La historia comienza como otras muchas: chica conoce chico. Se gustan, se acuestan, se enamoran.
Un amor tierno con un solo problema: ella es frígida y vive obsesionada con la obtención de ese placer que se le escabulle desde la adolescencia. Cuando está a punto de resignarse, descubre el increíble magnetismo del orgasmo acostándose a escondidas con el mejor amigo de su pareja.
Entonces comienza la verdadera historia, una de amor y sexo a tres bandas, de esas que todos conocemos porque pueblan los hogares, las calles y la buena y mala literatura, y en la que ninguno de los vértices quiere renunciar a su parte y por eso mismo es probable que lo acabe perdiendo todo. Porque el tres es un número con una enorme capacidad destructiva.
El sol va cayendo a media tarde y se filtra a través de las cortinas del salón de Emilio Martínez Lázaro, en la planta baja de un chalé en Arturo Soria. A esa hora suspendida, la entrevista recuerda en algunos momentos a una sesión de terapia. Pasada ya la frontera de los 65, el cineasta se recuesta en el sofá con gesto de andar de vuelta de casi todo. Habla él y también Daniela Féjerman, dos décadas más joven, sentada a su lado. Entre los dos escribieron a cuatro manos la anterior trama a tres bandas, el guion de su última película,
La montaña rusa, dirigida por Martínez Lázaro.
Una comedia de esas que te clavan varios puñales por la espalda.
Una mujer incapaz de elegir entre el hombre perfecto (pero soso) y el amante volcánico (pero loco).
“No se puede tener todo, esa es la premisa de la película”, dice uno de los creadores. “La pareja ideal, aquella en la que se une el amor y el sexo, no existe”, completa el otro.
Martínez Lázaro, aficionado a Freud y a psicoanalizar a sus personajes, añade que quizá “una mujer sensata, lo que hubiera hecho es sacar el máximo partido” a una relación imperfecta. Asumir el fracaso, la vida incompleta. Otros en su situación, quizá, hubieran buscado pasar del triángulo irregular al trío. El tres, a veces, es el único equilibrio.
“Puede que las parejas necesiten de un aliciente, algo que les sirva de vitaminas”, cuenta la sexóloga y socióloga de Barcelona Marian Ponte. Hay casos: “Recuerdo a un señor emparejado con una modelo. Como él era mayor y deseaba que ella disfrutase, porque era muy joven y él no tenía tanto apetito sexual, seleccionaba a las personas que tenían que estar con su mujer.
Hay personas que pueden tener la madurez de no ser posesivos y, por circunstancias de la vida, aceptar un vínculo a tres bandas”.
El cantautor canadiense Leonard Cohen, por ejemplo, escribió en 1971 una canción críptica titulada
Famous blue raincoat (Famoso chubasquero azul) en la que, más que aceptar una convivencia a tres, asumía y perdonaba la relación de su mujer, Jane, con un tercero. Lo llamaba “mi hermano, mi asesino”, y le daba las gracias por haberle devuelto a su mujer una mirada serena. El tema era además un cuidado tributo al tres: la letra, escrita como si fuera una carta dirigida al tercero, la estructuró en versos de pies anfíbracos, compuestos por tres sílabas, una larga entre dos breves; la prolongó durante tres estrofas, con tres puentes y tres estribillos, y la guitarra acompañaba su voz oscura también con un ritmo ternario.
El tres, en la música, suele ser una invitación al baile, a salirse de la rigidez de una estructura binaria. Y así prosigue la sexóloga Ponte: “Recuerdo otro caso donde dos personas tenían mucho miedo al compromiso después de salir muchos años y tontearon con una tercera persona.
Se enamoraron los dos de ella.
Se estableció un trío y acabaron mudándose los tres a una casa. Todos decían tener el equilibrio que no encontraban en una sola persona”.
El mismo equilibrio del que hablaba la cantante mallorquina Concha Buika, una mujer “bisexual, trifásica y tridimensional”, a lo largo de una
divertida entrevista realizada en 2006 por Manuel Cuéllar en EL PAÍS, en la que reconocía dos años de convivencia en trío junto a un músico con el que tuvo un hijo y a África Gallego, la excantante de Mojo Project.
Decía Buika: “Que el matrimonio es de dos se lo inventó un tío, y como yo soy una tía, me invento que es de tres (…). Es lo más cómodo, coherente y emocionalmente divertido que he encontrado”. Primero halló a su marido, luego tropezó con su mujer.
“Me la encontré y lo primero que hice fue agarrarla de la mano y llevarla a casa. Si yo veo una cosa tan bonita, lo que quiero es que la persona que más quiero también la pueda disfrutar. ¿Por qué lo voy a esconder?”. A los dos años, sin embargo, se les agotó el cuajo que los mantenía unidos, según la cantante, “porque se establecía, de repente, la individualidad”.
