A las 11 de la mañana, hora peninsular, la joven acusada de asesinar a su compañera de piso, Meredith Kercher de 21 años, en un brutal crimen hace cuatro años en Perugia se ha embarcado a bordo de un avión de British Airways rumbo al aeropuerto londinense de Heathrow, donde hará escala antes de volar hacia Seattle, su ciudad natal.
Su exnovio, el también sospechoso Raffaele Sollecito, ha viajado hasta el pueblo de su familia, Giovinazzo, en la región sureña italiana de la Apulia.
Entretanto, la familia Kercher ha ofrecido una conferencia de prensa poco después de conocerse la noticia de la absolución. "La principal decepción es saber que hay alguien fuera que lo ha hecho". Con cierto tono resignado, Stephanie Kercher, hermana de la joven asesinada, ha mostrado su frustración y la de su familia por no saber quién está detrás del crimen tras la puesta en libertad de los dos principales sospechosos hasta la fecha.
"La principal decepción es saber que hay alguien fuera que lo ha hecho", comenta resignada Stephanie Kercher, hermana de la víctima
"Hemos dicho siempre que no queremos que se acuse a las personas equivocadas", ha añadido Stephanie quien considera que "no pueden perdonar hasta que no se encuentre al culpable". La familia Kercher ha mostrado también su gratitud por la gente que les ha apoyado. "Estamos muy agradecidos por el apoyo que hemos recibido, no sólo parte del pueblo italiano también por la gente de todo el mundo", ha comunicado la hermana de la víctima.
Tras esta absolución, se prevé que los abogados del ahora único culpable de la muerte de Meredith, el marfileño Rudy Guede, pidan reabrir el caso, pues éste había sido condenado en una sentencia en firme a 16 años de cárcel al considerar que fue él quien asesinó a la joven británica durante un "juego sexual", pero con la participación de Knox y Sollecito. Por su parte, el fiscal italiano Giuliano Mignini ya ha comunicado su intención de apelar ante el Tribunal de Casación, tercera y última instancia en Italia.
Los interrogantes entorno al caso siguen en pie. Si no fue Amanda, ¿quién mató a Meredith? La sentencia absolutoria dictada ayer por el tribunal de apelación de Perugia no solo convirtió en víctimas a la norteamericana Amanda Knox y al italiano Raffaele Sollecito -han pasado cuatro años en prisión por un crimen que no cometieron-, sino que también dejó sin justicia a la joven inglesa Meredith Kercher, asesinada de 43 puñaladas el 2 de noviembre de 2007.
"Knox, Sollecito y Guede”, explicaron los fiscales, “bajo el efecto de estupefacientes y quizá del alcohol, decidieron implicar a Meredith en un fuerte juego sexual”
Hay todavía una víctima más: el sistema judicial italiano, cuyas vergüenzas fueron retransmitidas ayer en directo a todo el mundo por las principales cadenas de televisión. No hay que olvidar que Amanda Knox y su ex novio Raffaele Sollecito habían sido condenados en 2009 a 26 y 25 años de prisión, respectivamente, por un crimen horrendo cometido en compañía del marfileño Rudy Guede.
Según ellos, la noche entre el 1 y el 2 de noviembre de 2007, Amanda, Raffaele y Rudy llegaron juntos al piso de vía della Pergola y se encontraron con Meredith, que compartía piso con Amanda y otras dos jóvenes más.
“Knox, Sollecito y Guede”, explicaron los fiscales, “bajo el efecto de estupefacientes y quizá del alcohol, decidieron llevar a cabo el proyecto de implicar a Meredith en un fuerte juego sexual”.
La joven inglesa trató de negarse, por lo que fue agredida “en un crescendo incontrolado, imparable, de violencia y juego sexual que acabó con la muerte de la muchacha británica”.
Según la sentencia, fue Amanda Knox la autora de la cuchillada mortal mientras su novio, Raffaele Sollecito, de 23 años, sujetaba a Meredith. “Meredith fue asesinada de forma impresionante por tres furias desencadenadas”.
El marfileño Guede, que según los fiscales fue el autor de la violación, también fue condenado, pero en un juicio rápido, de ahí que ayer no fuera revisada su sentencia.
Según la sentencia, “Meredith fue asesinada de forma impresionante por tres furias desencadenadas”
El tribunal de apelación de Perugia, que se reunió durante casi 12 horas, no explicó los motivos por los que pasó de 26 años de condena a la libre absolución.
Solo declaró que dejaba en libertad a Amanda y a Raffaele por “no haber cometido” los hechos que se le imputaban. Eso sí, condenó a la norteamericana a tres años por haber calumniado a Patrick Lumumba, un músico congoleño al que acusó de haber cometido el crimen. Si bien Knox no tendrá que cumplir al haber pasado ya más de ese tiempo en prisión. Tanto hace dos años como ahora, el proceso estuvo rodeado de un gran interés mediático.
