Poco a poco estas artistas deben ser integradas en su contexto artístico histórico. Durante demasiado tiempo han sido omitidas por completo o aisladas —incluso como en esta exposición— y comentadas solo como mujeres artistas, como si de alguna extraña manera no fueran en absoluto parte de su cultura.
Esta exposición será un éxito si ayuda a terminar de una vez por todas con la necesidad de hacer exposiciones de este tipo”.
Con esta reflexión concluía el texto de Ann Sutherland Harris para una muestra inaugurada en 1976. Se trataba de la primera exposición de mujeres creadoras con un sesgo reivindicativo, tratando de rescatar los nombres de aquellas artistas, en especial pintoras, que habían marcado hitos importantes en la historia del arte occidental. Claro que no estaban todas las que eran, pero desde luego eran todas las que estaban en el esfuerzo que las comisarias, Ann Sutherland Harris y Linda Nochlin, llevaban a cabo en Los Angeles County Museum of Art. Desde Sofonisba Anguissola hasta Artemisia Gentileschi, Mary Cassat, Berthe Morisot, Kahlo o Popova, entre tantas, hasta personajes menos populares incluso hoy como Clara Peeters —con una estupenda representación de sus bodegones en el Museo del Prado, por cierto—, Mary Osborn, Sophie Taeuber-Arp o Alice Neel, las artistas se recuperaban para el relato oficial en un intento de llenar un vacío o, más aún, de escribir una nueva narración que sustituyera al relato canónico.
La muestra Mujeres artistas. 1550-1950 se inscribía, así, en el esfuerzo que algunos años antes, en 1971, había iniciado la propia Nochlin en el estudio de las artistas, con su artículo clásico ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Desde cualquier punto de vista dicho artículo abría el camino a todas las siguientes revisiones de la historia del arte canónica —desde los llamados estudios queer hasta los estudios poscoloniales o estudios visuales— que han tratado y tratan de crear un corpus en el cual lo olvidado por el discurso establecido, lo borrado, lo excepcional incluso, pueda ser integrado a una nueva posible narración que rescate aquello que el discurso del poder ha ido dejando a un lado en su maniobra de establecer el canon cómodo para sus intereses y sus estrategias. Por eso resulta tan fundamental la citada exposición: allí se dejaba claro, a través de ejemplos en buena medida rescatados de museos, que en la historia del arte occidental habían proliferado las mujeres artistas. Y no solo: se ponía de manifiesto cómo las obras de muchas de ellas resistían cualquier comparación con sus colegas masculinos, incluso sin revisar el mencionado canon occidental que se basa en las perversas excepciones positivas —Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Picasso, Pollock… Dicho de otro modo, aquellos artistas que se ajustan al modelo impuesto de “genio creador” del cual históricamente hemos sido excluidas las mujeres.
Y justo en ese momento, al plantear la posibilidad de las genias, la pregunta surgía incómoda, a pesar de que Nochlin había dejado claro cómo las propias circunstancias vitales de las artistas habían dificultado alcanzar el codiciado estatus de grandes artistas —desde la imposibilidad de formarse en un taller solo para hombres hasta los maridos y los hijos, las falsas autorías o la exclusión de las academias. Y se contestaba de forma contundente: en realidad, ¿cuántos leonardos ha habido en la historia entre los artistas hombres? Y se iba más allá: ¿no es posible enfrentar la historia desde otro punto de vista, desde una fórmula diferente que no implique un canon inamovible, ni siquiera un canon?
Tal vez las mujeres tenemos y hemos tenido una agenda distinta del modelo del poder establecido desde el territorio de lo masculino.
Tal vez, a pesar de los impedimentos reales y mencionados, los objetivos y las preguntas de las mujeres artistas no hayan sido las prioritarias para el discurso impuesto.
Sea como fuere, lo excitante de la cuestión era observar cómo el problema de las mujeres podía ser extrapolable a artistas menores, periodos de decadencia —por ejemplo la Edad Media, durante siglos denostada y hoy estudiada en la brillantez e innovación de sus propuestas— o de países periféricos, como ocurre con el Renacimiento en España, que desde el canon no se puede comparar ni puede competir con el italiano.
