David, Sara y sus hijos Jacobo, Pablo y Arturo se instalaron en Nueva York en 1986 después de haber vivido tres años en Miami, donde llegaron procedentes de Bogotá. Los dos hijos mayores salen de viaje un tiempo después, se cuenta en La luz difícil (Alfaguara), de Tomás González (Medellín, Colombia, 1950). La idea es que vayan en coche hasta Chicago, para así poder ver el campo, y que luego tomen allí un avión que los dejé en Portland. La muerte de Jacobo se ha programado para las siete de la noche, hora local, las diez en Nueva York. En la casa de David y Sara están viviendo esos días en el salón sus amigos Debrah y James y está también con ellos Venus, la novia de Jacobo, y pasará también por ahí Ámbar, la chica con la que anda ligando Arturo. El narrador de la novela es David, que reconstruye esos momentos cuando ya ha pasado bastante tiempo. Tiene 78 años cuando decide ponerse a escribir sobre aquello, lleva ya una temporada sin pintar, se está quedando ciego. Vive en las afueras de un pueblo que se llama La Mesa, en el centro de Colombia, y su casa da "a un valle profundo y amplio sobre el que planean los gallinazos o buitres o zopilotes o como quiera llamarse a estas bellezas de aves". "Me asombra lo dúctiles que son las palabras", observa en un momento de la narración, "lo mucho que por sí solas, o casi por sí solas, expresan lo ambiguo, lo transmutable, lo poco firme de las cosas. Son iguales al mundo: inestables como casa en llamas, como zarza ardiendo".
También se acuerda que hace muy poco ha escrito que las palabras son un medio tosco. ¿En qué quedamos, dúctiles o toscas? "Las dos cosas son ciertas", contesta David. Al poco de instalarse en Nueva York una camioneta conducida por un junkie borracho arrolló al taxi en el que viajaba Jacobo. El accidente le jodió la vida: ya no iba a poder volver a caminar nunca más. Pero lo peor fueron los dolores, que empezaron tres años después de que saliera del hospital. La novela de Tomás González cuanta las terribles horas que vivieron en su apartamento neoyorkino mientras Pablo llevaba a su hermano mayor al lugar donde un médico iba a matarlo. "Deseé con toda el alma que Jacobo volviera a casa, así le esperaran muchos años de sufrimiento", cuenta David que pensó alguna vez mientras aquello sucedía. Y también recuerda lo que le explicaba Michael, un amigo de su hijo que se encontraba en una situación análoga, sobre cómo era aquel dolor: como si agarraran un serrucho para serrucharle la pelvis muy despacio o como si sus piernas "estuvieran congeladas y al mismo tiempo envueltas en tizones encendidos".
Es tan preciso Tomás González a la hora de contar lo que fue aquel infierno que hubo un rato en que tuve que hacerme un ovillo para romper a llorar, pero no se lo digan a nadie.
Al mismo tiempo que el libro va contando aquel dolor insoportable, el de Jacobo, y luego el de su familia cuando este decide marcharse, refiere los desafíos en los que David andaba metido entonces como artista. Estaba pintando un cuadro sobre la espuma que forma la hélice del ferry que va de Nueva York a Staten Island y su obsesión era atrapar la luz.
"Y la que había en el agua junto a los borbollones de la hélice del barco, no lograba yo encontrar la manera de plasmarla completa, es decir, la luz que contiene a las tinieblas, a la muerte, y también es contenida por ellas".
Luego explica en algún momento: "La lucha no es tanto con el pincel sino con la mirada, con las puertas de la percepción, que se resisten a abrirse o entreabrirse siquiera". Sí, de eso va La luz difícil.
De la mirada o, por decirlo de otra forma, de la manera de habitar el mundo, de vivirlo, de padecerlo, de reinventarlo.
Dice David que en su casa de Nueva York, durante aquellas horas en las que esperaban que ocurriera lo que iba a ocurrir se instaló un silencio "insidioso, subterráneo, que se mantenía aunque habláramos o hiciéramos algún ruido". E inmediatamente después observa:
"Dos años después percibiría yo ese mismo silencio, pero a gran escala, cuando cayeron las Torres Gemelas". La luz difícil es una perturbadora narración que reconstruye con extrema finura lo que es una casa en llamas, esa en la que habitaba David cuando pasó lo de Jacobo, pero también su propia alma, su interior devastado, maltrecho, desahuciado.
También es una rotunda celebración de la vida. Es una obra maestra y resulta incomprensible que Tomás González sea todavía tan desconocido en España.
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