En España también había un guiñol divertido e irreverente, en el que el hoy casi olvidado lehendakari Juan José Ibarretxe aparecía como el paladín del lenguaje no sexista. "El lehendakari o lehendakara defenderá este proyecto o proyecta de estatuto o estatuta", pronunciaba el muñeco con solemnidad. Ibarretxe, en efecto, no paraba de dirigirse a "los vascos y las vascas".
Carmen Romero soltó hace tiempo un comentadísimo "jóvenes y jóvenas", y Bibiana Aído se estrenó en el Gobierno con un "miembras" que años después de su gazapo todavía se escucha a menudo.
No son más que anécdotas, pero reflejan el empeño de muchos políticos por ser políticamente correctos, con el riesgo de bordear lo ridículo, de alejarse años luz de cómo se expresa la gente común. Sin embargo, el primer gran libro en castellano, el
Cantar del mío Cid, ya cuenta que a Rodrígo Díaz de Vivar lo recibieron en Burgos "mugieres e uarones, burgeses e burgesas", quienes pensaron: "¡Dios, que buen vassallo, si ouiesse buen señore!", según uno de los párrafos más conocidos de la
obra anónima escrita en torno a 1200.
El lenguaje es una creación cultural. Como tal, refleja el contexto social, los prejuicios más antiguos, una visión del mundo dominante durante siglos. Es una obra forjada durante siglos, pero no es inmutable. Los que utilizamos el español lo hacemos evolucionar (un poquito) todos los días. Hay expresiones que van entrando en desuso por ofensivas: ya no decimos minusválidos, sino discapacitados, porque nadie es menos válido como persona porque le falte una pierna; por
alcaldesa ahora todo el mundo entiende la mujer que preside el municipio, y no la esposa del alcalde.
Hemos dejado de hablar de crimen pasional, porque daba un aura romántica al asesinato machista. Ya casi nadie se referiría a un homosexual como un
invertido, ni cabe llamar
gitano a un estafador, pero la RAE mantiene en su Diccionario esos usos viejos porque, argumenta, están en nuestra literatura (y en los usos de algunos ejemplares menos evolucionados de nuestra especie, podemos añadir).
La
dura respuesta de la Real Academia Española a la presión por el llamado lenguaje no sexista ha levantado una enorme
polémica. En las
redes sociales, que echan humo, se está recordando ahora que esa institución solo cuenta a cinco mujeres entre su cuarentena de miembros, que tiene un claro sesgo conservador, que a lo mejor ellos también están lejos de la calle.
Otros lo interpretan como una intervención en defensa de la propia parcela de poder: el artículo de Ignacio Bosque se queja, sobre todo, de que nadie haya consultado a la Academia a la hora de elaborar esas guías; ni siquiera a los lingüistas de las universidades en que se escribió alguna. Es lógico que los especialistas estén preocupados ante la posibilidad de que sean los políticos, por ejemplo una consejería o concejalía de Igualdad, la que dicte normas sobre el idioma.
También los periodistas llevamos mal las sugerencias del poder político sobre cómo debemos hacer nuestro trabajo. Pero en esta polémica los que estamos en un aprieto somos, sobre todo, quienes compartimos la sensibilidad combativa con la discriminación de la mujer pero nos sentimos muy incómodos dentro del apretado corsé lingüístico de lo políticamente correcto.
A los medios nos llegan esos manuales de lenguaje no sexista que elaboran grupos de expertos en igualdad de algunas universidades e instituciones.
Los he leído con interés (aquí enlazaré algunos: el del
Ayuntamiento y Universidad de Málaga, el de la
Generalitat valenciana, el de
Fundación Mujeres, y uno brevísimo de
Themis). Pero he concluido que no puedo cumplirlos. Violaría reglas de la RAE y de nuestro Libro de Estilo, e incumpliría nuestra obligación de publicar textos claros, fáciles de leer y de entender.
Los manuales antisexistas son bienintencionados pero maniqueos: dan a entender que si no estás con ellos, estás contra ellos. Si no escribo "los ciudadanos y las ciudadanas", o peor aún "l@s ciudadan@s", ¿estoy reforzando el machismo histórico, volviendo invisible a la mitad de la población? ¿Tengo que escribir "la juventud" en vez de "los jóvenes", "el vecindario" en vez de "los vecinos", aunque no signifique exactamente lo mismo, para no parecer excluyente? Yendo más al fondo de la cuestión: ¿tener que decir siempre "los ciudadanos y las ciudadanas" no parece remarcar que no hay un único sujeto, sino dos grupos separados, que no forman un algo común? ¿No existe una identidad colectiva más allá del sexo o del género?
