Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

22 mar 2012

Gadamer, Lledó, Vattimo: filósofos en la intimidad


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Georg Gadamer (1900-2002), discípulo de Heidegger, filósofo y maestro de una pléyade de pensadores contemporáneos, murió el 13 de marzo de 2002, a los 102 años de edad. Dos de sus discípulos, el español Emilio Lledó, y el italiano Gianni Vattimo, revisaron su obra en un diálogo moderado por el catedrático de la Universidad de Barcelona Manuel Cruz. Éste los invitó a hablar y ellos lo hicieron. Lo que sigue es un amplio extracto de la charla, muy centrada, en apariencia, en aspectos de la relación privada pero que trasciende ampliamente el ámbito de lo personal.
Gianni Vatimmo: Yo entré en contacto con Gadamer cuando terminé mi primer grado de universidad, con un estudio sobre Aristóteles.
 Y creo que había conocido a Lledó como bibliografía. La primera vez que vi su nombre fue en una lista de libros sobre la antigua Grecia. En ese momento, Turín era un centro de estudio sobre la filosofía alemana contemporánea.
 Un mérito de Luigi Pareyson, que había traducido en Italia a los existencialistas alemanes. Yo no quería seguir dedicándome a Aristóteles. Pensaba estudiar la filosofía crítica de Adorno. Fui a ver a Pareyson y me dijo que no, porque Adorno era demasiado contemporáneo. Me dijo que debería estudiar a un filósofo crítico como Nietzsche. Era 1960 y, al mismo tiempo que empecé a estudiar a Nietzsche, Heidegger publicó sus dos volúmenes sobre él. Y ahí empezó la dialéctica heideggero-nietzscheana que ha sido mi vida. La verdad es que no sé si soy más heideggeriano o nietzscheano. El caso es que pregunté a Pareyson dónde podía estudiar a estos filósofos alemanes y él me contestó, claro, que en Alemania, en Heidelberg. Obtuvimos cartas de recomendación, sobre todo de Karl Löewith, que hablaba italiano y era también un estudioso de Nietzsche (a quien yo había estudiado más que a Gadamer) y me fui a Heidelberg. Me encontré con Gadamer y lo primero que le pregunté era qué diario alemán tenía que leer. Y el me dijo: “Obviamente, la Neue Zürcher Zeitung”, que era el órgano de los financieros suizos, el equivalente al Wall Strret Journal en Estados Unidos. Y es que Gadamer era, sobre todo, un conservador. Otro de sus estudiantes fue Leoluca Orlando, que se convirtió en alcalde de Palermo en una lista de izquierdas, de modo que al final de su vida venía mucho a Italia y se encontraba siempre envuelto en iniciativas políticas de izquierda. Los escritos de Gadamer se publicaban en L’Unità, el diario del Partido Comunista. En Nápoles hay un empresario, Gerardo Marotta, que ha consumido casi toda su fortuna en la fundación del Istituto Italiano di Studi Filosofici. Su familia intenta ahora salvar los muebles. El instituto sigue trabajando, pero con poco dinero público. Casi todo lo pone Marotta. Bueno, el caso es que yo llegué a Heidelberg y conocí a Gadamer. Era un poco narcisista.
 Él lo decía de mí y yo de él. A veces me comentaba: “Tenemos algo en común: somos histriones”. Y así era. Cuando ya era un poco viejo y se sentía deprimido, su mujer le decía: “Tú necesitas una gira de conferencias”. Era tan narcisista, que pensaba que yo había obtenido la beca Humboldt para traducir Verdad y método. Nunca pensó que yo estuviera en Heidelberg para otra cosa. Yo hacía la traducción, pero trabajaba también en mi libro sobre Heidegger. Lo terminé en el segundo año de estar allá. Había llegado a Heidelberg con una formación fundamentalmente neotomista y mi alemán era muy rudimentario. Se debía sólo a haber leído el Nietzsche de Heidegger con un diccionario al lado. La primera vez que Gadamer me invitó a cenar a su casa me dijo que fuera “sonnabends” (sábado). Yo pensé que era “sonntag abend” (domingo por la noche) y no “Samstag abend” (sábado por la noche), de modo que llegué a la cena con un día de retraso. Esos fueron mis primeros contactos con Gadamer. Pero el contacto verdadero fue que mi traducción de Verdad y método, la primera en todo el mundo.