Pero ¿hay que compararlo o se trata de otra búsqueda?
Después de las reflexiones de las historiadoras pioneras quedaba claro que la insistencia de las excepciones positivas creaba una grieta insalvable entre lo que quedaba dentro o fuera del canon que no solo escribía la historia del arte, sino la propia historia de los museos. Comenzaban entonces a proliferar libros sobre la cuestión y surgía la conciencia de esas ausentes que se llegaba hasta las artistas vivas.
Por esas mismas fechas Lucy Lippard, la historiadora y activista, denunciaba las escasas exposiciones de mujeres que mostraban las galerías neoyorquinas, las escasas menciones de la crítica a esas mujeres y la flagrante falta de apoyo institucional. Y no es que se tratara de artistas marginales o carentes de interés. Entre las olvidadas rescatadas por Lippard en su libro From the Center, también de 1976, aparecían nombres como Louise Bourgeois, solo reconocida como pionera inexcusable a mediados de los ochenta.
Se despertaba entre las jóvenes artistas la conciencia de una necesidad de crear un territorio femenino con una especificidad propia y que retara a las convenciones.
Si rescatar los nombres en la historia era básico para crear una genealogía propia, unos modelos, la conformación de un discurso combativo por parte de las artistas plantea la idea de comunidad: solo aunando esfuerzos sería posible hacerse visible. No se trataba, claro, de buscar la esencia de ese arte femenino que argumenta las diferencias a partir de cuestiones biológicas —eso no lo ha habido ni lo habrá jamás.
Se trataba de rescatar ciertos temas menores para la cultura hegemónica que por imposiciones vitales las mujeres habían pintando con más frecuencia —por ejemplo bodegones, debido a una educación que incluso en el siglo XIX a menudo vetaba la copia del natural por motivos moralistas.
No solo. Entre las jóvenes artistas se empezaban a potenciar los temas negados por la historia del arte tradicional.
Proliferaban trabajos de artistas como Judy Chicago, Yvonne Rainer o Nancy Spero que hacían un arte femenino en tanto feminista: la intención de rescatar esos temas como acto político.
Está claro que aquellos esfuerzos de años, aquellos rescates, aquellos actos políticos han dado muchos frutos hoy en día, aunque en ocasiones se tenga la sensación de que se siga tratando de excepciones, como la de Artemisia Gentileschi que ha pasado de ser la hija de Orazio a ser Orazio el padre de Artemisia.
La historia del arte hoy sabe, ha aprendido, que su relato funcional y sus categorizaciones son muy objetables y necesitan ser revisadas a cada paso.
Pero nadie nos garantiza que dejar de recordar la necesidad de revisar el discurso no acabe por imponer de nuevo algunos de los viejos valores de exclusión, sobre todo en un momento de crisis mundial cuando, la historia lo deja claro, se tiende a regresar a posiciones conservadoras de las cuales desde luego no se librarán las mujeres en el mundo del arte.
El caso de España es más problemático si cabe, debido a la propia historia de su modernidad: la teoría de género llegaría aquí de forma más extendida a mediados de los años noventa del siglo XX, con un retraso considerable, y hasta cierto punto de forma un poco disfuncional, con la vista puesta sobre todo en modelos extranjeros, algo que justificaría por qué Esther Ferrer o Elena Asins han sido descubrimientos muy tardíos, por no hablar de mujeres vanguardistas como Maruja Mallo.
En cualquier caso, al volver al planteamiento de Harris sobre la pertinencia o no de aislar a las mujeres la sensación resulta ambigua sólo hasta cierto punto.
Si es cierto que no parecen necesarias exposiciones que reúnan a mujeres por el mero hecho de ser tales, sin otro criterio científico que avale el proyecto, cualquier iniciativa que apueste por la visibilidad de las mujeres sigue siendo válida y lo seguirá siendo mientras, por ejemplo, no se equiparen los salarios. Es posible que sin esas iniciativas que recuerdan a cada paso el papel esencial de las mujeres, los libros de historia del arte canónica no las habrían ido incluyendo poco a poco, ni los museos hubieran sacado cuadros maravillosos de sus almacenes.
