Y entonces llegó Rodrigo Cortés con Buried. Hace décadas, las aventuras de cineastas como José Luis Borau, Bigas Luna o Fernando Trueba para rodar en inglés eran eso, aventuras. Hoy, esa apuesta parece más normalizada, aunque no es el día a día. Bayona, Fresnadillo, Coixet, Plaza, Balagueró, Amenábar… Pero eso de que Sundance sirva de catapulta para lanzar una película española solo lo ha logrado Buried, su director, Rodrigo Cortés, y su productor, Adrián Guerra. Era un órdago al juego, ahora hipervitamido en un órdago a la grande con Luces rojas. Ryan Reynolds estaba bien, pero más suman Robert de Niro, Sigourney Weaver, Cillian Murphy y Toby Jones. Y Rodrigo Cortés, nacido en Ourense en 1973, pero criado en Salamanca, el cineasta que mejor habla español –acento neutro, vocabulario profuso, dominio de los términos exactos- arrancó de nuevo en Sundance con otra película en inglés, capital español, rodaje mayoritario en Barcelona y sensación de fenómeno de la temporada (en el imperio Redford tuvieron que sumar una proyección más a las seis programadas por petición popular, aunque luego recibió críticas de todo tipo).
Cortés se declara exhausto –aunque quién lo diría viéndole- tras dos años en los que hasta ha montado Luces rojas. “También soy coproductor, porque así protejo el resultado”. El cineasta habla de la dureza del rodaje, de que todo es cine pero que en la filmación uno se aleja mucho más de la creatividad para convertirse en algo que él no verbaliza, pero que suena a mariscal de campo.
‘Luces rojas’ habla de parasicólogos, de magos de los sentimientos, de curanderos que se aprovechan de la gente.
A su vez, el filme se convierte en ese megatruco de los mejores ilusionistas, el llamado ‘prestigio’. “Me gusta pensar que Luces rojas es un juego activo. El espectador deja de confiar en lo que ve, porque sufre una manipulación amigable. Cada cierto tramo de la película, el público se ve obligado a reconvertirse, a replantearse lo que está absorbiendo de la pantalla”.
2 mar 2012
Cabrera Infante en el cine con Caín
Cabrera Infante en el cine con Caín
Por: Juan Cruz | 02 de marzo de 2012
Leíamos a Guillermo Cabrera Infante para vivir más, sobre todo por la noche; leíamos Tres tristes tigres, Así en la paz como en la guerra, leíamos Un oficio del siglo XX...; había alguno entre nosotros que se sabía de memoria párrafos enteros de sus libros. Estaba tan presente, en nuestras conversaciones, en nuestros gustos, en nuestras juergas, que era sin duda uno de los nuestros. Y era, para mi, el escritor que más quería, como si fuera un espejo y una mano que me guiara por la literatura como aspiración y como compañía.
En ese entonces nosotros no sabíamos de veras qué era el exilio y cómo le estaba afectando a Miriam Gómez, su mujer, y a él, esa injusticia que la historia puso en el camino de ambos. Lo supimos luego, cuando ya empezamos a saber de veras qué era Cuba, aquella esperanza isleña que nosotros compartíamos a ciegas. Los conocimos en Londres, vivimos con ellos muchas aventuras, y sobre todo disfrutamos de su casa y de su memoria, que son indisolubles. Los vimos sentados debajo de aquellos libros históricos del cine y de la literatura, enfrente del enorme televisor en el que siguieron juntos viendo películas, animados por la charla de Guillermo y de Miriam, que se quitaban la palabra para recontar mejor, con más gracia, con una memoria acelerada por el tiempo y el genio, historias que ellos vivieron en la prehistoria y que ahora eran materia de la literatura oral (y escrita) que habitaba en esa casa de Gloucester Road.