Emilio Lledó: Yo supe de Vattimo por Gadamer.
 Vattimo a mi lado es un adolescente y Gadamer me decía que había un joven investigador italiano, muy inteligente, que estaba traduciendo Verdad y método. Pero mi encuentro con Gadamer fue menos literario. Yo había terminado mi servicio militar y mi licenciatura en Filosofía. Era 1951 o 1952 y no os podéis imaginar lo que era la Complutense, que entonces se llamaba Universidad Central. Quería huir de este país, que en absoluto me gustaba. No tenía buena preparación en idiomas.
No tenía más que entusiasmo y tristeza. Caí en Heidelberg casi por causalidad. Un amigo me dijo que había un par de profesores, Löewith y Gadamer, que para mí eran entonces desconocidos. Me fui a Heidelberg y perdí un tren porque no sabía distinguir entre “ab” y “an”. Creí que el tren llegaba y resultó que estaba ya saliendo. De modo que coincido con Vattimo: yo también llegué, en mi caso a Heidelberg, con un día de retraso. Mi amigo me había reservado una pensión, pero yo no sabía qué tranvía coger.
 Con los pocos marcos que tenía decidí coger un taxi.
 Por cierto, en alguna de las biografías mías que figuran en la red se dice que llegué a Alemania con una beca Humboldt. ¡Qué más quisiera yo! La beca no la obtuve hasta 1954. Fui a la aventura y lo cuento porque es una de las cosas de mi vida de las que estoy orgulloso. Yo debía de tener una pinta horrorosa. Hoy peso unos 70 kilos y entonces pesaba 53. Era un joven de la posguerra española que había pasado hambre. Porque la posguerra española fue mucho más dura que la alemana. Y cuando hablo de hambre no es una metáfora, es la realidad. En Madrid hubo hambre hasta entrados los años cincuenta. Yo compensaba el hambre física con el hambre intelectual. Bueno, estaba en el taxi y el taxista, me preguntó de dónde venía. Apenas balbuceaba el alemán, pero pude decirle que de España.
Me preguntó qué iba a hacer allí y le dije que a estudiar filosofía y el taxista me dijo: “Pues aquí hay un par de premios Nobel, pero en filosofía están Gadamer y Löewith”. Y me llevó a la pensión.
 Luego supe que Gadamer, que tenía 53 años, daba muy buenas clases y, a los tres o cuatro meses de estar en Heidelberg, yendo al instituto de intérpretes a estudiar alemán, me atreví a ir a verle. Se debió de quedar extrañado de mi alemán y de que fuera español (extrañado y enternecido, y creo que esa ternura la mantuvo siempre) y acabamos hablando en francés, porque él lo hablaba estupendamente y yo un poco mejor que el alemán. Casi al día siguiente me gestionó una beca de la universidad que me permitió estar tranquilo los cinco o seis meses siguientes y, través de él, conseguí una beca Humboldt. La primera vez que se daban tras la guerra europea. Y empecé a ir a sus clases.
Gadamer como profesor
G. V.: Había una gran diferencia entre sus clases regulares y el seminario. El tenía una cosa que llamábamos el “círculo”. Eran unos 10 o 15 estudiantes. Yo iba como invitado y, al comienzo, no entendía casi nada. Él leía y explicaba la parte relativa al espíritu de la Fenomenología de Hegel. Con bastante atención llegaba a entender el texto. Los otros estudiantes estaban más preparados.
 Yo siempre estaba, más o menos, al nivel de un estudiante negro, bellísimo, que parecía un príncipe. Estaba matriculado, procedía de un país de África, y no entendía absolutamente nada. No sé ni siquiera como se llamaba. Fue al círculo un par de veces, pero nunca dijo nada. Yo me sentía, como él, un poco excluido. Pero iba y atendía y seguía traduciendo a Gadamer. Económicamente, los dos años de la beca Humboldt, viví razonablemente. Tenía un compañero uruguayo que vivía de una beca menos dotada. Íbamos juntos a comer y él se comía parte de mi segundo plato. Tenía más hambre que yo. Con él empecé a hablar español. Mi alemán era entonces malo. Procuraba hablar alemán con Gadamer, pero él empezó a estudiar italiano y quería hablarlo conmigo. Tenía ya 70 años y se empeñaba en hablar siempre en italiano. Tenía incorrecciones, por eso me pregunto si, cuando yo hablo español, hago como Gadamer con el italiano
. Cuando celebró el centenario, fui invitado a dar una conferencia, junto a Rorty.
 Después de la conferencia, nos retiramos al seminario, donde estaba Marotta, que quería hablar con él. Durante una hora y media se tomó una botella entera de calvados.
Había llegado a esa edad sin renunciar a ninguna de las comodidades existenciales. Gadamer fue un hombre al que me gustaría parecerme.
 Vivía. Viajó casi hasta la fecha de su muerte. Coincidí con él en Virginia, invitado por Rorty. Gadamer llegó un poco más tarde que yo.
Tuvimos que tomar un avión pequeño para viajar desde Nueva York. Una cosa terrible. Yo estaba asustado y Gadamer impasible. Un amigo me sugirió que no tenía miedo a morir porque tenía más de 90 años y poco que perder.
 Era un personaje fascinante y una propaganda viviente para la filosofía. Un modelo de vida e incluso de muerte.
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E. Ll.
: En 1955 volví a España. Ya entre nosotros había una cierta relación, porque Gadamer era la idea opuesta al profesor alemán estirado. Había una “entrañabilidad”.
