Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

28 feb 2012

¿Por qué no te callas un poquito, Karl?

Karl Lagerfeld, en su desfile de Chanel del pasado julio en París. / François Mori (AP)
Una vez tuve una entrevista bastante dura.
Fue con una mujer alemana, horrible y fea. Fue justo después de que se marcharan los comunistas, tal vez solo una semana desde la caída del Muro
. Ella vestía un jersey amarillo que era medio transparente. Sus tetas eran enormes y llevaba un sujetador negro.
 Me dijo: ‘Es de mala educación. Quítese las gafas de sol’. Le respondí: ‘¿Le pido yo que se quite el sujetador?”.
En 2007, la revista Vice tenía la brillante idea de mandar al pornógrafo arty Bruce LaBruce a entrevistar a Karl Lagerfeld (Hamburgo, 1933).
Una inocente pregunta alrededor de la pasión de ambos por el lucimiento de gafas de sol bajo techo desembocaba en esta anécdota narrada por el káiser.
 Para más inri, pertenecía a la época, principios de los noventa, en la que “la ropa que se llevaba era muy ancha. Decidí que no importaba engordar”.
Si esta ya era su actitud durante su fase oronda, ¿cómo iba a ser este personaje el día que pudiese embutirse en un traje de Dior?
La respuesta llegaría una década después –y 30 kilos menos– en forma de inabarcable catálogo de salidas de tono.
 Así, el último éxito del diseñador de Chanel no ha sido su colección para Macy’s, ni tampoco la línea Karl, que se vende a través del portal Net-a-Porter, sino unas declaraciones realizadas al diario Metro en las que demostraba todo su amor por Adele calificándola de “un poco demasiado gorda”.
 Y, ya lanzado, se despachaba también a gusto con los hombres rusos: “Son tan feos que si fuera yo una mujer rusa, me haría lesbiana”, afirmaba el inventor de la nueva modestia.
Uno de los elementos clave para entender el devenir de la pasada década ha sido el advenimiento de la industria de la moda como fuerza de inusitada centralidad cultural, económica y social.
 Hoy, todo el mundo sabe que Anna Wintour es la editora de Vogue USA. Hasta la madre naturaleza lloró cuando se le fue la cabeza a John Galliano y terminó fuera de Dior.
 Tom Ford provoca disturbios en centros comerciales cuando presenta su línea de cosméticos.
 Si algo resulta bello o, al menos, extravagante, lo llamamos fashion, y jamás estamos a más de un par de módems de alguien que tiene un blog de moda. En todo este desbarajuste, la figura de Karl Lagerfeld ha sido clave
. Nadie como él ha aprovechado la naturaleza gregaria de una industria y el desarrollo de un modelo de público cautivo que ha comprado incluso sus discos –colecciones de canciones seleccionadas por el tipo, que posee, hay que admitirlo, un gusto exquisito– y se ha atrevido a calificarlo de gran fotógrafo.