Se trata de la vieja discusión sobre la discriminación positiva, la política paritaria, del tipo que sea, la cual garantiza que las mujeres excelentes no se queden fuera como ha pasado a lo largo de la historia.
Incluso ahora, basta con echar una mirada rápida al mundo del arte y observar las cifras de la presencia femenina en colecciones, cátedras, comités, academias, patronatos, dirección de museos…, en pocas palabras, en las instituciones desde las cuales se escribe el paradigma. ¿Cuántas mujeres hay? Prueben a contar: a mí no me salen las cuentas.
Esta exposición será un éxito si ayuda a terminar de una vez por todas con la necesidad de hacer exposiciones de este tipo”.
Con esta reflexión concluía el texto de Ann Sutherland Harris para una muestra inaugurada en 1976. Se trataba de la primera exposición de mujeres creadoras con un sesgo reivindicativo, tratando de rescatar los nombres de aquellas artistas, en especial pintoras, que habían marcado hitos importantes en la historia del arte occidental. Claro que no estaban todas las que eran, pero desde luego eran todas las que estaban en el esfuerzo que las comisarias, Ann Sutherland Harris y Linda Nochlin, llevaban a cabo en Los Angeles County Museum of Art. Desde Sofonisba Anguissola hasta Artemisia Gentileschi, Mary Cassat, Berthe Morisot, Kahlo o Popova, entre tantas, hasta personajes menos populares incluso hoy como Clara Peeters —con una estupenda representación de sus bodegones en el Museo del Prado, por cierto—, Mary Osborn, Sophie Taeuber-Arp o Alice Neel, las artistas se recuperaban para el relato oficial en un intento de llenar un vacío o, más aún, de escribir una nueva narración que sustituyera al relato canónico.
La muestra Mujeres artistas. 1550-1950 se inscribía, así, en el esfuerzo que algunos años antes, en 1971, había iniciado la propia Nochlin en el estudio de las artistas, con su artículo clásico ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Desde cualquier punto de vista dicho artículo abría el camino a todas las siguientes revisiones de la historia del arte canónica —desde los llamados estudios queer hasta los estudios poscoloniales o estudios visuales— que han tratado y tratan de crear un corpus en el cual lo olvidado por el discurso establecido, lo borrado, lo excepcional incluso, pueda ser integrado a una nueva posible narración que rescate aquello que el discurso del poder ha ido dejando a un lado en su maniobra de establecer el canon cómodo para sus intereses y sus estrategias. Por eso resulta tan fundamental la citada exposición: allí se dejaba claro, a través de ejemplos en buena medida rescatados de museos, que en la historia del arte occidental habían proliferado las mujeres artistas. Y no solo: se ponía de manifiesto cómo las obras de muchas de ellas resistían cualquier comparación con sus colegas masculinos, incluso sin revisar el mencionado canon occidental que se basa en las perversas excepciones positivas —Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Picasso, Pollock… Dicho de otro modo, aquellos artistas que se ajustan al modelo impuesto de “genio creador” del cual históricamente hemos sido excluidas las mujeres.
No se trata de buscar ese ‘arte femenino’ que argumenta las diferencias en cuestiones biológicas; eso no ha existido jamás
Tal vez las mujeres tenemos y hemos tenido una agenda distinta del modelo del poder establecido desde el territorio de lo masculino.
Tal vez, a pesar de los impedimentos reales y mencionados, los objetivos y las preguntas de las mujeres artistas no hayan sido las prioritarias para el discurso impuesto.
Sea como fuere, lo excitante de la cuestión era observar cómo el problema de las mujeres podía ser extrapolable a artistas menores, periodos de decadencia —por ejemplo la Edad Media, durante siglos denostada y hoy estudiada en la brillantez e innovación de sus propuestas— o de países periféricos, como ocurre con el Renacimiento en España, que desde el canon no se puede comparar ni puede competir con el italiano.
Pero ¿hay que compararlo o se trata de otra búsqueda?
Después de las reflexiones de las historiadoras pioneras quedaba claro que la insistencia de las excepciones positivas creaba una grieta insalvable entre lo que quedaba dentro o fuera del canon que no solo escribía la historia del arte, sino la propia historia de los museos. Comenzaban entonces a proliferar libros sobre la cuestión y surgía la conciencia de esas ausentes que se llegaba hasta las artistas vivas.