 Yo aprendí en Heidelberg lo que era la libertad. Llegaba de una dictadura y allí era libre. Iba a Fontanella, una cafetería italiana en la Hauptstrasse, regentada por un matrimonio italiano encantador y una camarera guapísima. Se llamaba Valeria. Íbamos Juan José Carreras, Gonzalo Sobejano y yo, por ver a la bella Valeria. Allí éramos acosados por muchachas alemanas. Estábamos intrigados por su interés por los españoles, pero en realidad estaban interesadas en hablar español porque eran alumnas del instituto de intérpretes. Durante varios meses, en lugar de aprender alemán estuvimos enseñándoles español.
 Cuando volví a Hidelberg, ya casado con Montse, ella encontró trabajo de inmediato porque hablaba alemán desde niña. Los amigos alemanes que sabían que había vuelto casado, imaginaban que iban a encontrarse con la clásica española con mantilla y peineta. Les rompía todos los esquemas, todos los tópicos. Hay quien dice que soy el introductor de la hermenéutica en España. Yo no soy el introductor de nada y menos de la hermenéutica, porque nunca supe muy bien lo que era. Lo que sí supe muy bien es que Gadamer era un filólogo clásico maravilloso. Yo estudiaba filología clásica y nos reuníamos un par de veces al mes en su casa en lo que llamábamos el “círculo de Aristóteles”. Leíamos y comentábamos a griego abierto y eso, para un aprendiz de filólogo, era admirable. El primer trabajo de Gadamer fue una llamémosle tesina, escrita en latín, sobre la obra de Píndaro.
 Y no tengo más remedio que coincidir con Vattimo: Gadamer era un gozador. Lo fue hasta el último momento. Una vez fui invitado a Nápoles, por el empresario Marotta, a un curso que iba a dar Gadamer sobre La República. Él estaba todo el día rodeado de profesores italianos, pero por la noche se quedaba solo. Me llamaba y cenábamos juntos. Y después de cenar, empezábamos a charlar y decía: “Tomemos otra grappa”. Bajábamos a la cafetería y nos podían dar las tres de la madrugada debatiendo con pasión intelectual. Él tomaba cinco grapas, yo una o dos.
Y él hablaba de Nietzsche, de Hegel, de Platón. Con lucidez. Y no puedo dejar de evocar el apasionamiento intelectual, la libertad. Volví a España porque Montse había sacado una cátedra de alemán y coincidieron la suya y la mía de filosofía en Valladolid. Pasar de las orillas del Neckar a las del Pisuerga, en 1962, fue muy duro. Luego, gracias a algunos amigos, Delibes entre ellos, la cosa fue a mejor. Una vez, Gadamer fue a Salamanca y se pasó por Valladolid y dio una conferencia. Imaginaos lo que era Valladolid en 1962. Ahora, cuando vuelvo, no puedo dejar de pensar en lo que ha progresado este país.
A pesar de todo.
El Gadamer político
G. V.: Yo, como soy heideggeriano y antes he sido nietscheano, intento evitar las biografías de mis maestros. Nietzsche no pudo ser nazi porque murió en 1900. Heidegger lo fue un tiempo, por razones que no comparto. En ese momento, otros grandes pensadores como Bloch o Lukacs optaron por Stalin. Heidegger optó por Hitler. Ya he dicho que no lo comparto, pero me doy cuenta de la situación de Alemania en 1933, oprimida por la deuda de Versalles. Gadamer me contó que, cuando vivía en Marburgo, en los años veinte, no tenía apenas nada que comer.
Se reunían en casa de alguien, los estudiantes de Natorp y quizás el propio Natorp, sin electricidad, y a la luz de una vela leían Guerra y Paz, de Tostoi. Comían pan mojado en la leche. Cuando pienso en estos años, comprendo la actitud de Heidegger. Él abandonó pronto el partido nazi. No le gustaban los nazis y a los nazis no les gustaba él. ¿Qué hizo Gadamer en esos años? No lo sé. Nunca se lo pregunté.
 Sé que, tras la liberación de Alemania, Gadamer fue el primer rector de la Universidad de Leipzig, en la Alemania Oriental. Debía de tener una historia pasada nada filonazi o no lo habrían elegido. Gadamer era un conservador liberal. También con nosotros, porque toleraba muchísimas cosas. Yo no me interesé nunca por su pasado. No sé. Esas cosas no me interesan. Farias, el chileno que escribió sobre el pasado de Heidegger, lo hizo para decir que la filosofía de Heidegger es nazi. Yo no lo creo.
 De lo contrario, la filosofía de Aristóteles, que pensaba que las mujeres no tenían alma, hoy sería considerada una filosofía antitodo. No me interesa. Eso no tiene nada que ver con su filosofía. La filosofía no es una ciencia empírica. Si uno descubre una nueva fórmula de aspirina, es igual que sea nazi o no, si la fórmula funciona. La filosofía es otra cosa, algo que me implica. Y Heidegger eligió ser nazi en 1933 por una auto mala interpretación. Heidegger pensó que era posible restaurar una filosofía presocrática, premetafísica. Como si pudiera haber un mundo sin metafísica. El sueño de Heidegger en ese momento era el mismo de Nietzsche cuando colaboraba con Wagner: que había un periodo presocrático, previo al racionalismo occidental inaugurado por Descartes, un periodo preclásico y que se trataba de restaurarlo. Nietzsche creyó que se podía restaurar con Wagner, hasta que descubrió que el festival de Bayreuth era un lugar de encuentro de viejas señoras que escuchaban música y que con esas damas no se podía acometer la revolución cultural. Heidegger se equivocó también.
 Pensó que los dos grandes bloques mundiales eran el comunismo soviético y el capitalismo americano (él consideraba a ambos casi iguales y Adorno también), y que frente a ambos bloques tecnológicos, Alemania podía ser una solución.