Las perlas del káiser

• “Los estampados florales son para mujeres gordas de mediana edad”. • “La mitad de la prensa la forman guapas tontas; la otra mitad, mujeres embarazadas”. • “La clase media no tiene suficiente clase”. • “El cuerpo debe ser algo impecable; si no lo es, come menos y cómprate ropa de tallas menores”. • “Jamás fui feminista porque no soy lo suficientemente feo”. • “No me interesa la historia; es muy infantil, muy orgullo gay”. • “En esencia, soy la persona más superficial del planeta”. • “Odio a los niños”. • “Hay gente que me dice que estoy demasiado delgado, pero esto siempre me lo dice alguien a quien no le sentaría mal perder unos kilos”.
Alguien como él, que afirma poseer más de 300 ipods, es adicto a la coca-cola light y odia el pasado, solo podía aspirar a ser mito en vida. Y lo ha logrado.
“Es imposible separar al hombre del mito”, comentaba LaBruce tras su encuentro con el diseñador alemán.
Pero algo está cambiando.
 Hasta el mes pasado, las únicas críticas que podían verterse sobre el hombre que no tuvo pudor en utilizar versos del Corán en una de sus colecciones para Chanel a mediados de los noventa tenían que ver con algunas de sus salidas de tono, aunque el resultado final de la controversia siempre era más publicitario o cómico que punitivo.
 Ser un bocazas siempre le ha salido gratis.
Después de todo, en la era de la universalización de la moda y del “opine usted sobre esta colección en su blog o en su peluquería preferida”, Lagerfeld se ha erigido en el bastión de la verdadera idiosincrasia de este exclusivo negocio ante las embestidas de una democratización que él ha gestionado desde el desprecio y con resultados sorprendentemente exitosos.
 Si caía en la tentación de diseñar para H&M –con éxito masivo de ventas, por cierto–, se arrepentía inmediatamente, convencido de que diseñar para pobres o siluetas poco canónicas era el equivalente a meterse en una bañera con agua hirviendo. Si le preguntaban sobre su compatriota la supermodelo Heidi Klum, declaraba no saber quién es. ¿Milán? Le falta glamour.
Pero, como decíamos, algo parece estar cambiando.
 En las últimas semanas han aparecido prácticamente tantos artículos censurando sus declaraciones al respecto de la cantante Adele (a los hombres rusos nadie parece querer defenderlos) como cuestionando su vigencia como creador, e incluso el legado que puede dejar en Chanel.
Ellen Grace Jones, editora de The Real Runway, escribía en The Huffington Post al respecto de su línea Karl, publicitada por el diseñador como su intento “de dotar de clase a la clase media”:
 “Si saliera de su torre de marfil, descubriría que esa clase media a la que se dirige se halla en declive. Sus alucinaciones no tienen límites”.
 A renglón seguido, Jones procedía a enumerar algunas de las piezas de la colección y sus precios.
“Su calzado es realmente poco inspirado. Ahorraré cien euros más y me haré con unos Louboutin”.
 Lo peor que le puede pasar al diseñador que crea una línea supuestamente económica es que le digan que no solo es fea, sino que resulta cara.
Su desprecio a la democratización de la moda le ha beneficiado sorprendentemente
Más dura incluso era la pieza escrita por Robin Ghivan en Newsweek.
Aquí, la ganadora de un Pulitzer se preguntaba si Lagerfeld está sobrevalorado y si, después de todo, no ha llegado la hora de que la prensa de moda se emancipe y se decida de una vez por todas a cuestionar el consenso alrededor de figuras como las de Tom Ford o el propio Lagerfeld.
 “Si un diseñador se juzga por la silueta que popularizó, la sensibilidad que desarrolló o unos preceptos estéticos que le son propios, entonces Lagerfeld ha fracasado”.
Un día después de haber llamado gorda a Adele, el teutón ensayaba una suerte de disculpa. “Sé lo mal que sienta que la prensa sea cruel contigo por culpa de tu aspecto”, declara obviando el hecho de que los comentarios sobre el peso de Adele los había hecho él, no un periodista.
 Menos amable era con Ghivan. “No sé quién es esta periodista. Leí algo que escribió sobre la señora Obama y me hizo odiarla, a ella, no a la señora Obama”.
Todo indica que el genio creador Lagerfeld desaparecerá antes que el genio cómico.

Cine de siempre, sentimiento, vida y humor: ‘The artist’

 