Tras conocer la absolución, las familias de Amanda y Raffaele gritaron de felicidad.
Por una calle lateral, sin que apenas las cámaras se fijaran en ellas, se marcharon la madre y la hermana de Meredith.
A seguir esperando justicia. A seguir manteniendo viva la memoria de una muchacha de 21 años que fue feliz en Perugia hasta la noche del 1 de noviembre de 2007. La justicia italiana tiene ahora que contestar una pregunta.
Si no fue Amanda, ¿quién fue?.
4 oct 2011
No puedo responder a los comentarios.
Eso no puedo responder a los comentarios, claro que es de Elvira Lindo, del pais.com. No tengo por qué adjudicarme nada que no lo haga yo, puedes poner algo tu en Comentarios si quieres, no solo decir eso que piensas que me atribuyo el papel de Elvira Lindo, hay cosas de ella que me gustan y otras no.
Saludos, espero su visita no solo para decir algo malo del blog.
Saludos, espero su visita no solo para decir algo malo del blog.
3 oct 2011
El Árbol de la Vida
La nueva película de Terrence Malick es una de sus creaciones más destacadas. Al menos muy por encima de La Delgada Línea Roja. Eso sí, de temática infinitamente distinta, que se podría resumir con dos palabras pero que resulta complicado de describir para el espectador que desconozca la filmografía anterior del director que nos ocupa.
Y es que Terrence Malick es uno de esos directores que en Hollywood son considerados "de culto".
Signifique lo que signifique, más aún en estos tiempos.
Los actores acuden a su llamada sin mirar ni por un momento los ceros del cheque que reciben. Y eso, tal y como andan las cosas últimamente, es algo a tener muy en cuenta.
El argumento de El Árbol de la Vida se presenta así: La película sigue el viaje de la vida del hijo mayor de una familia de clase media de los años 50, Jack, desde la inocencia de su infancia hasta la desilusión de sus años como adulto mientras trata de reconciliar la complicada relación que tiene con su padre (Brad Pitt). Jack (interpretado por Sean Penn en su edad adulta) se ve una alma perdida en un mundo moderno, buscando respuestas a los orígenes y al sentido de la vida mientras se cuestiona la existencia de la fe.
El Árbol de la Vida resulta una película que nos pedirá estar con los cinco sentidos, bajando el ritmo de forma importante y sobre todo con muchas ganas de descubrir algo nuevo ante nuestros ojos.
Todo un ejercicio de sutilezas cinematográficas, marca de la casa, y de forma inconfundible. Pero eso sí, no dejará indiferente a casi nadie.
Y es que Terrence Malick es uno de esos directores que en Hollywood son considerados "de culto".
Signifique lo que signifique, más aún en estos tiempos.
Los actores acuden a su llamada sin mirar ni por un momento los ceros del cheque que reciben. Y eso, tal y como andan las cosas últimamente, es algo a tener muy en cuenta.
El argumento de El Árbol de la Vida se presenta así: La película sigue el viaje de la vida del hijo mayor de una familia de clase media de los años 50, Jack, desde la inocencia de su infancia hasta la desilusión de sus años como adulto mientras trata de reconciliar la complicada relación que tiene con su padre (Brad Pitt). Jack (interpretado por Sean Penn en su edad adulta) se ve una alma perdida en un mundo moderno, buscando respuestas a los orígenes y al sentido de la vida mientras se cuestiona la existencia de la fe.
El Árbol de la Vida resulta una película que nos pedirá estar con los cinco sentidos, bajando el ritmo de forma importante y sobre todo con muchas ganas de descubrir algo nuevo ante nuestros ojos.
Todo un ejercicio de sutilezas cinematográficas, marca de la casa, y de forma inconfundible. Pero eso sí, no dejará indiferente a casi nadie.
No me quieras tanto
De un tiempo a esta parte quedo con personas que, en realidad, no tienen un gran interés en charlar conmigo.
Esto podría minar mi autoestima pero una suerte de optimismo insensato me lleva a pensar que amar y no hacer ni puto caso pueden ser compatibles.
Yo sé que esas personas que no muestran mucho interés en hablar conmigo me quieren. Si no fuera así, entendámonos, no quedaría con ellas.
Esas personas me escriben mensajes rebosantes de cariño: por e-mail, por sms, por Whatsapp, por Facebook, por activa y por pasiva. Y en esos mensajes hay frases tan apasionadas que parecen extraídas de un bolero.