 Se equivocó, pero intentó una lucha de ese tipo. Hoy, cuando ya sólo existe un poder en el mundo, creo que Heidegger militaría donde milito yo, aunque no lo sé con exactitud. Respecto a Gadamer, no siempre pienso que lo entiendo. Lledó decía antes que no sabía lo que era la hermenéutica, yo siempre atribuí a Gadamer lo que coincidía conmigo, teniendo en cuenta que, como al principio él no leía italiano, yo podía decir lo que quisiera. Había un punto fundamental entre Gadamer y mi desarrollo de la hermenéutica. Lo expuse cuando se conmemoró su centenario y expliqué la historia de una coma. Hay una frase, que yo tuve que traducir al italiano, que dice: “El ser, que puede ser comprendido, es lenguaje”. En alemán siempre se pone coma antes de una oración relativa. Pero, si pones la coma, escondes el ser.
 Si lo pones sin coma, sólo es lenguaje “el ser que puede ser comprendido”. Yo intento, heideggerianamente, leer esta frase con coma. Es decir, que la hermenéutica se aplica a todo. No hay nada que no sea interpretación. Nietzsche había escrito ya antes “no hay hechos, sólo interpretaciones”.  Gadamer nunca radicaliza la hermenéutica hasta ese punto. En eso era menos fiel a Heidegger que yo. Habermas dice que Gadamer urbanizó la provincia heideggeriana. Es decir, interpretó a Heidegger de un modo aceptable. Heidegger dice que el lenguaje es la casa del ser, Gadamer, creo, nunca lo ha dicho. Hablaba de que el ser acontece en el lenguaje, de la importancia del lenguaje. Pero nunca llegó a eliminar la diferencia entre ciencias sociales y ciencias naturales. Nunca pensó que la historia de la metafísica empezaba en Platón. No era un heideggeriano radical. No sé si llegó a entender la expresión “pensamiento débil”, que yo creo que es la hermenéutica verdadera. Decía la esposa de Pareyson, que era psicoanalista, “mi marido es demasiado viejo para hacerse el psicoanálisis”. Gadamer era demasiado viejo para convertirse al pensamiento débil. Rorty opinaba lo mismo. Él no era tan idealista como yo.
 Era más pragmatista y creía que la verdad es lo que es bueno para nosotros. ¿Cómo para nosotros? Le objeté que tenía que hablar de “nosotros” en términos históricos. Gadamer nunca reaccionó de manera positiva en esto. Pero en Italia, Gadamer toleraba muy bien el mezclarse con extremistas de izquierda. Quizás pensaba que Italia, para ser un país liberal, necesitaba pasar por una fase comunista. El liberalismo económico en Italia sólo da monopolios. Es una autocontradicción absoluta de la sociedad liberal. Ningún empresario liberal cree que haya que mantener con vida a un competidor. Pretende destruirlo y cuando esto ocurre, el liberalismo no muere. Creo que Heidegger podría ser hoy un buen comunista, como fue un mal nazi en su tiempo.
E. Ll.: En sus clases transmitía el espíritu de la libertad.
En aquella época, por ética histórica de mi país, yo sería un estudiante de izquierdas y creía lo que había dicho Lukacs en La destrucción de la razón, que la filosofía de Heidegger era el sueño de un burgués entre dos guerras. Hablábamos, los estudiantes, de la “papilla heideggeriana”
 Pero Gadamer nos hablaba a veces de Heidegger y un año lo trajo. Fui, pensando en que nos iba a sumergir en su papilla metafísica. Y, con gran sorpresa, vi que se sabía muy bien el griego de Aristóteles. Estábamos leyendo el De Anima y nos dimos cuenta de que aquel hombre tenía también una formación muy sólida. En fin, era tal el espíritu de libertad que había en Heidelberg, que el tema política no es que me resbalara, al contrario, pero tenía cierto miedo a descubrir algo excesivamente conservador.
 Yo viví en una Alemania en la que paseaba por calles llenas de escombros
. Una Alemania triste, pero la universidad latía con una vitalidad, un entusiasmo que no se debería perder nunca.
Y no quiero dejar de decirlo, me parece una vergüenza que haya anuncios de universidades donde se promete un puesto en la industria. Esa no es la idea de la vida universitaria.
 Hay que aprender a entusiasmarse con un tema, con el aprendizaje, Lo demás, ya llegará.
El entusiasmo por las ideas, el entusiasmo por el aprendizaje, el encarnizamiento por la pasión intelectual no lo podemos perder. Yo me siento heredero del espíritu de libertad que es la hermenéutica.
 Descubrí la importancia de la filosofía del lenguaje por Gadamer.
 Me puse con tanto interés a estudiar griego porque quería asistir al momento en el que se crea el lenguaje filosófico, el latido filosófico de las palabras. Eso me une a Gadamer. Y quizás conviene ser consciente de que la amistad y la memoria son las formas humanas de la inmortalidad. Ahora escribo un libro sobre la amistad, pero me cuesta, porque se ha escrito mucho y me gustaría decir algo nuevo. Primero me salía una cosa muy erudita y lo dejé. Luego he vuelto. Me gustaría encontrar unas cuantas ideas sobre un tema esencial de la vida humana. Somos lenguaje y afectos. El mundo del lenguaje está gramaticalizado, pero no el de los deseos, el del amor. Y en eso estoy. Es una lucha que me divierte, aunque no sé a donde llegará. ¡Dichoso libro! Lo digo porque me está dando mucha dicha, mucha felicidad.

