En una gala de los Oscar voluntaria o irremediablemente plana, sin que apareciera por ningún lado la agradecible irreverencia, la excentricidad inteligente, alguien que contara o hiciera algo que se saliera del rutinario guion, incluido ese desganado Billy Crystal que tantas veces antes fue ingenioso y modélico (era inevitable acordarse del muy gracioso y corrosivo monólogo de Santiago Segura en los últimos Goya) solo resultó insólito que los ganadores de los Oscars más codiciados no fueran angloparlantes sino gente de cine inequívocamente francesa, con ligeros problemas para expresarse fluidamente en inglés.
Y eso no había ocurrido nunca en la coronación de la reina
. Por mucha labor de promoción que haya desplegado el inteligente olfato de los hermanos Weinstein para convencer a Hollywood de que The artist era la más guapa del baile, las señas de identidad de estas son europeas.
Pero Hollywood ha aparcado sus prejuicios nacionalistas para reconocer que el arriesgado productor Thomas Langmann, el imaginativo, tragicómico y magistral director Michel Hazanavicius, ese actor abarrotado de simpatía, vitalismo, gracia y capacidad para sufrir llamado Jean Dujardin, esa actriz tan divertida y pícara, sexy y llena de ritmo que responde al nombre de Bérénice Bejo, incluso el impagable perrillo Uggie, son una de las mejores cosas que le han ocurrido este año al gran cine de cualquier parte.
A excepción de cuatro fatigosos modernos, esos que acusan a The artist de “buenismo” (qué grima me provoca la terminología de los modernos) y creen haber descubierto la penicilina con su lúcida definición, esta película muda y en blanco y negro, divertida y trágica, tierna y sombría, original y compleja, puede regalar hora y media de gozo al espectador inocente y al sofisticado, al que añora los argumentos y los mecanismos de las historias clásicas del cine de siempre (incluida la salvación del acorralado en el último momento gracias al amor) y al que no ha perdido la capacidad de admirar los experimentos llenos de vida, humor y sentimiento.
Lo único que lamento de estos premios tan justos es que hayan sido a costa de triunfar sobre el lirismo de primera clase, el perdurable estremecimiento que causa la inimitable visión de las más profundas sensaciones de infancia, la desolación que provoca la orfandad y la pérdida, la hipnótica creación del universo, el encuentro onírico o sobrenatural con los seres amados que se fueron, que cuenta de forma genial El árbol de la vida. Y puedes admitir que esta obra de arte que se ha inventado un poeta mayor llamado Terrence Malick le resulte hermética, incomprensible, aburrida o espesa a muchos espectadores que solo pretendían disfrutar con el encanto del Brad Pitt más convencional y se encuentran con un poema que podría llevar la firma de Rimbaud, Rilke, Elliot o Claudio Rodríguez.
Pero aunque debido a sus características El árbol de la vida jamás pueda ser una película popular, se ha ganado para la eternidad un lugar de honor en la historia del cine, en ese grupo de joyas que mantendrán intacto su poder de conmoción y su magnetismo dentro de cien años en la agradecida sensibilidad de espectadores con un paladar especial.
Intuían o sabían los anfitriones que Woody Allen no iba a aparecer en su gala de pompa y circunstancias, que se quedaría tocando el clarinete en su casa o exigiendo a su prodigioso cerebro la invención de historias que solo pueden ocurrírsele a su imaginación.
A pesar de ello, han tenido la elegancia y la sensatez de premiar el excelente guion de Midnight in Paris, su convicción de que a las doce de la noche en una calle fija de París aparecerá un coche que te traslada a la época con la que siempre has soñado, en la que intuyes que hubieras sido feliz.
También han reconocido el talento de Alexander Payne para trasladar a un Hawai insólito historias de vida y muerte, de engaños y perdón, de la problemática comunicación entre un padre traumatizado y sus hijas adolescentes en Los descendientes, una película en lo que lo que más me gusta no es su desarrollo, sino su tono.
Y solo la fobia o la ceguera mental podrían negar el impresionante trabajo de Meryl Streep haciéndonos creer que ella es por fuera y por dentro Margaret Thatcher, de adulta y de vieja. Igualmente, todos sabemos que el eximio y anciano actor Christopher Plummer merecía el Oscar desde hace mucho tiempo.
Su homosexual en fase terminal de Beginners que intenta hacerse comprender por su hijo ha enamorado a todo el mundo.
A mí, un poco menos. Hay otras interpretaciones de Plummer que prefiero.
Y lamento, a pesar de sus hermosas imágenes, de su uso extraordinario del 3D, de su razonado amor al cine y su tributo a Méliès, sentirme muy perdido o desinteresado durante gran parte de La invención de Hugo. Con todo mi respeto, admiración y amor hacia el cine de Scorsese, prefiero que haya ganado la preciosa The artist.