Son frases que antes en España no se decían pero que, ahora, gracias a la revitalización del género epistolar propiciado por las nuevas tecnologías, están en auge. Esas personas me dicen que me adoran. Que me adoran y que cuentan los días para verme. Que cuentan los días y que me quieren. Que me quieren y que nos va a faltar tiempo en una cena para contarme todo lo que me tienen que contar. Que nos va a faltar tiempo y que están deseando conocer mi opinión. Que desean conocer mi opinión y que nadie como yo para compartir este y otro secreto. ¿Y por qué? Porque soy adorable. Eso me dicen. El mundo de la tecnología ha bolerizado el género epistolar. Ha generalizado el lenguaje de las postales románticas y ahora lo que toca es escribirse con palabras de novios antiguos de los años cuarenta. Y, aunque yo soy de esa generación en la que si tus padres te decían "te quiero" es porque o se iban a morir ellos o te ibas a morir tú, tengo el corazón débil y, cuando una persona me pide una cita con palabras tan melosas, soy incapaz de no creerme un poco la pasión que sienten hacia mí. Esas personas son las que te reciben con los brazos abiertos en un restaurante, te dan un beso apretado y unen sus pechos sin pudor contra tus pechos, por no hablar de otras partes que también entran en contacto, en estos abrazos actuales; sean hombres o mujeres los que intervengan en ellos. Esas personas son las que acto seguido de desdoblar la servilleta y ponerla sobre sus piernas, sacan el móvil del bolso o de la chaqueta y lo colocan al lado del plato. Esas personas de las que hablo, las mismas que me adoran por escrito, suelen tener un iPhone o una Blackberry, a través de los cuales me escriben a mí esos deliciosos mensajes. El problema es que mientras están conmigo no renuncian a comunicarse con terceras personas. Con un ojo me miran a mí, que estoy situada a la izquierda, por ejemplo, y por el rabillo del otro, miran a su querido aparatito. Suena una campanilla. Les ha entrado un mensaje. Lo leen tan rápido que casi no lo noto. Entonces, sonríen. Sonríen como si alguien les hubiera contado un secreto, o algo picante, o como si les acabara de llegar una información crucial. Pero, desde luego, no sonríen por la conversación que tiene lugar en la mesa. Esas personas, las mismas que, con desesperación, anhelaban verte, te dicen, perdona, perdona un momentito, y se ponen a teclear un mensajito con un solo dedo. Qué dedo más rápido tienen esas personas. Es un dedo entrenado para escribir como si a uno le hubieran amputado la mano izquierda. Una vez terminado el mensaje la conversación continúa. Continúa hasta que vuelve a sonar de nuevo la campanilla: el amante, el amigo, el jefe, el cómplice, el plasta, ha contestado. Nueva sonrisa de esas personas que nos quieren tanto.
Y como poco a poco van perdiendo la vergüenza, toman el iPhone o la Blackberry con las dos manos y teclean entonces con los dos pulgares.
Qué maravilla de pulgares. Parece que han ido a una academia de mecanografía con pulgares para iPhones. Viene el camarero a tomar nota de la comanda y como las personas que tanto me quieren están ya apoyadas en el plato escribiendo a velocidad de vértigo mensajes tan apasionados, imagino, como los que me pusieron a mí, soy yo la que encarga el vino, el picoteo del principio y, si se me ha informado antes, el plato elegido por las personas que tanto deseaban este encuentro.
No siempre una se siente ignorada, en lo absoluto. Hay ocasiones en las que los dueños de la Blackberry o el iPhone te hacen partícipe de los mensajes recibidos, y tú puedes aportar algo en las contestaciones. A veces se trata de los amantes y entonces ya vives con excitación delegada. Ha habido ocasiones en las que las personas que me quieren se intercambian fotos con dichos amantes.
No fotos a lo Scarlett Johansson, porque no son horas. Imagino que ese tipo de instantáneas de corte más íntimo las dejan para cuando están encerrados en el cuarto de baño de su hogar, mientras sus maridos o sus mujeres están acostando a los niños.
El móvil ha supuesto una revolución en el universo de la infidelidad.
Quiero decir con esto que no soy uno de esos espíritus rancios que discuten las ventajas que para muchos ciudadan@s ha supuesto la irrupción de la nueva telefonía. Solamente quisiera expresar el desconcierto que me produce el que personas que tanto me adoran y desean compartir una hora y media de mesa y mantel conmigo no sean capaces de olvidarse del puto móvil durante un tiempo ridículo de sus hiperconectadas vidas.
Que lo comprendo todo, sí, ¡que yo también tengo iPhone!, pero que lo dejo metido en el bolso. Joé.
Esto podría minar mi autoestima pero una suerte de optimismo insensato me lleva a pensar que amar y no hacer ni puto caso pueden ser compatibles.
Yo sé que esas personas que no muestran mucho interés en hablar conmigo me quieren. Si no fuera así, entendámonos, no quedaría con ellas.