Levanto, además, las banderas de la belleza y la economía del lenguaje. Alargar todas las frases, y volverlas así más feas, nos llevaría a una escritura farragosa y de aroma burocrático: "Los españoles y las españolas eligen a sus diputados y diputadas y a sus senadores y senadoras, para que los y las representen en el Parlamento". Cosas así se leen en libros de texto escolares. Ya puestos, confesaré todo: incluso me chirría lo de "jueza" y "concejala", aceptado por la RAE, si ellos no son "juezos" ni "concejalos". ¿No es suficientemente neutro juez o concejal?
Nunca me presentaré como "periodisto", y es que hay un enorme abanico de oficios muy masculinos que terminan en "ista" sin que a nadie le ofenda.
Y hay una corriente de mujeres que se niega a convertir en femenino el nombre de las profesiones, y que son médicos o soldados así, con o. La desaparecida Loyola de Palacio prefería ser llamada "ministro", y Ana Patricia Botín "presidente" cuando estaba al frente de Banesto.
Un problema de los manuales antisexistas es que pretenden batir de un solo golpe un elemento capital de la lengua española.
Las palabras en castellano tienen género, que es una forma caprichosa de atribuirles carácter masculino o femenino.
El paraguas es masculino y la sombrilla es femenina; el coche es chico y la moto es chica; son distintos la pelota y el balón, la espada y el sable, el ordenador o la tableta.
La oca es oca sea cual sea su sexo, como la ballena o el escorpión, y la rana no es la hembra del sapo. Manejamos un idioma nacido del latín vulgar hace más de un milenio, y en ese proceso resultó, caprichos de la historia, que el plural masculino se impuso como genérico, a diferencia de otras lenguas que salvan la neutralidad de las palabras que no se refieren a humanos.
El plural genérico nos ofrece no pocos conflictos a los que nos dedicamos a escribir. Colectivos tradicionalmente femeninos son hoy más diversos, pero en el habla común se sigue apelando a "las enfermeras", "las azafatas" o "las empleadas del hogar" pese a que esos colectivos ya incluyen a algunos hombres. De ahí que nazcan eufemismos como "los ATS" o "los auxiliares de vuelo". Nos suena mal, aunque está admitido, referirnos a los "azafatos". ¿Y cómo se llama al hombre que trabaja como madrona?
Matrón, según el artículo enmendado del Diccionario. Esta no es una polémica menor: parece dar por supuesto que hay empleos destinados a las mujeres y a los hombres. Alguno ha defendido, sin éxito alguno, que la RAE reconozca el plural femenino también como genérico en ciertos casos. Que al hablar de las enfermeras se entienda que están también los enfermeros.
Vale. Nos recuerda la Academia que en nuestra lengua no coinciden sexo y género, y que el plural genérico es el masculino guste o no. ¿Cabe rebelarse contra ello? Era una gran ingenuidad enfrentarse a una de las reglas principales del idioma para hacerlo más complicado y no más sencillo, y sin demasiado consenso social por muy loable que sea el objetivo.
El intento toca la fibra sensible de lo identitario: en cierta medida, somos nuestra lengua. No estamos para muchos experimentos con eso
. Y ¿es la lengua un invento masculino? Aceptarlo así sería injusto para tantas generaciones de madres que han transmitido a sus hijos la tradición oral desde muchos siglos antes de que hubiera academias o imprentas. Lo que sí es un mundo demasiado masculino son las academias, como salta a la vista, y quizás también las imprentas.
Seguramente no deban ser las academias las que innoven el lenguaje, sino sus hablantes, y ya tendrá esa institución que admitir los cambios una vez que se hayan asentado entre la gente. Dudo que se consolide este artificioso lenguaje no sexista tal y como se ha planteado, obligando a repetir artículos, nombres y adjetivos en cada género; menos aún retorciendo el lenguaje para evitar el plural. Hay muchas expresiones que desterrar del lenguaje habitual porque resultan ofensivas, y que se quedarán un largo tiempo en el Diccionario porque figuran en textos del siglo de oro.
Tampoco prohibirá la Academia a ningún político que se dirija a los "ciudadanos y ciudadanos", porque la fórmula es poco práctica y se rechaza su imposición, pero en absoluto es incorrecta. Ya quiso escribirla, con sorprendente corrección política, el anónimo cronista de las proezas del Cid, como recoge el interesante estudio
Sexismo y lenguaje de Soledad de Andrés, de la Complutense. Estudio, por cierto, escrito en 1998, y que ya recoge la resistencia a la fórmula supuestamente igualitaria por Álex Grijelmo, autor del Libro de Estilo de este periódico, frente a la presión, ya entonces, del feminismo. Esto nos hace pensar que el debate lleva tiempo muy caliente y que la guerra al sexismo, también en el idioma, va para largo. A mí no me han convencido todavía de que deba desdoblar mi lenguaje para referirme a ustedes y a ustedas. Aunque asuma que la lengua, como la sociedad, deben seguir evolucionando. Ya lo recogerán las academias.
(Imágenes: Charlton Heston y Sofia Loren en la película 'El Cid', dirigida por Anthony Mann en 1961).