Algo parecido les ocurría a los protagonistas de
Castillos de cartón (2002), de la escritora Almudena Grandes. “El tres es un número impar”, comienza el libro, una obra sobre el descubrimiento del arte, el amor y el sexo en el Madrid catártico de los ochenta. Un número impar que se les vuelve par a tres estudiantes de bellas artes, dos hombres y una mujer en efervescencia sentimental y creativa. “Seguían siendo dos personas distintas y habían empezado a ser una sola persona al mismo tiempo, un amante memorable, el más impotente y el más feroz, el más brusco y el más dulce, el más divertido y el más silencioso, el más intenso siempre de cuantos había conocido”, narra en un momento la protagonista.
Y la cifra se vuelve una suma muy práctica en las cuestiones cotidianas. “Éramos tres, los tres iguales, y eso implicaba mayorías absolutas de dos contra uno en los pequeños conflictos de todos los días”. Pero esto también será el origen del conflicto.
Dice Almudena Grandes que escribió aquel libro en plena mayoría absoluta de Aznar, cuando comenzó a notar a su alrededor “un espejismo de retroceso” y sintió nostalgia de aquellos primeros años de democracia, de libertad y búsqueda de nuevos límites; y por eso relató, en sus palabras, “una historia de amor de tres personas, como un intento de recordar la capacidad de vivir el exceso sin culpa de los ochenta”.
Los tres protagonistas eran capaces de vivir su trío, vinculado al lado perverso, con la inocencia de toda una época, pero a la vez de forma salvaje y feroz.
No es que hoy no existan este tipo de historias a tres bandas, intuye Grandes, sino que probablemente no supongan el mismo desafío. “Quizá se encuentren más vinculadas al sexo y menos a la idea de escupir sobre los retratos de nuestros abuelos”.
“Los tríos son una declaración de guerra a 2.000 años de tradición marital”, resume el doctor y psicoanalista Paul Jaonnides en su extenuante
A guide to getting it on!
(¡Una guía para montárselo!), una obra de casi mil páginas. En ella, el autor dedica un capítulo a la búsqueda de placer y el equilibrio a través de una tercera persona (o siendo esa tercera persona). Y avisa: “Un trío revuelve las emociones de tres personas, en lugar de las dos habituales. El potencial de todo se incrementa, desde el nivel de excitación, hasta el grado de daño y de angustia”. Es frecuente que una de las personas que en un principio se desgañitaba por compartir una relación a tres bandas –una de las fantasías más recurrentes–, de pronto se vea relegada al segundo plano de la acción. Es más, puede llegar a convertirse en el espectador pasivo de una actuación en la que su pareja parece obtener mayor placer de una persona distinta. No es fácil calibrar este tipo de emociones. Por eso, el doctor Jaonnides recomienda: “Da igual lo mucho que hayas disfrutado del trío, asume que a la mañana siguiente te levantarás lleno de preocupaciones.
Después de todo, acabas de violar las expectativas de una sociedad que valora la monogamia”.
Lorena, nombre ficticio para una madrileña treintañera, compartió un noviazgo de nueve meses con una pareja preestablecida (llamémosles Alicia y Fede) y dice: “Para lo bueno y para lo malo, un trío no cuenta con referentes de ningún tipo”.
Lo cual, por un lado, es una ventaja, pues sus miembros se acercan a él sin prejuicios sobre lo que es o ha de ser la relación; pero a la vez implica reinventarse el trinomio cada día. Todo surgió a partir de una atracción entre Lorena y Fede.
No quisieron saltar a escondidas por encima de una pareja. Pero a los dos o tres meses fue Alicia quien propuso que se fueran los tres a su casa. Aquella vez Lorena dijo que no. A la siguiente les respondió que mejor en la suya.
Y ocurrió. “Simplemente se presentó, dejamos que pasara”, dice Lorena. “No fue algo sucio, ni oculto. No hubo malicia. Los primeros cuatro meses fueron muy bonitos.
Desaparecía el factor de posesión, había una enorme sensación de generosidad”. Quedaban como cualquier pareja. Solo que a tres. Hubo una vez en que Lorena se quedó un paso atrás, sin participar en el nudo de cuerpos. “Y tener algo tan real así, tan cerca…”. Luego llegó un momento en que sintió la necesidad de relacionarse con cada uno a solas.
E intuyó el primer bache. Las circunstancias se dieron en verano.
Primero fue a visitar a Alicia, que pasaba una temporada fuera de Madrid. Notó cierta frialdad. De vuelta en la ciudad, cuando Lorena quedó con Fede, Alicia llamó y dijo que no estaba tranquila si quedaban los otros dos a solas.
Comenzaba a romperse el equilibrio del tres.
“Habían tomado una decisión entre ellos, sin contar con mi opinión”. Una decisión por mayoría. Dos contra uno. Nones. La relación duró aún unos meses, pero los relojes marcaban ya la hora con cierto desfase. “De pronto empiezas a dudar, te preguntas a quién de los dos…”, concluye Lorena. “Ellos me querían, me quieren. Pero llevábamos distinto ritmo”.