Los dos eran tres. El tercero ya no actuaba, pues se había fundido en ellos y se había quedado en la eternidad del cine. Era G. Caín, el seudónimo con el que Guillermo fue al cine y que fue el sustrato humano (y divino) que se dio a sí mismo para escribir de películas en blanco y negro o del incipiente color en las columnas que tuvo en la prensa habanera de la prerrevolución. Aquel G. Caín y aquel Guillermo Cabrera Infante constituyeron una dualidad imborrable en la historia de la mejor literatura cinematográfica. Y ahora ha tenido Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la divina ocurrencia de traerlos juntos otra vez en un volumen que Toni Munné, el feliz editor de las obras completas de GCI, ha titulado El cronista de cine. Ahí ha agrupado, junto con Un oficio del siglo XX, su libro más completo sobre cine/literatura, y otros escritos cinematográficos. El conjunto es un saludable volumen de cerca de 1500 páginas que seguramente habría hecho muy feliz a Guillermo, que murió hace siete años y nos dejó tan huérfanos, y sin duda hará muy feliz a Miriam que, como Caín, es una figura imprescindible de la figura única de Guillermo Cabrera Infante. Está ya en librerías, se presenta el martes próximo, y lo aconsejo como creo que pocas veces he aconsejado un libro.
En ese entonces nosotros no sabíamos de veras qué era el exilio y cómo le estaba afectando a Miriam Gómez, su mujer, y a él, esa injusticia que la historia puso en el camino de ambos. Lo supimos luego, cuando ya empezamos a saber de veras qué era Cuba, aquella esperanza isleña que nosotros compartíamos a ciegas. Los conocimos en Londres, vivimos con ellos muchas aventuras, y sobre todo disfrutamos de su casa y de su memoria, que son indisolubles. Los vimos sentados debajo de aquellos libros históricos del cine y de la literatura, enfrente del enorme televisor en el que siguieron juntos viendo películas, animados por la charla de Guillermo y de Miriam, que se quitaban la palabra para recontar mejor, con más gracia, con una memoria acelerada por el tiempo y el genio, historias que ellos vivieron en la prehistoria y que ahora eran materia de la literatura oral (y escrita) que habitaba en esa casa de Gloucester Road.
Los dos eran tres. El tercero ya no actuaba, pues se había fundido en ellos y se había quedado en la eternidad del cine. Era G. Caín, el seudónimo con el que Guillermo fue al cine y que fue el sustrato humano (y divino) que se dio a sí mismo para escribir de películas en blanco y negro o del incipiente color en las columnas que tuvo en la prensa habanera de la prerrevolución. Aquel G. Caín y aquel Guillermo Cabrera Infante constituyeron una dualidad imborrable en la historia de la mejor literatura cinematográfica. Y ahora ha tenido Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la divina ocurrencia de traerlos juntos otra vez en un volumen que Toni Munné, el feliz editor de las obras completas de GCI, ha titulado El cronista de cine. Ahí ha agrupado, junto con Un oficio del siglo XX, su libro más completo sobre cine/literatura, y otros escritos cinematográficos. El conjunto es un saludable volumen de cerca de 1500 páginas que seguramente habría hecho muy feliz a Guillermo, que murió hace siete años y nos dejó tan huérfanos, y sin duda hará muy feliz a Miriam que, como Caín, es una figura imprescindible de la figura única de Guillermo Cabrera Infante. Está ya en librerías, se presenta el martes próximo, y lo aconsejo como creo que pocas veces he aconsejado un libro.
1 mar 2012
De la pasarela al West End
Desde las pasarelas internacionales, la portada del Vogue o los ateliers de los grandes diseñadores hasta las tablas de un pequeño teatro del West End. Agyness Deyn acaba de protagonizar ese salto sorprendente, aparcando por el momento el mundillo de la moda que ha propulsado su palmito –y su cotización- en el último lustro. O quizá de forma definitiva, porque la supermodelo británica se ha declarado dispuesta a dedicarse de pleno a la interpretación. Viene a confirmarlo con su debut, esta semana y en el corazón teatral de Londres, de la mano de la obra The leisure society (La sociedad del ocio), una elección inteligente al tratarse de una comedia que siempre suele contentar al público y que arropa su actuación con un elenco de actores tan jóvenes como a la vez experimentados en la escena londinense.
Dotada de un físico andrógino y un punto aniñado, la otrora percha de Armani, Vivianne Westwood o Paul Smith asume el papel de una joven de 21 años (en la realidad tiene ocho más) en una pieza hilarante, aunque al tiempo de oscuro trasfondo, que firma el canadiense François Archambault.
