Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

10 mar 2012

DE TU VENTANA A LA MIA

Crítica

El sutil hilo conductor que sujeta y une los tres retablos del tríptico es la chispa que mantiene viva la meritoria ópera prima dePaula Ortiz.
 Candidata al Goya a la mejor directora novel, Ortiz exhibe una sensibilidad nada desdeñable para deconstruir la experiencia amorosa en tres momentos y tres ambientes que urden un todo coherente y unitario a la manera del Stephen Daldry deLas horas, a saber, tres mujeres miran la vida pasar desde una ventana, de alguna manera ajenas a ella, mientras despachan el contexto convulso que les ha tocado vivir amando o desamando mientras buscan su lugar en espacio y tiempo.
De tu ventana a la míabrota de un planteamiento brillante pero excesivamente ambicioso.
 Ortiz no es Daldry, al menos por ahora, y la hondura y densidad lírica y coral del triangular relato conspiran para manchar las óptimas intenciones que sujetan inicialmente el drama.
 El problema es que se respira intensidad impostada y querencia por el artificio (nada especialmente reprobable considerando que lidiamos con un debut); el hilo conductor, decíamos, es sugerente, pero los tres relatos que éste une a duras penas funcionan por sí solos.
Los tres se tejen en torno a un común denominador, pero la entidad dramática de cada una de las piezas por separado es lamentablemente escasa.De tu ventana a la míaes rehén de sus elevadas pretensiones; Ortiz se ha puesto el listón demasiado alto y la falta de horas de vuelo resulta demasiado patente.
Ahora bien, hay razones para el elogio y el optimismo; para lo primero, fundamentalmente, por el excepcional trabajo de las tres actrices protagonistas, con mención de honor para una espléndida Leticia Dolera; para lo segundo por la indiscutible estatura formal del producto.De tu ventana a la míaestá filmada por alguien que conoce bien los entresijos del oficio; la planificación seduce y la dirección de actores también. En Paula Ortiz hay madera de cineasta de raza. Los defectos, entendemos, acabará por pulirlos el tiempo.