Esas personas me escriben mensajes rebosantes de cariño: por e-mail, por sms, por Whatsapp, por Facebook, por activa y por pasiva. Y en esos mensajes hay frases tan apasionadas que parecen extraídas de un bolero.
Son frases que antes en España no se decían pero que, ahora, gracias a la revitalización del género epistolar propiciado por las nuevas tecnologías, están en auge. Esas personas me dicen que me adoran. Que me adoran y que cuentan los días para verme. Que cuentan los días y que me quieren. Que me quieren y que nos va a faltar tiempo en una cena para contarme todo lo que me tienen que contar. Que nos va a faltar tiempo y que están deseando conocer mi opinión. Que desean conocer mi opinión y que nadie como yo para compartir este y otro secreto. ¿Y por qué? Porque soy adorable. Eso me dicen. El mundo de la tecnología ha bolerizado el género epistolar. Ha generalizado el lenguaje de las postales románticas y ahora lo que toca es escribirse con palabras de novios antiguos de los años cuarenta. Y, aunque yo soy de esa generación en la que si tus padres te decían "te quiero" es porque o se iban a morir ellos o te ibas a morir tú, tengo el corazón débil y, cuando una persona me pide una cita con palabras tan melosas, soy incapaz de no creerme un poco la pasión que sienten hacia mí. Esas personas son las que te reciben con los brazos abiertos en un restaurante, te dan un beso apretado y unen sus pechos sin pudor contra tus pechos, por no hablar de otras partes que también entran en contacto, en estos abrazos actuales; sean hombres o mujeres los que intervengan en ellos. Esas personas son las que acto seguido de desdoblar la servilleta y ponerla sobre sus piernas, sacan el móvil del bolso o de la chaqueta y lo colocan al lado del plato. Esas personas de las que hablo, las mismas que me adoran por escrito, suelen tener un iPhone o una Blackberry, a través de los cuales me escriben a mí esos deliciosos mensajes. El problema es que mientras están conmigo no renuncian a comunicarse con terceras personas. Con un ojo me miran a mí, que estoy situada a la izquierda, por ejemplo, y por el rabillo del otro, miran a su querido aparatito. Suena una campanilla. Les ha entrado un mensaje. Lo leen tan rápido que casi no lo noto. Entonces, sonríen. Sonríen como si alguien les hubiera contado un secreto, o algo picante, o como si les acabara de llegar una información crucial. Pero, desde luego, no sonríen por la conversación que tiene lugar en la mesa. Esas personas, las mismas que, con desesperación, anhelaban verte, te dicen, perdona, perdona un momentito, y se ponen a teclear un mensajito con un solo dedo. Qué dedo más rápido tienen esas personas. Es un dedo entrenado para escribir como si a uno le hubieran amputado la mano izquierda. Una vez terminado el mensaje la conversación continúa. Continúa hasta que vuelve a sonar de nuevo la campanilla: el amante, el amigo, el jefe, el cómplice, el plasta, ha contestado. Nueva sonrisa de esas personas que nos quieren tanto.
Y como poco a poco van perdiendo la vergüenza, toman el iPhone o la Blackberry con las dos manos y teclean entonces con los dos pulgares.
Qué maravilla de pulgares. Parece que han ido a una academia de mecanografía con pulgares para iPhones. Viene el camarero a tomar nota de la comanda y como las personas que tanto me quieren están ya apoyadas en el plato escribiendo a velocidad de vértigo mensajes tan apasionados, imagino, como los que me pusieron a mí, soy yo la que encarga el vino, el picoteo del principio y, si se me ha informado antes, el plato elegido por las personas que tanto deseaban este encuentro.
No siempre una se siente ignorada, en lo absoluto. Hay ocasiones en las que los dueños de la Blackberry o el iPhone te hacen partícipe de los mensajes recibidos, y tú puedes aportar algo en las contestaciones. A veces se trata de los amantes y entonces ya vives con excitación delegada. Ha habido ocasiones en las que las personas que me quieren se intercambian fotos con dichos amantes.
No fotos a lo Scarlett Johansson, porque no son horas. Imagino que ese tipo de instantáneas de corte más íntimo las dejan para cuando están encerrados en el cuarto de baño de su hogar, mientras sus maridos o sus mujeres están acostando a los niños.
El móvil ha supuesto una revolución en el universo de la infidelidad.
Quiero decir con esto que no soy uno de esos espíritus rancios que discuten las ventajas que para muchos ciudadan@s ha supuesto la irrupción de la nueva telefonía. Solamente quisiera expresar el desconcierto que me produce el que personas que tanto me adoran y desean compartir una hora y media de mesa y mantel conmigo no sean capaces de olvidarse del puto móvil durante un tiempo ridículo de sus hiperconectadas vidas.
Que lo comprendo todo, sí, ¡que yo también tengo iPhone!, pero que lo dejo metido en el bolso. Joé.
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