Esperando que su triunfo no vuelva loca a la industria y se imponga la moda surrealista de que todos pretendan rodar películas mudas en blanco y negro.
Y eso no había ocurrido nunca en la coronación de la reina
. Por mucha labor de promoción que haya desplegado el inteligente olfato de los hermanos Weinstein para convencer a Hollywood de que The artist era la más guapa del baile, las señas de identidad de estas son europeas.
Pero Hollywood ha aparcado sus prejuicios nacionalistas para reconocer que el arriesgado productor Thomas Langmann, el imaginativo, tragicómico y magistral director Michel Hazanavicius, ese actor abarrotado de simpatía, vitalismo, gracia y capacidad para sufrir llamado Jean Dujardin, esa actriz tan divertida y pícara, sexy y llena de ritmo que responde al nombre de Bérénice Bejo, incluso el impagable perrillo Uggie, son una de las mejores cosas que le han ocurrido este año al gran cine de cualquier parte.
A excepción de cuatro fatigosos modernos, esos que acusan a The artist de “buenismo” (qué grima me provoca la terminología de los modernos) y creen haber descubierto la penicilina con su lúcida definición, esta película muda y en blanco y negro, divertida y trágica, tierna y sombría, original y compleja, puede regalar hora y media de gozo al espectador inocente y al sofisticado, al que añora los argumentos y los mecanismos de las historias clásicas del cine de siempre (incluida la salvación del acorralado en el último momento gracias al amor) y al que no ha perdido la capacidad de admirar los experimentos llenos de vida, humor y sentimiento.
Lo único que lamento de estos premios tan justos es que hayan sido a costa de triunfar sobre el lirismo de primera clase, el perdurable estremecimiento que causa la inimitable visión de las más profundas sensaciones de infancia, la desolación que provoca la orfandad y la pérdida, la hipnótica creación del universo, el encuentro onírico o sobrenatural con los seres amados que se fueron, que cuenta de forma genial El árbol de la vida. Y puedes admitir que esta obra de arte que se ha inventado un poeta mayor llamado Terrence Malick le resulte hermética, incomprensible, aburrida o espesa a muchos espectadores que solo pretendían disfrutar con el encanto del Brad Pitt más convencional y se encuentran con un poema que podría llevar la firma de Rimbaud, Rilke, Elliot o Claudio Rodríguez.
Pero aunque debido a sus características El árbol de la vida jamás pueda ser una película popular, se ha ganado para la eternidad un lugar de honor en la historia del cine, en ese grupo de joyas que mantendrán intacto su poder de conmoción y su magnetismo dentro de cien años en la agradecida sensibilidad de espectadores con un paladar especial.
Intuían o sabían los anfitriones que Woody Allen no iba a aparecer en su gala de pompa y circunstancias, que se quedaría tocando el clarinete en su casa o exigiendo a su prodigioso cerebro la invención de historias que solo pueden ocurrírsele a su imaginación.
A pesar de ello, han tenido la elegancia y la sensatez de premiar el excelente guion de Midnight in Paris, su convicción de que a las doce de la noche en una calle fija de París aparecerá un coche que te traslada a la época con la que siempre has soñado, en la que intuyes que hubieras sido feliz.
También han reconocido el talento de Alexander Payne para trasladar a un Hawai insólito historias de vida y muerte, de engaños y perdón, de la problemática comunicación entre un padre traumatizado y sus hijas adolescentes en Los descendientes, una película en lo que lo que más me gusta no es su desarrollo, sino su tono.
Y solo la fobia o la ceguera mental podrían negar el impresionante trabajo de Meryl Streep haciéndonos creer que ella es por fuera y por dentro Margaret Thatcher, de adulta y de vieja. Igualmente, todos sabemos que el eximio y anciano actor Christopher Plummer merecía el Oscar desde hace mucho tiempo.
Su homosexual en fase terminal de Beginners que intenta hacerse comprender por su hijo ha enamorado a todo el mundo.
A mí, un poco menos. Hay otras interpretaciones de Plummer que prefiero.
Y lamento, a pesar de sus hermosas imágenes, de su uso extraordinario del 3D, de su razonado amor al cine y su tributo a Méliès, sentirme muy perdido o desinteresado durante gran parte de La invención de Hugo. Con todo mi respeto, admiración y amor hacia el cine de Scorsese, prefiero que haya ganado la preciosa The artist.
Esperando que su triunfo no vuelva loca a la industria y se imponga la moda surrealista de que todos pretendan rodar películas mudas en blanco y negro.