ESCÓNDEME EN TUS BRAZOS - NERUDA , Por Olga Manzano y Manuel Picón

Arte firmado por mujeres


'Mujer de Samurái' (2008), de Paloma Navares, incluido en la exposición 'Ellas creadoras de los siglos XX y XXI', en el centro cultural Pérez de la Riva, Sala Maruja Mallo (Las Rozas, Madrid)
Poco a poco estas artistas deben ser integradas en su contexto artístico histórico. Durante demasiado tiempo han sido omitidas por completo o aisladas —incluso como en esta exposición— y comentadas solo como mujeres artistas, como si de alguna extraña manera no fueran en absoluto parte de su cultura.
Esta exposición será un éxito si ayuda a terminar de una vez por todas con la necesidad de hacer exposiciones de este tipo”.
Con esta reflexión concluía el texto de Ann Sutherland Harris para una muestra inaugurada en 1976. Se trataba de la primera exposición de mujeres creadoras con un sesgo reivindicativo, tratando de rescatar los nombres de aquellas artistas, en especial pintoras, que habían marcado hitos importantes en la historia del arte occidental. Claro que no estaban todas las que eran, pero desde luego eran todas las que estaban en el esfuerzo que las comisarias, Ann Sutherland Harris y Linda Nochlin, llevaban a cabo en Los Angeles County Museum of Art. Desde Sofonisba Anguissola hasta Artemisia Gentileschi, Mary Cassat, Berthe Morisot, Kahlo o Popova, entre tantas, hasta personajes menos populares incluso hoy como Clara Peeters —con una estupenda representación de sus bodegones en el Museo del Prado, por cierto—, Mary Osborn, Sophie Taeuber-Arp o Alice Neel, las artistas se recuperaban para el relato oficial en un intento de llenar un vacío o, más aún, de escribir una nueva narración que sustituyera al relato canónico.
La muestra Mujeres artistas. 1550-1950 se inscribía, así, en el esfuerzo que algunos años antes, en 1971, había iniciado la propia Nochlin en el estudio de las artistas, con su artículo clásico ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Desde cualquier punto de vista dicho artículo abría el camino a todas las siguientes revisiones de la historia del arte canónica —desde los llamados estudios queer hasta los estudios poscoloniales o estudios visuales— que han tratado y tratan de crear un corpus en el cual lo olvidado por el discurso establecido, lo borrado, lo excepcional incluso, pueda ser integrado a una nueva posible narración que rescate aquello que el discurso del poder ha ido dejando a un lado en su maniobra de establecer el canon cómodo para sus intereses y sus estrategias. Por eso resulta tan fundamental la citada exposición: allí se dejaba claro, a través de ejemplos en buena medida rescatados de museos, que en la historia del arte occidental habían proliferado las mujeres artistas. Y no solo: se ponía de manifiesto cómo las obras de muchas de ellas resistían cualquier comparación con sus colegas masculinos, incluso sin revisar el mencionado canon occidental que se basa en las perversas excepciones positivas —Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Picasso, Pollock… Dicho de otro modo, aquellos artistas que se ajustan al modelo impuesto de “genio creador” del cual históricamente hemos sido excluidas las mujeres.
No se trata de buscar ese ‘arte femenino’ que argumenta las diferencias en cuestiones biológicas; eso no ha existido jamás
Y justo en ese momento, al plantear la posibilidad de las genias, la pregunta surgía incómoda, a pesar de que Nochlin había dejado claro cómo las propias circunstancias vitales de las artistas habían dificultado alcanzar el codiciado estatus de grandes artistas —desde la imposibilidad de formarse en un taller solo para hombres hasta los maridos y los hijos, las falsas autorías o la exclusión de las academias. Y se contestaba de forma contundente: en realidad, ¿cuántos leonardos ha habido en la historia entre los artistas hombres? Y se iba más allá: ¿no es posible enfrentar la historia desde otro punto de vista, desde una fórmula diferente que no implique un canon inamovible, ni siquiera un canon?
Tal vez las mujeres tenemos y hemos tenido una agenda distinta del modelo del poder establecido desde el territorio de lo masculino.
 Tal vez, a pesar de los impedimentos reales y mencionados, los objetivos y las preguntas de las mujeres artistas no hayan sido las prioritarias para el discurso impuesto.
 Sea como fuere, lo excitante de la cuestión era observar cómo el problema de las mujeres podía ser extrapolable a artistas menores, periodos de decadencia —por ejemplo la Edad Media, durante siglos denostada y hoy estudiada en la brillantez e innovación de sus propuestas— o de países periféricos, como ocurre con el Renacimiento en España, que desde el canon no se puede comparar ni puede competir con el italiano.
 Pero ¿hay que compararlo o se trata de otra búsqueda?