¿Dónde se esconde Lady Di?



LadyDi
La princesa de Gales, en Palma de Mallorca en 1987. LUIS MAGÁN
¿Cómo sería la vida de la princesa Diana de Gales si no hubiera muerto en 1997?
A partir de esta idea la escritora Monica Ali ha escrito la novela Una vida posible que llega hoy a las librerías españolas.
EL PAÍS te ofrece en primicia uno de los pasajes clave de la obra editada por Duomo y creada por la autora nacida en Bangladesh y finalista del Booker en 2003 por Siete mares, trece ríos. Puedes leer aqui el avance de Una vida posble.

Por Borja Bas
La noche en que el coche en que viajaban Lady Di y Dodi Al-Fayed se estrelló a más de cien kilómetros por hora contra una columna del Puente del Alma de París, en verano de 1997, murió una princesa y nació un mito
. A los días de luto de su pueblo le siguieron algunas teorías conspiranóicas (impulsadas en buena medida por el padre de Al-Fayed), que señalaban la intolerancia de la corona británica a un supuesto compromiso de la pareja. La propia Diana había escrito en 1995 a su mayordomo, Paul Burrell, confesándole sus temores:
 “Alguien en las altas esferas planea un accidente en mi coche provocado por un fallo en los frenos”.
En realidad puede que no hubiera nada que rascar más allá de un fatídico accidente.
 Pero las huellas de todo aquello: la plebeya rebelde, la esposa repudiada, el acoso mediático; fraguaron un icono cuyas consignas aún hoy definen un cambio de paradigma en las monarquías europeas, en las amas de casa modernas y en la relación de la prensa con la fama.
La novela Una vida posible (Duomo Ediciones), de Monica Ali (Bangladesh, 1967), ahonda en esas aristas partiendo de la hipótesis de que la Princesa de Gales siguiera viva tras fingir su propia defunción. Cuenta su autora  que “en el momento de su muerte,
Diana aparentaba encontrarse en una encrucijada vital: estaba cada vez más involucrada en campañas humanitarias mientras su vida personal caía en una espiral turbulenta
. A menudo me había preguntado cómo habría sido su vida de no haberse visto truncada. ¿Cómo habría madurado a partir de los 40 años?”.
Una_vida_posible_fancyY así es como nos encontramos con Lydia Snaresbrook, una mujer mediando la cuarentena instalada en un aburrido pueblo estadounidense bautizado, no por casualidad, Kensington.
 Una especie de Wisteria Lane rural donde la máxima preocupación de las vecinas es que no se les queme el pudin de la cena.
De hecho, algunos de los episodios donde se narra el día a día de la reinsertada princesa de tapadillo están cerca de una secuencia descartada de Mujeres desesperadas (algo que la novelista Joanna Briscoe definió en su crítica para The Guardian, muy atinadamente, como una mezcla entre Judith Krantz y Jonathan Franzen).
La escritora se escurre del barniz chick lit dotando de protagonismo a otros dos personajes esenciales para comprender el suicidio público de la princesa: su secretario privado y el paparazzo que más la hostigó en sus años de celebridad. Del primero se registran las entradas de su diario personal en el año posterior a haberla ayudado a llevar a cabo su “pequeño plan” de fuga.
Del segundo, sus casi incontrolables impulsos al toparse por casualidad en un pueblo perdido de Estados Unidos con una mujer cuyos ojos y gestos le recuerdan tanto a aquella que le robara tantas horas de sueño.
Monica Ali sitúa la narración en 2007, en los días en que a punto está de cumplirse el décimo aniversario de la desaparición de su protagonista de la cubierta de un yate (¿un guiño a otra pérdida de leyenda, Natalie Wood?), una decisión precipitada tras aquel accidente de coche “casi fatal” en París.
 La autora, finalista del premio Man Booker en 2003 por su primera novela, Siete mares, trece ríos (Emecé) y elegida como una de las mejores voces británicas de su generación por la revista Granta, plantea el libro como un juego de géneros.
 Teje una ficción especulativa que avanza del drama de una mujer, que podría ser cualquiera, y sus dificultades para reinventarse hasta un thriller con vocación de best-seller.
Por el camino realiza algunos equilibrismos forzados para sostener el pulso narrativo.
Después de todo, el mito que alimenta sus páginas aún es capaz de ensombrecer cualquier conjetura sobre su traumática existencia.