En una gala de los Oscar voluntaria o irremediablemente plana, sin que apareciera por ningún lado la agradecible irreverencia, la excentricidad inteligente, alguien que contara o hiciera algo que se saliera del rutinario guion, incluido ese desganado Billy Crystal que tantas veces antes fue ingenioso y modélico (era inevitable acordarse del muy gracioso y corrosivo monólogo de Santiago Segura en los últimos Goya) solo resultó insólito que los ganadores de los Oscars más codiciados no fueran angloparlantes sino gente de cine inequívocamente francesa, con ligeros problemas para expresarse fluidamente en inglés.
 Y eso no había ocurrido nunca en la coronación de la reina
. Por mucha labor de promoción que haya desplegado el inteligente olfato de los hermanos Weinstein para convencer a Hollywood de que The artist era la más guapa del baile, las señas de identidad de estas son europeas.
Pero Hollywood ha aparcado sus prejuicios nacionalistas para reconocer que el arriesgado productor Thomas Langmann, el imaginativo, tragicómico y magistral director Michel Hazanavicius, ese actor abarrotado de simpatía, vitalismo, gracia y capacidad para sufrir llamado Jean Dujardin, esa actriz tan divertida y pícara, sexy y llena de ritmo que responde al nombre de Bérénice Bejo, incluso el impagable perrillo Uggie, son una de las mejores cosas que le han ocurrido este año al gran cine de cualquier parte.
 A excepción de cuatro fatigosos modernos, esos que acusan a The artist de “buenismo” (qué grima me provoca la terminología de los modernos) y creen haber descubierto la penicilina con su lúcida definición, esta película muda y en blanco y negro, divertida y trágica, tierna y sombría, original y compleja, puede regalar hora y media de gozo al espectador inocente y al sofisticado, al que añora los argumentos y los mecanismos de las historias clásicas del cine de siempre (incluida la salvación del acorralado en el último momento gracias al amor) y al que no ha perdido la capacidad de admirar los experimentos llenos de vida, humor y sentimiento.
Lo único que lamento de estos premios tan justos es que hayan sido a costa de triunfar sobre el lirismo de primera clase, el perdurable estremecimiento que causa la inimitable visión de las más profundas sensaciones de infancia, la desolación que provoca la orfandad y la pérdida, la hipnótica creación del universo, el encuentro onírico o sobrenatural con los seres amados que se fueron, que cuenta de forma genial El árbol de la vida. Y puedes admitir que esta obra de arte que se ha inventado un poeta mayor llamado Terrence Malick le resulte hermética, incomprensible, aburrida o espesa a muchos espectadores que solo pretendían disfrutar con el encanto del Brad Pitt más convencional y se encuentran con un poema que podría llevar la firma de Rimbaud, Rilke, Elliot o Claudio Rodríguez.
 Pero aunque debido a sus características El árbol de la vida jamás pueda ser una película popular, se ha ganado para la eternidad un lugar de honor en la historia del cine, en ese grupo de joyas que mantendrán intacto su poder de conmoción y su magnetismo dentro de cien años en la agradecida sensibilidad de espectadores con un paladar especial.
Intuían o sabían los anfitriones que Woody Allen no iba a aparecer en su gala de pompa y circunstancias, que se quedaría tocando el clarinete en su casa o exigiendo a su prodigioso cerebro la invención de historias que solo pueden ocurrírsele a su imaginación.
A pesar de ello, han tenido la elegancia y la sensatez de premiar el excelente guion de Midnight in Paris, su convicción de que a las doce de la noche en una calle fija de París aparecerá un coche que te traslada a la época con la que siempre has soñado, en la que intuyes que hubieras sido feliz.
 También han reconocido el talento de Alexander Payne para trasladar a un Hawai insólito historias de vida y muerte, de engaños y perdón, de la problemática comunicación entre un padre traumatizado y sus hijas adolescentes en Los descendientes, una película en lo que lo que más me gusta no es su desarrollo, sino su tono.
Y solo la fobia o la ceguera mental podrían negar el impresionante trabajo de Meryl Streep haciéndonos creer que ella es por fuera y por dentro Margaret Thatcher, de adulta y de vieja. Igualmente, todos sabemos que el eximio y anciano actor Christopher Plummer merecía el Oscar desde hace mucho tiempo.
 Su homosexual en fase terminal de Beginners que intenta hacerse comprender por su hijo ha enamorado a todo el mundo.
 A mí, un poco menos. Hay otras interpretaciones de Plummer que prefiero.
 Y lamento, a pesar de sus hermosas imágenes, de su uso extraordinario del 3D, de su razonado amor al cine y su tributo a Méliès, sentirme muy perdido o desinteresado durante gran parte de La invención de Hugo. Con todo mi respeto, admiración y amor hacia el cine de Scorsese, prefiero que haya ganado la preciosa The artist.
 Esperando que su triunfo no vuelva loca a la industria y se imponga la moda surrealista de que todos pretendan rodar películas mudas en blanco y negro.

27 feb 2012

A pEDRO GARCÏA CABRERA; DE JOSE MIGUEL JUNCO

A PEDRO GARCÍA CABRERA

                                                        Solo no estoy. Están conmigo siempre
                                                         horizontes y manos de esperanza.
                                                                          Pedro García Cabrera


La noche frunce el ceño, se demora,
sabe que usted la tiene acorralada
y pronto va a parir versos y agujas.

Para que no se apague usted le pone
una bufanda azul y calcetines
justo donde sus pies se están helando.

La noche en su cabeza cristaliza
en lunas que se visten de azucena
para que usted las lleve a sus dominios.

Usted le pone música al silencio
y clama por el aire que no tiene
y busca una mordaza hecha pedazos.

Entre los muros de la casa gimen
las migajas del pan recién nacido
por el ocaso de los sentimientos.

Las islas en la mesa de la alcoba
conocen el lugar donde sus dedos
podrán dormir sintiéndose de espuma.

Mientras usted se eleva y con la sangre
busca naranjas donde no hay naranjas
y allí deja las manos extendidas.

Después el verbo adquiere una cadencia
de esas que nacen con sabor a muelle
y bailan sin parar un son de todos.

Aquí queda su voz inquebrantable
saliendo como el humo fugitivo
hacia esos mundos donde anida un sueño.

Solo no está, ni ajeno al mar de nubes:
están con usted siempre
horizontes y manos de esperanza.

Desfile sobre alfombra Roja