A punto de cumplir 40 años, Miguel de Unamuno (1864-1936) atraviesa una racha accidentada.
Fallece su hijo Raimundo, el niño enfermo que le acompañaba mientras escribía.
Se descubre una malversación de fondos en la Universidad de Salamanca, cometida por alguien de su confianza, que, además del disgusto, le cuesta 5.000 pesetas de su bolsillo y le asfixia las cuentas.
Por si no bastara con ello, en abril de 1903 se viven en Salamanca escenas que, visto lo ocurrido días atrás en Valencia, se encuentran bien arraigadas en la tradición española.
Un enfrentamiento entre guardias y estudiantes que finaliza con el asalto del claustro universitario por parte de la policía a caballo y la muerte de dos jóvenes.
Miguel de Unamuno, el rector salmantino, que había tratado de serenar a sus alumnos diciendo: “Contra la razón de la fuerza, oponed vosotros, muchachos, la fuerza de la razón”, pierde un botón de la chaqueta en la refriega y —mucho menos anecdótico— se gana varias enemistades. Sumadas a las que ya tenía, acrecientan la campaña para expulsarle del rectorado.
El periódico
El Lábaro le ataca día sí, día también. El obispo de Salamanca le reprocha que quiera “descatolizar” a la juventud —Unamuno repetía que “España necesita que la cristianicen descatolizándola”— y, en una carta al presidente del Gobierno Antonio Maura, exige la cabeza del rector (muy bíblico, por otra parte).
¿Qué hace Unamuno? En primer lugar coquetear con la idea de irse a Argentina, aunque tal vez sea una osadía moderna atribuir a la mente unamuniana el verbo coquetear. Presume que, al otro lado del Atlántico, sus hijos crecerán en un mundo más tolerante (“ya sé que a nadie se tuesta, ya no se hacen autos de fe, pero se hace algo peor: combatir las ideas con la burla”, dirá ante una asamblea de artesanos coruñeses, a la que acudió junto a Emilia Pardo Bazán por aquellas fechas). Y escribe, escribe como siempre en varios proyectos simultáneos, entre ellos un manuscrito sorprendente, que titula
Mi confesión y que ha permanecido oculto más de un siglo, despistado entre otros papeles en la Casa-Museo Miguel de Unamuno, de la Universidad de Salamanca.
Es probable que Alicia Villar, catedrática de Filosofía Moderna en la Universidad Pontificia de Comillas, haya sido la primera lectora de estos folios de Unamuno, que ahora han sido publicados por la editorial Sígueme en un libro, que se complementa con el estudio de la experta y algunas cartas de Unamuno escritas entre 1902 y 1904 hasta ahora dispersas, que ayudan a entender las circunstancias adversas que afrontaba el pensador. “He pasado una temporada de disgustos, sinsabores y algo más”, le revela en una misiva a Pedro Jiménez Ilundáin en mayo de 1902.
Como tantas otras veces, fue un hallazgo fortuito. Alicia Villar investigaba la vinculación entre Pascal y el autor
Del sentimiento trágico de la vida en la Casa-Museo, cuando encontró una carpeta donde se guardaba el
Tratado del amor de Dios y 19 folios numerados, escritos por las dos caras, sobre los que no había oído hablar jamás. “Unamuno tiene tanto escrito que tardé un tiempo en comprobar que no había sido publicado nunca”, explica Villar, especialista en las obras de Pascal, Rousseau y Unamuno.
En
Mi confesión se incluyen tres ensayos con algunas de las cuestiones esenciales que acompañarán al intelectual vasco durante el resto de su vida y que dieron lugar a una de sus obras más célebres:
Del sentimiento trágico de la vida.
Hay incluso párrafos (los relacionados con la inmortalidad), según la comparación de la catedrática Villar, desarrollados en la conocida obra que se anticipan en el manuscrito.
“Asimismo coinciden las referencias a Platón, Spinoza, Nietzsche y Kierkegaard”. Y añade: “Hay otros temas recurrentes como el cainismo y la crítica al intelectualismo que ya había planteado en El mal del siglo”.
Un aspecto que aborda inicialmente el manuscrito y que luego perderá fuelle en sus preocupaciones es el afán de perpetuarse eternamente de los escritores, una inclinación que acuña como “erostratismo”, en honor de Eróstrato, que incendió el templo de Éfeso para inmortalizar su nombre. “¡Mi nombre! ¿Y qué importa mi nombre? (…) Siembro las ideas que me vienen a las mientes —sean propias o ajenas— al azar de mi marcha por el mundo, a boleo, y el mismo ahínco pongo en una carta que será trizada no bien leída, que en un escrito público que se archive y empolve mañana en uno de esos cementerios que llamamos bibliotecas”, expone el escritor, que clama contra “la avaricia espiritual” como “raíz de todo decaimiento”.
En
Mi confesión se asiste al desgarro de Unamuno, que parecía brotar de una paradoja: un apasionado rehén de la razón, o viceversa: un intelectual en busca de la fe.
“No quiero poner paz entre mi corazón y mi cabeza, entre mi fe y mi razón, sino quiero que se peleen y se nieguen recíprocamente, pues su combate es mi vida”, escribe en un adelanto de lo que absorberá su pensamiento en unos años.
Sospechaba de la docencia que se arrodillaba ante los ideales —políticos o económicos— y le atemorizaba la “sequedad intelectual, sin fondo de sentimiento”. Ese alejamiento del sectarismo le condena a cierta soledad.
“Tiene dificultades en todos los frentes, muchos intelectuales no entienden sus problemas con la fe y los conservadores le consideran un heterodoxo”, analiza Alicia Villar.
En la pugna y la duda vive cómodo. Nunca fue el autor de
La tía Tula un hombre de ideas excluyentes
. “Los que lo ven todo claro son espíritus oscuros”, le dijo una tarde el poeta portugués Guerra Junqueiro. Lo suscribió plenamente: “No leo a los escritores agresivos, cortantes, afirmativos, de batalla. Creo que hacen su obra, pero que es obra muy pasajera.
Y como no me siento un luchador de avanzada ni un propagandista, me quedo aquí en este retiro”.