Después de las reflexiones de las historiadoras pioneras quedaba claro que la insistencia de las excepciones positivas creaba una grieta insalvable entre lo que quedaba dentro o fuera del canon que no solo escribía la historia del arte, sino la propia historia de los museos. Comenzaban entonces a proliferar libros sobre la cuestión y surgía la conciencia de esas ausentes que se llegaba hasta las artistas vivas.
Por esas mismas fechas Lucy Lippard, la historiadora y activista, denunciaba las escasas exposiciones de mujeres que mostraban las galerías neoyorquinas, las escasas menciones de la crítica a esas mujeres y la flagrante falta de apoyo institucional. Y no es que se tratara de artistas marginales o carentes de interés. Entre las olvidadas rescatadas por Lippard en su libro From the Center, también de 1976, aparecían nombres como Louise Bourgeois, solo reconocida como pionera inexcusable a mediados de los ochenta.
Se despertaba entre las jóvenes artistas la conciencia de una necesidad de crear un territorio femenino con una especificidad propia y que retara a las convenciones.
Si rescatar los nombres en la historia era básico para crear una genealogía propia, unos modelos, la conformación de un discurso combativo por parte de las artistas plantea la idea de comunidad: solo aunando esfuerzos sería posible hacerse visible. No se trataba, claro, de buscar la esencia de ese arte femenino que argumenta las diferencias a partir de cuestiones biológicas —eso no lo ha habido ni lo habrá jamás.
Se trataba de rescatar ciertos temas menores para la cultura hegemónica que por imposiciones vitales las mujeres habían pintando con más frecuencia —por ejemplo bodegones, debido a una educación que incluso en el siglo XIX a menudo vetaba la copia del natural por motivos moralistas.
 No solo. Entre las jóvenes artistas se empezaban a potenciar los temas negados por la historia del arte tradicional.
 Proliferaban trabajos de artistas como Judy Chicago, Yvonne Rainer o Nancy Spero que hacían un arte femenino en tanto feminista: la intención de rescatar esos temas como acto político.
Es posible que sin las iniciativas que recuerdan el papel de las mujeres los libros no las habrían ido incluyendo poco a poco
Está claro que aquellos esfuerzos de años, aquellos rescates, aquellos actos políticos han dado muchos frutos hoy en día, aunque en ocasiones se tenga la sensación de que se siga tratando de excepciones, como la de Artemisia Gentileschi que ha pasado de ser la hija de Orazio a ser Orazio el padre de Artemisia.
 La historia del arte hoy sabe, ha aprendido, que su relato funcional y sus categorizaciones son muy objetables y necesitan ser revisadas a cada paso.
Pero nadie nos garantiza que dejar de recordar la necesidad de revisar el discurso no acabe por imponer de nuevo algunos de los viejos valores de exclusión, sobre todo en un momento de crisis mundial cuando, la historia lo deja claro, se tiende a regresar a posiciones conservadoras de las cuales desde luego no se librarán las mujeres en el mundo del arte.
El caso de España es más problemático si cabe, debido a la propia historia de su modernidad: la teoría de género llegaría aquí de forma más extendida a mediados de los años noventa del siglo XX, con un retraso considerable, y hasta cierto punto de forma un poco disfuncional, con la vista puesta sobre todo en modelos extranjeros, algo que justificaría por qué Esther Ferrer o Elena Asins han sido descubrimientos muy tardíos, por no hablar de mujeres vanguardistas como Maruja Mallo.
En cualquier caso, al volver al planteamiento de Harris sobre la pertinencia o no de aislar a las mujeres la sensación resulta ambigua sólo hasta cierto punto.
 Si es cierto que no parecen necesarias exposiciones que reúnan a mujeres por el mero hecho de ser tales, sin otro criterio científico que avale el proyecto, cualquier iniciativa que apueste por la visibilidad de las mujeres sigue siendo válida y lo seguirá siendo mientras, por ejemplo, no se equiparen los salarios. Es posible que sin esas iniciativas que recuerdan a cada paso el papel esencial de las mujeres, los libros de historia del arte canónica no las habrían ido incluyendo poco a poco, ni los museos hubieran sacado cuadros maravillosos de sus almacenes.
Se trata de la vieja discusión sobre la discriminación positiva, la política paritaria, del tipo que sea, la cual garantiza que las mujeres excelentes no se queden fuera como ha pasado a lo largo de la historia.
 Incluso ahora, basta con echar una mirada rápida al mundo del arte y observar las cifras de la presencia femenina en colecciones, cátedras, comités, academias, patronatos, dirección de museos…, en pocas palabras, en las instituciones desde las cuales se escribe el paradigma. ¿Cuántas mujeres hay? Prueben a contar: a mí no me salen las cuentas.