Por esas mismas fechas Lucy Lippard, la historiadora y activista, denunciaba las escasas exposiciones de mujeres que mostraban las galerías neoyorquinas, las escasas menciones de la crítica a esas mujeres y la flagrante falta de apoyo institucional. Y no es que se tratara de artistas marginales o carentes de interés. Entre las olvidadas rescatadas por Lippard en su libro From the Center, también de 1976, aparecían nombres como Louise Bourgeois, solo reconocida como pionera inexcusable a mediados de los ochenta.
Se despertaba entre las jóvenes artistas la conciencia de una necesidad de crear un territorio femenino con una especificidad propia y que retara a las convenciones.
Si rescatar los nombres en la historia era básico para crear una genealogía propia, unos modelos, la conformación de un discurso combativo por parte de las artistas plantea la idea de comunidad: solo aunando esfuerzos sería posible hacerse visible. No se trataba, claro, de buscar la esencia de ese arte femenino que argumenta las diferencias a partir de cuestiones biológicas —eso no lo ha habido ni lo habrá jamás.
Se trataba de rescatar ciertos temas menores para la cultura hegemónica que por imposiciones vitales las mujeres habían pintando con más frecuencia —por ejemplo bodegones, debido a una educación que incluso en el siglo XIX a menudo vetaba la copia del natural por motivos moralistas.
No solo. Entre las jóvenes artistas se empezaban a potenciar los temas negados por la historia del arte tradicional.
Proliferaban trabajos de artistas como Judy Chicago, Yvonne Rainer o Nancy Spero que hacían un arte femenino en tanto feminista: la intención de rescatar esos temas como acto político.
Es posible que sin las iniciativas que recuerdan el papel de las mujeres los libros no las habrían ido incluyendo poco a poco
La historia del arte hoy sabe, ha aprendido, que su relato funcional y sus categorizaciones son muy objetables y necesitan ser revisadas a cada paso.
Pero nadie nos garantiza que dejar de recordar la necesidad de revisar el discurso no acabe por imponer de nuevo algunos de los viejos valores de exclusión, sobre todo en un momento de crisis mundial cuando, la historia lo deja claro, se tiende a regresar a posiciones conservadoras de las cuales desde luego no se librarán las mujeres en el mundo del arte.
El caso de España es más problemático si cabe, debido a la propia historia de su modernidad: la teoría de género llegaría aquí de forma más extendida a mediados de los años noventa del siglo XX, con un retraso considerable, y hasta cierto punto de forma un poco disfuncional, con la vista puesta sobre todo en modelos extranjeros, algo que justificaría por qué Esther Ferrer o Elena Asins han sido descubrimientos muy tardíos, por no hablar de mujeres vanguardistas como Maruja Mallo.
En cualquier caso, al volver al planteamiento de Harris sobre la pertinencia o no de aislar a las mujeres la sensación resulta ambigua sólo hasta cierto punto.
Si es cierto que no parecen necesarias exposiciones que reúnan a mujeres por el mero hecho de ser tales, sin otro criterio científico que avale el proyecto, cualquier iniciativa que apueste por la visibilidad de las mujeres sigue siendo válida y lo seguirá siendo mientras, por ejemplo, no se equiparen los salarios. Es posible que sin esas iniciativas que recuerdan a cada paso el papel esencial de las mujeres, los libros de historia del arte canónica no las habrían ido incluyendo poco a poco, ni los museos hubieran sacado cuadros maravillosos de sus almacenes.
Se trata de la vieja discusión sobre la discriminación positiva, la política paritaria, del tipo que sea, la cual garantiza que las mujeres excelentes no se queden fuera como ha pasado a lo largo de la historia.
Incluso ahora, basta con echar una mirada rápida al mundo del arte y observar las cifras de la presencia femenina en colecciones, cátedras, comités, academias, patronatos, dirección de museos…, en pocas palabras, en las instituciones desde las cuales se escribe el paradigma. ¿Cuántas mujeres hay? Prueben a contar: a mí no me salen las cuentas.
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