21 mar 2012

Las flores de la pequeña Ida

Las flores de la pequeña Ida


Las flores de la pequeña Ida
Imagen:

Un cuento de Hans Christian Andersen - 004

- ¡Mis flores se han marchitado! -exclamó la pequeña Ida.
- Tan hermosas como estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ¿Por qué será esto? -preguntó al estudiante, que estaba sentado en el sofá. Le tenía mucho cariño, pues sabía las historias más preciosas y divertidas, y era muy hábil además en recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes castillos cuyas puertas podían abrirse
. Era un estudiante muy simpático.
- ¿Por qué ponen una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, señalándole un ramillete completamente marchito.
- ¿No sabes qué les ocurre? -respondió el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por eso tienen hoy las cabezas colgando.
- ¡Pero si las flores no bailan! -repuso Ida.
- ¡Claro que sí! -dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao.
- ¿Y los niños no pueden asistir?
- Claro que sí -contestó el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeñitos.
- ¿Dónde bailan las flores? -siguió preguntando la niña.
- ¿No has ido nunca a ver las bonitas flores del jardín del gran palacio donde el Rey pasa el verano?. Claro que has ido, y habrás visto los cisnes que acuden nadando cuando haces señal de echarles migas de pan. Pues allí hacen unos bailes magníficos, te lo digo yo.
- Ayer estuve con mamá -dijo Ida-; pero habían caído todas las hojas de los árboles, ya no quedaba ni una flor. ¿Dónde están? ¡Tantas como había en verano!
- Están dentro del palacio -respondió el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardín y se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. ¡Tendrías que verlo! Las dos rosas más preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitúan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son los camareros. Vienen luego las flores más lindas y empieza el gran baile; las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los azafranes, a los que llaman señoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo vaya bien.
- Pero -preguntó la pequeña Ida-, ¿nadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real?
- El caso es que nadie está en el secreto -, respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez que otra se presenta durante la noche el viejo guardián del castillo, con su manojo de llaves, para cerciorarse de que todo está en regla; pero no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrás de los cortinajes y asomando las cabecitas. «Aquí huele a flores», dice el viejo guardián, «pero no veo ninguna».
- ¡Qué divertido! -exclamó Ida, dando una palmada-. ¿Y no podría yo ver las flores?
- Sí -dijo el estudiante-. Sólo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana; enseguida las verás. Yo lo hice hoy. En el sofá había estirado un largo lirio de Pascua amarillo; era una dama de la corte.
- ¿Y las flores del Jardín Botánico pueden ir también, con lo lejos que está?
- Sin duda -respondió el estudiante -, ya que pueden volar, si quieren. ¿No has visto las hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para volar incluso durante el día, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras. Tú misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del Jardín Botánico no han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allí la noche. ¿Sabes qué? Voy a decirte una cosa que dejaría pasmado al profesor de Botánica que vive cerca de aquí ¿lo conoces, no? Cuando vayas a su jardín contarás a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirá a las demás, y todas echarán a volar hacia allí. Si entonces el profesor acierta a salir al jardín, apenas encontrará una sola flor, y no comprenderá adónde se han metido.
- Pero, ¿cómo va la flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan.
- Lo que se dice hablar, no -admitió el estudiante-, pero se entienden con signos ¿No has visto muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen.
- ¿Y el profesor entiende sus signos? -preguntó Ida.
- Supongo que sí. Una mañana salió al jardín y vio cómo una gran ortiga hacía signos con las hojas a un hermoso clavel rojo. «Eres muy lindo; te quiero», decía. Mas el profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchó, produciéndole un fuerte escozor, y desde entonces el buen señor no se ha vuelto a meter con las ortigas.
- ¡Qué divertido! -exclamó Ida, soltando la carcajada.
- ¡Qué manera de embaucar a una criatura! -refunfuñó el aburrido consejero de Cancillería, que había venido de visita y se sentaba en el sofá. El estudiante le era antipático, y siempre gruñía al verle recortar aquellas figuras tan graciosas: un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazón en la mano - pues era un robador de corazones -, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a su marido sobre las narices. Todo esto no podía sufrirlo el anciano señor, y decía, como en aquella ocasión:
- ¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!
Mas la pequeña Ida encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y permaneció largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas colgantes, cansadas, puesto que habían estado bailando durante toda la noche.
