicano o escribir nuestras novelas?”, rememoraba ayer García de la Concha.
A partir de ahí ya merodeaba por el ánimo de ambos romper con todo y perdurar. Caballero Bonald expresó toda la hondura y el pulso entre eterno y transgresor que le movió en sus certeras y profundas líneas de ayer basadas en un análisis del ensayo de Fuentes, ‘La nueva novela hispanoamericana’.
Para el poeta jerezano, la clave del mexicano y del ‘boom’ fue seguir la estela de los antiguos cronistas de indias.
“Como ellos tuvieron que nombrar cosas no antes vistas, como en Macondo y así pertenecen a una cadena de acordes léxicos y sintácticos que busca en el mestizaje sus raíces poéticas. Revitalizan y rescatan el verbo, lo utilizan contra el dogma y la musaraña académica.
Que magnífica lengua impura la que hablan esos personajes que deben acudir a sus novelas para saber que existen”.