Dice la exhibicionista Venus O’Hara, bloguera de
sexo fetish (www.venusohara.org) y colaboradora del blog Eros de El País, que amar a dos personas a la vez es complicado. “Si estuviera enamorada, no creo que pudiera participar en un trío”.
Otra cosa es el chispazo, las historias de una noche. O’Hara ha vivido dos escenas de este tipo y disfrutó sobre todo de la segunda, más madura: “Era como tener lo mejor de ambos mundos: la suavidad de la mujer debajo, y encima al hombre, más brusco”.
Miguel, un madrileño casado con estilo de vida
swinger (intercambio de parejas), trata de explicar esa misma sensación, pero más masculina: “Nosotros siempre buscábamos el trío. Cuando una mujer se encuentra entre dos hombres, su placer se potencia… Se vuelve un paraíso”.
Clara y él formaron cientos de tríos a lo largo de los años.
Hoy la pareja vive dividida por el océano Atlántico. Pero en 2011, cuando
El País Semanal compartió una noche con ellos, para esta pareja el número dos era sencillamente el punto de partida
. Entre ambos formaban una base que completaba un tercero, y este último vértice funcionaba a modo de interruptor en el cerebro de ambos que activaba ese campo magnético que los
swingers suelen llamar morbo.
Lo anterior son historias reales.
Pero la ficción suele nutrirse de este tipo de situaciones a tres bandas. Dice Eduardo Ladrón de Guevara, el veterano guionista de la serie
Cuéntame, que los tríos funcionan bien porque ayudan a revelar las contradicciones de los personajes.
Por poner un ejemplo histórico y de peso, no es lo mismo la relación entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir así, a primera vista, que la relación de dos de los pensadores más importantes del siglo XX cuando se supo que habían trastornado a una joven llamada Bianca Lamblin, a la que ambos sedujeron y con la que se acostaron durante unos años
. En la última temporada de la serie de TVE-1, el guionista introdujo a Carlitos, al que hemos visto crecer desde hace una década, en un trío (dos hombres, una mujer), dando entrada a lo que este tipo de convivencia tenía de iniciático y subversivo en los estertores del franquismo y los primeros pasos de la democracia. Y mostrando también el pulso entre tradición y ruptura de la burguesía española de la época. Ladrón de Guevara no participó en ningún triángulo entonces.
Pero sí conoció alguno de cerca, normalmente de corte trotskista. “La gente se acercaba a ellos desde la teoría y les acababa devolviendo siempre la cruda realidad: la angustia, los celos, la competición”.
De esto último hay bastante en
La montaña rusa, de Emilio Martínez Lázaro.
Pero sus tres protagonistas se resisten al tres puro, se quedan en triángulo imperfecto.
No hay trío, salvo en las fotos que acompañan estas páginas.
Dice el director de
Las trece rosas y
El otro lado de la cama que esa no es su historia, ni podría serlo. “Cada uno de los implicados quiere ocupar el lugar del otro, tenerlo todo”, añade. Ernesto Alterio, uno de los actores protagonistas, el amante volcánico, se encoge de hombros y dice que, en el fondo, los intérpretes son marionetas que dan vida a las obsesiones de sus creadores.
Él, que tiene la mirada de quien ha mirado muy dentro, improvisó en un receso de la sesión fotográfica una reflexión contradictoria sobre los triángulos: “El tres representa lo impar. Rompe la simetría, el equilibrio. Pero a la vez, tres patas ya pueden sostener algo”. Luego dibujó sobre la mesa el símbolo religioso de la trinidad, y prosiguió: “En cuanto entra un tercero, se activa el deseo. Uno desea algo en la medida en que otro también lo desea”. Al menos, es lo que le ocurre a él con Alberto San Juan, su mejor amigo en la película.
San Juan, a su vez, ensayó una explicación más libertaria:
“Las formas del amor pueden ser infinitas, mientras las partes implicadas actúen por propia voluntad. En las películas de Martínez Lázaro siempre hay una invitación a la libertad, y sobre todo al amor libre. Aunque libre no significa necesariamente polígamo”.
Él se acababa de marcar un desnudo frontal frente a Outumuro, como para dejar claro lo que opina de los tabúes. Verónica Sánchez, que es quien interpreta a la chica, dijo en cambio que el tres tiene algo de huida hacia delante, de puerta a lo desconocido, de caos, de ruptura de la costumbre.
“Tiene que ver con el espíritu de conquista, con hacer tambalear tu vida para saber que estás vivo”.
Pero no quedó muy claro si se refería al triángulo, al trío o a ambos.
Poco antes, los tres actores se habían abrazado desnudos ante la cámara. Era la tercera película que rodaba cada uno con Emilio Martínez Lázaro.
‘La montaña rusa’ se estrena el 16 de marzo en España.