La obra se desarrolla a lo largo de una cena compartida por dos parejas radicalmente opuestas, un matrimonio aparentemente perfecto de profesionales urbanos, triunfadores y muy pagados de sí mismos, que recibe en su casa a dos invitados, la encarnación de los amantes postmodernos (se autodefinen como “amigos especiales”)
. El personaje de Deyn integra la mitad de este último dúo, un espíritu libre, sexualmente explosivo y a la postre detonante en una velada que acabará degenerando en excesos etílicos, confesiones de secretos oscuros y de frustraciones por parte de los anfitriones.
El reducido aforo (98 plazas) de la sala 2 del Trafalgar Studios, un teatro que combina en sus dos escenarios las propuestas comerciales y el riesgo, es desde el pasado martes el foco de proyección de la nueva faceta de la modelo. Junto al gancho de la fama de Deyn, por motivos ajenos a la profesión actoral, destaca en el reparto a cuatro bandas el ilustre apellido de Ed Stoppard.
El muy atractivo hijo del dramaturgo Tom Stoppard es un personaje popular entre las audiencias gracias a la serie Arriba, Abajo, que la televisión británica emite esta temporada, a la par que un intérprete respetado en el gremio por sus constantes incursiones teatrales (desde Hamlet o El Zoo de Cristal hasta la obra de su padre Arcadia).
Completan el elenco, y con mucha solvencia, los actores Melanie Gray y John Schwab, pero todos los ojos mediáticos están puestos en Deyn y su recién descubierta vocación. “Meryl Streep es mi reina”, declaraba la supermodelo en vísperas de su estreno teatral y por supuesto consciente de los años luz que le separan de la estrella estadounidense, reciente receptora de su tercer premio Oscar.
La experiencia de Deyn en el mundo de la interpretación se resume en pequeños papeles en largometrajes como Furia de Titanes, donde encarnaba a la diosa Afrodita, o Pusher, experiencia que le convenció para dar un giro a su carrera: “Esto es a lo que tengo que dedicarme”, dijo entonces.
Reteniendo su alias profesional de Agyness Deyn, la mujer que en realidad se llama Laura Hollins luce hoy con orgullo esos 29 años que en su día falseó para labrarse un hueco en el universo de la moda (según la propia admisión, se quitó cinco años).
Ha hecho sus pinitos con la música, participando en dos bandas inglesas (Five O’Clok Heroes y Lucky Knitwear) y cantando en un vídeo musical de Rihanna.
Pero esas incursiones lejos de los desfiles de modistos se le antojaron insuficientes y, en 2009, contrataba a un agente para indagar sus posibilidades en el mundo de las películas y la escena. Con su participación en The leisure society acaba de poner una pica en Flandes.
Dotada de un físico andrógino y un punto aniñado, la otrora percha de Armani, Vivianne Westwood o Paul Smith asume el papel de una joven de 21 años (en la realidad tiene ocho más) en una pieza hilarante, aunque al tiempo de oscuro trasfondo, que firma el canadiense François Archambault.
La obra se desarrolla a lo largo de una cena compartida por dos parejas radicalmente opuestas, un matrimonio aparentemente perfecto de profesionales urbanos, triunfadores y muy pagados de sí mismos, que recibe en su casa a dos invitados, la encarnación de los amantes postmodernos (se autodefinen como “amigos especiales”)
. El personaje de Deyn integra la mitad de este último dúo, un espíritu libre, sexualmente explosivo y a la postre detonante en una velada que acabará degenerando en excesos etílicos, confesiones de secretos oscuros y de frustraciones por parte de los anfitriones.
El reducido aforo (98 plazas) de la sala 2 del Trafalgar Studios, un teatro que combina en sus dos escenarios las propuestas comerciales y el riesgo, es desde el pasado martes el foco de proyección de la nueva faceta de la modelo. Junto al gancho de la fama de Deyn, por motivos ajenos a la profesión actoral, destaca en el reparto a cuatro bandas el ilustre apellido de Ed Stoppard.
El muy atractivo hijo del dramaturgo Tom Stoppard es un personaje popular entre las audiencias gracias a la serie Arriba, Abajo, que la televisión británica emite esta temporada, a la par que un intérprete respetado en el gremio por sus constantes incursiones teatrales (desde Hamlet o El Zoo de Cristal hasta la obra de su padre Arcadia).