Oficio de contar..........Antonio Muñoz Molina

En un fotograma de 'Esto no es una película', Jafar Panahi delimita en el suelo de su vivienda la supuesta habitación de la joven que iba a protagonizar su próximo filme.
Contar historias y escucharlas no es un lujo intelectual al que se entreguen unas cuantas personas con poco sentido práctico: es una fatalidad genética de la especie.
 Desde que empieza a tener un cierto dominio del idioma un niño no para de preguntar y de inventar y de exigir que le cuenten y de marearle la cabeza con relatos a quien ande cerca.
 Queremos algunas veces que nos digan la verdad y otras que nos mientan, y con el mismo empeño miramos a alguien a los ojos y le contamos lo que hemos guardado en secreto durante mucho tiempo, y también miramos con fijeza o apartamos ligeramente la mirada para improvisar una mentira.
 Contamos con palabras y contamos por señas cuando las palabras nos faltan o cuando creemos que ocultamos algo y nuestros gestos o nuestra entonación nos traicionan.
Miramos por casualidad una película o una serie de televisión y aunque no tengamos ningún interés si tardamos unos segundos más en pulsar el mando a distancia ya nos quedamos atrapados por una historia, no porque sea buena o mala, sino porque es una historia, porque nos propone una intriga y nos tienta con el cebo infalible de una solución.
 Contamos en voz alta y contamos por escrito, y algunos cuentan dibujando imágenes o tomando fotos o haciendo películas, o más primitivamente aún, más despojadamente, arañando un nombre en un tronco de un árbol, en el muro de un templo egipcio, en la pared de una celda, imprimiendo una mano abierta en la arcilla húmeda de una cueva paleolítica o en una de esas losas de cemento de las que están hechas las aceras de Nueva York.
Para que no quedara constancia escrita de los poemas que podían mandarlo a prisión Osip Mandelstam los componía enteros en su cabeza y se los recitaba a su mujer para que ella los aprendiera de memoria. La métrica y la rima facilitan una escritura solo mental. Cuando se iba quedando ciego Borges compuso poemas mucho más medidos y rimados que los de su juventud. En vez de aquellas hojas rayadas de cuaderno escolar en las que escribía con una letra de una pequeñez inverosímil, con una pulcritud de ejercicio caligráfico y de miniatura, Borges ensayaba versos en voz alta y medía las sílabas golpeando suavemente con las yemas de sus dedos blancos de ciego. A Emil Nolde, que se sentía tan cercano a los nazis y sin embargo fue incluido por ellos en la etiqueta infamante del arte degenerado, le prohibieron exponer, y también comprar lienzos, pinceles y óleos: lo que hizo fue pintar acuarelas en láminas de cartulina del tamaño de postales, y la pobreza de medios y la limitación del espacio agregaron una fuerza más concentrada a sus visiones sombrías de horizontes marinos y playas abandonadas. Matisse hizo sus prodigiosos collages cuando la penuria de los años de la ocupación lo dejó sin otros materiales.
Jafar Panahi decidió hacer una película sobre su mismo encierro, sobre la mordaza que le impedía salir de casa y del país y hacer películas
Estamos tan hechos para contar historias que en cuanto nos dormimos lo primero que hacemos es empezar a segregarlas. El yo no es una figura sólida y estable sino un relato en marcha que la mente está contándose siempre a sí misma, una tentativa permanente por otorgar coherencia y continuidad al laberinto simultáneo de las operaciones cerebrales y a la multiplicación alucinante de los estímulos de los sentidos. El juego infantil del cuéntame un cuento recuento que nunca se acabe con pan y pimiento es la traslación poética y rítmica de esa narración incesante. En un solo vagón de metro, entre las conversaciones de la gente y las divagaciones de los solitarios de mirada perdida y las historias de los que se sumergen en un libro, hay más novelas posibles que en toda una biblioteca.
Los sordos hablan tumultuosamente con las manos. Las historias que no les llegan por los ojos los ciegos las urden con el tacto, el olfato, el oído. El que ha perdido el uso del habla por un accidente o un ataque lo recupera poco a poco, palabra por palabra, como el que aprende a caminar de nuevo, con el mismo empeño sin desánimo.
En un momento dado deja caer el guión sobre sus rodillas y hace un gesto de capitulación. Entre decir una película y hacerla hay un abismo irreparable
No callamos ni debajo del agua. No callaríamos ni bajo la tierra. Al cineasta iraní Jafar Panahi lo condenaron en 2009 a seis años de cárcel, a no dirigir películas y a no salir del país durante veinte años. Con la condena en suspenso lo forzaron a quedarse encerrado en su casa, con la amenaza constante de volver a prisión. Cuando lo condenaron, Panahi acababa de someter a la censura un guión sobre la vida de una chica que quiere ir a la universidad a estudiar arte, pero a la que sus padres encierran porque son muy religiosos y les ofenden esas aspiraciones.
 El permiso de rodaje fue negado. Jafar Panahi no iba a hacer esa película ni ninguna otra. Tenía prohibido salir de su casa. Tenía que quedarse aguardando las noticias probablemente fatídicas que le traerían los abogados.
Entonces decidió hacer una película sobre su mismo encierro, sobre la mordaza que le impedía salir de casa y del país y hacer películas.
Sobre la mesa del desayuno puso una cámara digital. Se filmó a sí mismo desayunando y mirando por el balcón hacia la calle que no podía pisar y hablando por teléfono con la abogada que lo mantenía al tanto de sus negras perspectivas penales.
 Vino a verlo otro amigo cineasta, Mojtaba Mirtahmasb, y le pidió que fuera él quien manejara la cámara. También filmó con la cámara de su iPhone.
Filmó a una iguana que anda por su casa con lentitudes de criatura prehistórica y al portero que llama a la puerta para recoger la basura, y a una vecina que quiere dejarle un rato su perro mientras ella sale.
Como no podía hacer su película leyó el guión delante de la cámara, se lo contó a su amigo, puso cintas adhesivas en el salón de su casa para delimitar los espacios de las habitaciones en las que vivía encerrada la protagonista de su historia.
Describe lo que se vería en cada uno de los planos que no puede rodar: una ventana que da a un callejón, una mujer anciana que se acerca caminando despacio, un hombre joven que la ayuda y que parece que está enamorado de la chica encerrada, pero que tal vez es un agente de la policía secreta…
 En un momento dado el cineasta deja caer el guión sobre sus rodillas y hace un gesto de capitulación. Entre decir una película y hacerla hay un abismo irreparable.
En las ventanas va atardeciendo, anochece. El amigo se va y la cámara que manejaba queda en marcha sobre la mesa de la cocina. De la calle vienen los ruidos del tráfico y los de los fuegos artificiales de una fiesta de fin de año.
Lo que estamos viendo se titula Esto no es una película: no es una broma intelectual, sino un hecho. La última imagen es la calle a oscuras que el cineasta no puede atreverse a pisar.
No hay música, casi no hay créditos. El material filmado salió de contrabando de Irán. Proscrito, encerrado, silenciado, de un modo o de otro Jafar Panahi seguirá dedicado al oficio y al vicio de contar.
Esto no es una película (2010), de Jafar Panahi y Mojtaba Mirtahmasb, se estrenará en España el 30 de marzo. http://www.thisisnotafilm.net.
antoniomuñozmolina.es