Tengo una teoría absurda y conspiranoica que me gustaría compartir con ustedes: Angela Merkel nos está mandando señales a través de la comida. Ríanse, pero si esta iluminación se demuestra cierta dentro de unos años acabaré saliendo en la tele como esos expertos que previeron la crisis en 2002 y todo el mundo se burlaba de ellos.
Mi epifanía sobre la alimentación merkeliana se produjo después de que una amiga pusiera en mi muro de Facebook unas fotos de la canciller alemana comprando en un supermercado de Berlín.
Cuando las vi me pregunté: ¿qué nos está queriendo decir Angela con estas imágenes? Que una primera ministra vaya a hacer la compra al salir del trabajo revela que es igual de pringada que usted y que yo, ergo tiene los pies en la tierra y no se le va la pinza como a nuestros pintorescos gobernantes estilo Camps.
Pero, ¿y el contenido de la cesta? La col sería una muestra de orgullo alemán, aunque también puede significar que necesitamos más austeridad, dado el triste olor a comida pobre (por no decir a pedo) que desprende cuando la cueces.
Con los pimientos rojos y las aceitunas estaría advirtiendo de que, por desgracia, no se olvida de nosotros, los vagonetas mediterráneos.
El vino blanco no sé cómo interpretarlo: puede ser un “me doy a la bebida porque lo vuestro no hay quien lo arregle” o un “más vale que os vayáis dando a la bebida porque no sabéis la que os espera”.
Quizá esté viendo signos donde no los hay, como uno de esos chiflados de la América profunda que se encuentran la cara de Jesucristo en una chuleta y a la Virgen María en un ganchito.
Pero la propia Merkel ha reconocido que su compra refleja algunas de sus ansiedades: en una entrevista, hace un par de años, contó que, como ciudadana de la difunta RDA, tendía a acumular comida como una posesa, no fuera a venir una de esas escaseces tan típicas de los países comunistas.
Me queda por desentrañar el famoso incidente de la cerveza.
Hace unas semanas, un camarero torpón le tiró seis pintas en la chepa a la canciller en una reunión de su partido. Enteritas. Angela supo por un momento lo que es ser una espalda mojada, pero reaccionó como una señora elegante.
En su templada sonrisa me pareció leer un mensaje aterrador: echadme encima lo que queráis, que yo seguiré mandando y vosotros no valéis ni para servirnos cañas.
Mi epifanía sobre la alimentación merkeliana se produjo después de que una amiga pusiera en mi muro de Facebook unas fotos de la canciller alemana comprando en un supermercado de Berlín.
Cuando las vi me pregunté: ¿qué nos está queriendo decir Angela con estas imágenes? Que una primera ministra vaya a hacer la compra al salir del trabajo revela que es igual de pringada que usted y que yo, ergo tiene los pies en la tierra y no se le va la pinza como a nuestros pintorescos gobernantes estilo Camps.
Pero, ¿y el contenido de la cesta? La col sería una muestra de orgullo alemán, aunque también puede significar que necesitamos más austeridad, dado el triste olor a comida pobre (por no decir a pedo) que desprende cuando la cueces.
Con los pimientos rojos y las aceitunas estaría advirtiendo de que, por desgracia, no se olvida de nosotros, los vagonetas mediterráneos.
El vino blanco no sé cómo interpretarlo: puede ser un “me doy a la bebida porque lo vuestro no hay quien lo arregle” o un “más vale que os vayáis dando a la bebida porque no sabéis la que os espera”.
Quizá esté viendo signos donde no los hay, como uno de esos chiflados de la América profunda que se encuentran la cara de Jesucristo en una chuleta y a la Virgen María en un ganchito.
Pero la propia Merkel ha reconocido que su compra refleja algunas de sus ansiedades: en una entrevista, hace un par de años, contó que, como ciudadana de la difunta RDA, tendía a acumular comida como una posesa, no fuera a venir una de esas escaseces tan típicas de los países comunistas.
Me queda por desentrañar el famoso incidente de la cerveza.
Hace unas semanas, un camarero torpón le tiró seis pintas en la chepa a la canciller en una reunión de su partido. Enteritas. Angela supo por un momento lo que es ser una espalda mojada, pero reaccionó como una señora elegante.
En su templada sonrisa me pareció leer un mensaje aterrador: echadme encima lo que queráis, que yo seguiré mandando y vosotros no valéis ni para servirnos cañas.