Seguramente estaban enfermas.
 Las llevó, pues, junto a los demás juguetes, colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas. En la camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y la pequeña Ida le dijo:
- Tienes que levantarte, Sofía; esta noche habrás de dormir en el cajón, pues las pobrecitas flores están enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen -
. Y sacó la muñeca, que parecía muy enfurruñada y no dijo ni pío; le fastidiaba tener que ceder su cama.
Ida acostó las flores en la camita, las arropó con la diminuta manta y les dijo que descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararía té para animarlas y para que pudiesen levantarse al día siguiente. Corrió las cortinas en torno a la cama para evitar que el sol les diese en los ojos.
Durante toda la velada estuvo pensando en lo que le había contado el estudiante; y cuando iba a acostarse, no pudo contenerse y miró detrás de las cortinas que colgaban delante de las ventanas, donde estaban las espléndidas flores de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda:
- ¡Ya sé que esta noche bailaréis! -.
 Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni una hoja. Mas la pequeña Ida sabía lo que sabía.
Ya en la cama, estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debía ser ver a las bellas flores bailando allá en el palacio real. «¿Quién sabe si mis flores no bailarán también?». Pero quedó dormida enseguida.
Despertó a medianoche; había soñado con las flores y el estudiante a quien el señor Consejero había regañado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto; la lámpara de noche ardía sobre la mesita, y papá y mamá dormían a pierna suelta.
-¿Estarán mis flores en la cama de Sofía? -se preguntó-. Me gustaría saberlo -. Se incorporó un poquitín y miró a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitación contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y le pareció oír que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca lo había oído. «Sin duda todas las flores están bailando allí», pensó. «¡Cómo me gustaría verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por temor a despertar a sus padres.
- ¡Si al menos entrasen en mi cuarto!- dijo; pero las flores no entraron, y la música siguió tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir más, aquello era demasiado hermoso. Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y miró al interior de la habitación. ¡Dios santo, y qué maravillas se veían!
Aunque no había lámpara de ninguna clase, el cuarto estaba muy claro, gracias a la luna, que, a través de la ventana proyectaba sus rayos sobre el pavimento; parecía de día. Los jacintos y tulipanes estaban alineados en doble fila; en la ventana no habla ninguno, los tiestos aparecían vacíos; en el suelo, todas las flores bailaban graciosamente en corro, formando cadena y cogiéndose, al girar, unas con otras por las largas hojas verdes. Sentado al piano se hallaba un gran lirio amarillo, que Ida estaba segura de haber visto en verano, pues recordaba muy bien que el estudiante le había dicho:
- ¡Cómo se parece a la señorita Line! -y todos se habían echado a reír. Pero ahora la pequeña Ida encontraba que realmente aquella larga flor amarilla se parecía a la citada señorita, pues hacía sus mismos gestos al tocar, y su cara larga y macilenta se inclinaba ora hacia un lado ora hacia el otro, siguiendo con un movimiento de la cabeza el compás de la bellísima música.
Nadie se fijó en Ida. Ella vio entonces cómo un gran azafrán azul saltaba sobre la mesa de los juguetes y, dirigiéndose a la cama de la muñeca, descorría las cortinas. Aparecieron las flores enfermas que se levantaron en el acto, haciéndose mutuamente señas e indicando que deseaban tomar parte en la danza. El viejo deshollinador de porcelana, que había perdido el labio inferior, se puso en pie e hizo una reverencia a las lindas flores, las cuales no tenían aspecto de enfermas ni mucho menos; saltaron una tras otra, contentas y vivarachas.
Pareció como si algo cayese de la mesa. Ida miró en aquella dirección: era el látigo que le hablan regalado en carnaval, el cual había saltado, como si quisiera también tomar parte en la fiesta de las flores. Estaba muy mono con sus cintas de papel, y se le montó encima un muñequito de cera que llevaba la cabeza cubierta con un ancho sombrero parecido al del consejero de Cancillería. El latiguillo avanzaba a saltos sobre sus tres rojas patas de palo con gran alboroto pues bailaba una mazurca, baile en el que no podían acompañarle las demás flores, que eran muy ligeras y no sabían patalear.
De pronto, el muñeco de cera, montado en el látigo, se hinchó y aumentó de tamaño, y, volviéndose encima de las flores de papel pintado que adornaban su montura, gritó: «¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!». Era igual, igual que el Consejero, con su ancho sombrero; se le parecía hasta en lo amarillo y aburrido.
 Pero las flores de papel se le enroscaron en las escuálidas patas, y el muñeco se encogió de nuevo, volviendo a su condición primitiva de muñequito de cera.