Completan el elenco, y con mucha solvencia, los actores Melanie Gray y John Schwab, pero todos los ojos mediáticos están puestos en Deyn y su recién descubierta vocación. “Meryl Streep es mi reina”, declaraba la supermodelo en vísperas de su estreno teatral y por supuesto consciente de los años luz que le separan de la estrella estadounidense, reciente receptora de su tercer premio Oscar.
La experiencia de Deyn en el mundo de la interpretación se resume en pequeños papeles en largometrajes como Furia de Titanes, donde encarnaba a la diosa Afrodita, o Pusher, experiencia que le convenció para dar un giro a su carrera: “Esto es a lo que tengo que dedicarme”, dijo entonces.
Reteniendo su alias profesional de Agyness Deyn, la mujer que en realidad se llama Laura Hollins luce hoy con orgullo esos 29 años que en su día falseó para labrarse un hueco en el universo de la moda (según la propia admisión, se quitó cinco años).
Ha hecho sus pinitos con la música, participando en dos bandas inglesas (Five O’Clok Heroes y Lucky Knitwear) y cantando en un vídeo musical de Rihanna.
Pero esas incursiones lejos de los desfiles de modistos se le antojaron insuficientes y, en 2009, contrataba a un agente para indagar sus posibilidades en el mundo de las películas y la escena. Con su participación en The leisure society acaba de poner una pica en Flandes.
Una casa en llamas
Una casa en llamas
Por: José Andrés Rojo | 20 de febrero de 2012
También se acuerda que hace muy poco ha escrito que las palabras son un medio tosco. ¿En qué quedamos, dúctiles o toscas? "Las dos cosas son ciertas", contesta David. Al poco de instalarse en Nueva York una camioneta conducida por un junkie borracho arrolló al taxi en el que viajaba Jacobo. El accidente le jodió la vida: ya no iba a poder volver a caminar nunca más. Pero lo peor fueron los dolores, que empezaron tres años después de que saliera del hospital. La novela de Tomás González cuanta las terribles horas que vivieron en su apartamento neoyorkino mientras Pablo llevaba a su hermano mayor al lugar donde un médico iba a matarlo. "Deseé con toda el alma que Jacobo volviera a casa, así le esperaran muchos años de sufrimiento", cuenta David que pensó alguna vez mientras aquello sucedía. Y también recuerda lo que le explicaba Michael, un amigo de su hijo que se encontraba en una situación análoga, sobre cómo era aquel dolor: como si agarraran un serrucho para serrucharle la pelvis muy despacio o como si sus piernas "estuvieran congeladas y al mismo tiempo envueltas en tizones encendidos".
Es tan preciso Tomás González a la hora de contar lo que fue aquel infierno que hubo un rato en que tuve que hacerme un ovillo para romper a llorar, pero no se lo digan a nadie.
Al mismo tiempo que el libro va contando aquel dolor insoportable, el de Jacobo, y luego el de su familia cuando este decide marcharse, refiere los desafíos en los que David andaba metido entonces como artista. Estaba pintando un cuadro sobre la espuma que forma la hélice del ferry que va de Nueva York a Staten Island y su obsesión era atrapar la luz.
"Y la que había en el agua junto a los borbollones de la hélice del barco, no lograba yo encontrar la manera de plasmarla completa, es decir, la luz que contiene a las tinieblas, a la muerte, y también es contenida por ellas".
Luego explica en algún momento: "La lucha no es tanto con el pincel sino con la mirada, con las puertas de la percepción, que se resisten a abrirse o entreabrirse siquiera". Sí, de eso va La luz difícil.
De la mirada o, por decirlo de otra forma, de la manera de habitar el mundo, de vivirlo, de padecerlo, de reinventarlo.
Dice David que en su casa de Nueva York, durante aquellas horas en las que esperaban que ocurriera lo que iba a ocurrir se instaló un silencio "insidioso, subterráneo, que se mantenía aunque habláramos o hiciéramos algún ruido". E inmediatamente después observa:
"Dos años después percibiría yo ese mismo silencio, pero a gran escala, cuando cayeron las Torres Gemelas". La luz difícil es una perturbadora narración que reconstruye con extrema finura lo que es una casa en llamas, esa en la que habitaba David cuando pasó lo de Jacobo, pero también su propia alma, su interior devastado, maltrecho, desahuciado.
También es una rotunda celebración de la vida. Es una obra maestra y resulta incomprensible que Tomás González sea todavía tan desconocido en España.
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