Entrevisté ayer a Rosa Conde, que hasta ahora era la directora de la Fundación Carolina, obligación que la llevó durante años a viajar sin fin entre España y América, ida y vuelta, hasta completar una ruta de 120 viajes, más o menos. En esos trayectos leyó muchísimos libros, y en tierra, claro, siguió leyendo, pues esa es una de sus maneras de enfrentarse a la realidad, leyendo, y leyendo, sobre todo, ficción.
Me dijo que en el último viaje, de ida y vuelta, a Argentina, se había leído Madame Bovary.
Y después de la novela de Flaubert, ya en tierra, y cesada en el cargo que la hizo viajar tanto, quiso comenzar "el primer día del resto de mi vida" leyendo otra vez El gran Gatsby, de Scott Fiztgerald, y La peste, de Albert Camus.
Mientras ella hablaba, yo tomaba notas en un cuaderno de EL PAÍS, pero ahí, cuando pronunció el título de la novela de Fitzgerald, por dentro de mi memoria empezaron a saltar las escenas inolvidables de ese libro que yo leí al principio del primer verano que pasé creyendo que iban a venir muchos más veranos y que siempre sería el tiempo de la juventud.
Era la época en que creíamos, aún, que la vida era inmortal, que los paisajes bellos nos iban a acompañar siempre, y ese libro que mezclaba ingenuidad y drama, belleza y credulidad, y también maldad, era, en su belleza literaria, la muestra de que incluso los dramas podían sobrellevarse gracias a la estética.
Había leído a Baroja, a Unamuno, a Camus, a Sartre, a Pavese..., pero hasta la lectura de Fitzgerald no me sentí tan atrapado personalmente por un libro, como si viviera en él; había pasado, claro, por Tres tristes tigres y por Rayuela, pero las novelas de Cabrera Infante y de Cortázar eran parte de nuestras vidas, entre caribeñas y sudamericanas, formaban parte de nuestros sonidos insulares e hispanos, como Cien años de soledad; El gran Gatsby venía de fuera, por así decirlo, te llevaba a una atmósfera muy especial, era un viaje al extranjero con todas las consecuencias, y en ese extranjero literario viví muchos años, volviendo de vez en cuando al libro como si ahí hubiera dejado a un amigo muy querido e inolvidable.
Me impresionó mucho que para cambiar de vida, para iniciar el primer día del resto de su vida, Rosa Conde fuera a la librería a comprar, para releer, en particular esa novela que tanto efecto tuvo sobre mi en tiempos en que, quizá, yo mismo estaba iniciando un día del resto de mi vida.
He estado pensando en eso esta mañana: a veces la vida te impone cambios que tú no sabes que se están produciendo, repasas tu biblioteca y tu memoria, y sabes que algún libro anda por ahí esperando por ti para iniciar contigo esa huida hacia otros universos.
A veces es, como en este caso, un libro que ya leíste; suelo volver, ahora, a El extranjero, o a alguna de las obras de Albert Camus, y suelo volver a la poesía, o busco y rebusco en las librerías hasta que, al fin, encuentro algún libro para huir de todo esto.
Ahora voy a buscarlo; quizá está a mi lado, o quizá no está escrito, alguien en algún lado está escribiendo el libro que es el espejo que espera por nosotros.
Me dijo que en el último viaje, de ida y vuelta, a Argentina, se había leído Madame Bovary.
Y después de la novela de Flaubert, ya en tierra, y cesada en el cargo que la hizo viajar tanto, quiso comenzar "el primer día del resto de mi vida" leyendo otra vez El gran Gatsby, de Scott Fiztgerald, y La peste, de Albert Camus.
Mientras ella hablaba, yo tomaba notas en un cuaderno de EL PAÍS, pero ahí, cuando pronunció el título de la novela de Fitzgerald, por dentro de mi memoria empezaron a saltar las escenas inolvidables de ese libro que yo leí al principio del primer verano que pasé creyendo que iban a venir muchos más veranos y que siempre sería el tiempo de la juventud.
Era la época en que creíamos, aún, que la vida era inmortal, que los paisajes bellos nos iban a acompañar siempre, y ese libro que mezclaba ingenuidad y drama, belleza y credulidad, y también maldad, era, en su belleza literaria, la muestra de que incluso los dramas podían sobrellevarse gracias a la estética.
Había leído a Baroja, a Unamuno, a Camus, a Sartre, a Pavese..., pero hasta la lectura de Fitzgerald no me sentí tan atrapado personalmente por un libro, como si viviera en él; había pasado, claro, por Tres tristes tigres y por Rayuela, pero las novelas de Cabrera Infante y de Cortázar eran parte de nuestras vidas, entre caribeñas y sudamericanas, formaban parte de nuestros sonidos insulares e hispanos, como Cien años de soledad; El gran Gatsby venía de fuera, por así decirlo, te llevaba a una atmósfera muy especial, era un viaje al extranjero con todas las consecuencias, y en ese extranjero literario viví muchos años, volviendo de vez en cuando al libro como si ahí hubiera dejado a un amigo muy querido e inolvidable.
Me impresionó mucho que para cambiar de vida, para iniciar el primer día del resto de su vida, Rosa Conde fuera a la librería a comprar, para releer, en particular esa novela que tanto efecto tuvo sobre mi en tiempos en que, quizá, yo mismo estaba iniciando un día del resto de mi vida.
He estado pensando en eso esta mañana: a veces la vida te impone cambios que tú no sabes que se están produciendo, repasas tu biblioteca y tu memoria, y sabes que algún libro anda por ahí esperando por ti para iniciar contigo esa huida hacia otros universos.
A veces es, como en este caso, un libro que ya leíste; suelo volver, ahora, a El extranjero, o a alguna de las obras de Albert Camus, y suelo volver a la poesía, o busco y rebusco en las librerías hasta que, al fin, encuentro algún libro para huir de todo esto.
Ahora voy a buscarlo; quizá está a mi lado, o quizá no está escrito, alguien en algún lado está escribiendo el libro que es el espejo que espera por nosotros.