Daba gusto verlo; Ida no podía reprimir la risa. El látigo siguió bailando y el Consejero no tuvo más remedio que acompañarlo; lo mismo daba que se hiciera grande o se quedara siendo el muñequito macilento con su gran sombrero negro. Entonces las otras flores intercedieron en su favor, especialmente las que habían estado reposando en la camita, y el látigo se dejó ablandar
. Entonces alguien llamó desde e1 interior del cajón, donde Sofía, la muñeca de Ida, yacía junto a los restantes juguetes; el deshollinador echó a correr hasta el canto de la mesa, y, echándose sobre la barriga, se puso a tirar del cajón. Levantóse entonces Sofía y dirigió una mirada de asombro a su alrededor.
- ¡Conque hay baile! -dijo-. ¿Por qué no me avisaron?
- ¿Quieres bailar conmigo? -preguntó el deshollinador.
- ¡Bah! ¡Buen bailarín eres tú! -replicó ella, volviéndole la espalda. Y, sentándose sobre el cajón, pensó que seguramente una de las flores la solicitaría como pareja.
 Pero ninguna lo hizo. Tosió: ¡hm, hm, hm!, mas ni por ésas. El deshollinador bailaba solo y no lo hacía mal.
Viendo que ninguna de las flores le hacía caso, Sofía se dejó caer del cajón al suelo, produciendo un gran estrépito. Todas las flores se acercaron presurosas a preguntarle si se había herido, y todas se mostraron amabilísimas, particularmente las que hablan ocupado su cama.
 Pero Sofía no se había lastimado; y las flores de Ida le dieron las gracias por el bonito lecho, y la condujeron al centro de la habitación, en el lugar iluminado por la luz de la luna, y bailaron con ella, mientras las otras formaban corro a su alrededor. Sofía sintióse satisfecha, dijo que podían seguir utilizando su cama, que ella dormiría muy a gusto en el cajón.
Pero las flores respondieron:
- Gracias de todo corazón, mas ya no nos queda mucho tiempo de vida. Mañana habremos muerto. Pero dile a Ida que nos entierre en el jardín, junto al lugar donde reposa el canario. De este modo en verano resucitaremos aún más hermosas.
- ¡No, no debéis morir! -dijo Sofía, y besó a las flores. Abrióse en esto la puerta de la sala y entró una gran multitud de flores hermosísimas, todas bailando. Ida no comprendía de dónde venían; debían de ser las del palacio real. Delante iban dos rosas espléndidas, con sendas coronas de oro: eran un rey y una reina; seguían luego los alhelíes y claveles más bellos que quepa imaginar, saludando en todas direcciones.
 Se traían la música: grandes adormideras y peonias soplaban en vainas de guisantes, con tal fuerza que tenían la cara encarnada como un pimiento.
Las campanillas azules y los diminutos rompenieves sonaban cual si fuesen cascabelitos. Era una música la mar de alegre. Venían detrás otras muchas flores, todas danzando: violetas y amarantos rojos, margaritas y muguetes. Y todas se iban besando entre sí. ¡Era un espectáculo realmente maravilloso!
Finalmente, se dieron unas a otras las buenas noches, y la pequeña Ida se volvió a la cama, donde soñó en todo lo que acababa de presenciar.
Al despertarse al día siguiente, corrió a la mesita para ver si estaban en ella las flores; descorrió las cortinas de la camita: sí, todas estaban; pero completamente marchitas, mucho más que la víspera. Sofía continuaba en el cajón, donde la dejara Ida, y tenía una cara muy soñolienta.
- ¿Te acuerdas de lo que debes decirme? -le preguntó Ida. Pero Sofía estaba como atontada y no respondió.
- Eres una desagradecida -le dijo Ida-. Ya no te acuerdas de que todas bailaron contigo.
 Cogió luego una caja de papel que tenía dibujados bonitos pájaros, y depositó en ella las flores muertas:
- Este será vuestro lindo féretro -dijo-, y cuando vengan mis primos noruegos me ayudarán a enterraros en el jardín, para que en verano volváis a crecer y os hagáis aún más hermosas.
Los primos noruegos eran dos alegres muchachos, Jonás y Adolfo. Su padre les había regalado dos arcos nuevos, y los traían para enseñárselos a Ida.
 Ella les habló de las pobres flores muertas, y en casa les dieron permiso para enterrarlas.
 Los dos muchachos marchaban al paso con sus arcos al hombro, e Ida seguía con las flores muertas en la bonita caja. Excavaron una pequeña fosa en el jardín; Ida besó a las flores y las depositó en la tumba, encerradas en su ataúd, mientras Adolfo y Jonás disparaban sus arcos, a falta de fusiles o cañones.

vivir para escribir la vida.

Qué espanto, vivir para escribir la vida.
Como si las imperfecciones de aquélla no bastaran, sumarles las imperfecciones de la escritura.
Como si los días no se agolparan y transmitieran, si lo consiguen, una sola impresión que se desvanece, o se confunde con la de un conjunto de días cualquiera. 
Como si un puñado de páginas no se convirtiera, enseguida o dentro de nada, en una masa, montón, sedimento: palabras, cáscaras, fósiles.
Entre el intento de escribir la vida o dejar la escritura al margen de la vida, a la cabaña de Yoshida Kenko van a parar rachas de afuera, como esas gotas que el viento le arranca a la lluvia. 
Y el monje va llenando las paredes de su refugio con papelillos anotados: Tsurezuregusa.
Ocurrencias de un ocioso, lo llama.
Ensayamos entre la necesidad de no practicar ningún asiento, de no habilitar morada alguna -la escritura como rocío salvaje sobre el filo de las piedras- y la tentación de encontrar cobijo, un techo, una constancia al margen del viento.
Así nos vamos yendo entre la huella o el ser, en vida, el viento que regresa a los filos y continúa.
 
Por Jose Carlos Cataño