La carcajada de Gadafi
Juan Cruz
Hemos escuchado su verbo atropellado, acosado por las ideas comunes del déspota sin memoria ni futuro; le hemos visto hablar de los despojos de su gloria, en medio de las ruinas que glorifica porque en ellas cree tener su gloria, pero no habíamos escuchado la carcajada de Gadafi.
La produjo ayer, en medio de los estertores del cinismo con el que los demagogos disfrazan la ignorancia con la que prolongan su poder; y fue cuando, precisamente, le preguntaron cuándo iba a dejar el sitio del que el pueblo libio le quiere lejos.
Entonces se produjo su carcajada, y ahora la hemos escuchado en las radios y en las televisiones.
En una película como El hundimiento, a la que tanto se parecen sus últimos días, esta carcajada podría ser el punto final, casi la reflexión acosada del destino que él se ha ido trabajando a base de estimular la pituitaria de su egolatría.
Se irá, y esa carcajada será su símbolo, in crescendo, y luego hundiéndose en el fango de sus palabras egocéntricas.
La carcajada es siempre el subrayado del cínico; se burla, pero hay un instante de esa exabrupto en que se burla de sí mismo y no sabe que el sarcasmo le viene de su propio espejo.
1 mar 2011
28 feb 2011
El cóctel del rey (y su discurso)
Un famoso crítico estadounidense afirmaba que "El discurso del rey es una de esas películas que puedes recomendar a todo el mundo sin temor a equivocarte".
Dicho de otra forma, la película de Tom Hooper, que ha ganado es una suerte de cóctel para todos los públicos: no es polémico, no hay en ella ni rastro de ambigüedad, no molesta a nadie ni tampoco lo pretende.
En realidad detrás de El discurso del rey, y a pesar de su ascendencia británica, se esconde esa tradición tan americana del "bigger than life", historias que trascienden la rutina diaria y que responden al deseo (compartido por la inmensa mayoría de los humanos) de descubrir que los ricos también lloran.
La historia del rey Jorge VI, cuya tartamudez acabó convertida en un asunto de seguridad nacional bebe de todas las fuentes posibles: un poco de El club de los poetas muertos (Geoffrey Rush parece una especie de clon del personaje de Robin Williams, al que ha añadido unas gotas de acidez porque el contexto se lo merece); otro poco de My Fair Lady, en la que se demuestra que uno (o una) puede llegar a cualquier sitio siempre que se lo proponga -y cuente con la compañía adecuada-; un poquito más de El indomable Will Hunting, donde un buen tipo con problemas emocionales se cruza con el señor que puede ayudar a solventarlos, y -por supuesto- un mucho de todo el catálogo de Miramax: películas con buenas intenciones, épicos en su desarrollo y con tanto éxito como El paciente inglés, Shakespeare in Love o La vida es bella.
De hecho, tan pronto como se supo que Harvey Weinstein había decidido ocuparse personalmente de lidiar con la promoción de El discurso del rey, pocos dudaban de que la película sería la gran triunfadora de la noche.
Es posible que el mayor de los hermanos Weinstein ya no esté al timón de Miramax pero su nuevo juguete, la Weinstein Co, ha demostrado que no se le ha olvidado la receta que le hizo famoso: un producto bien empaquetado, una perspectiva familiar del séptimo arte (donde la compañía generó auténticas fortunas) y una campaña agresiva -en la que no acostumbra a fallar- para lograr que sus criaturas se cuelen en los corazones y las mentes de los venerables académicos.
Lo curioso es que a pesar de que todo el mundo parece coincidir en la brillantez de planteamiento del filme, incluyendo el hecho de que el protagonista y su tartamudez pertenezcan nada más y nada menos que a la realeza (con el añadido de "basado en una historia real") pocos son capaces de copiar ya no la idea, sino la fórmula. Es lo que tienen los buenos cócteles: parecen sencillos, pero solo lo parecen.
Dicho de otra forma, la película de Tom Hooper, que ha ganado es una suerte de cóctel para todos los públicos: no es polémico, no hay en ella ni rastro de ambigüedad, no molesta a nadie ni tampoco lo pretende.
En realidad detrás de El discurso del rey, y a pesar de su ascendencia británica, se esconde esa tradición tan americana del "bigger than life", historias que trascienden la rutina diaria y que responden al deseo (compartido por la inmensa mayoría de los humanos) de descubrir que los ricos también lloran.
La historia del rey Jorge VI, cuya tartamudez acabó convertida en un asunto de seguridad nacional bebe de todas las fuentes posibles: un poco de El club de los poetas muertos (Geoffrey Rush parece una especie de clon del personaje de Robin Williams, al que ha añadido unas gotas de acidez porque el contexto se lo merece); otro poco de My Fair Lady, en la que se demuestra que uno (o una) puede llegar a cualquier sitio siempre que se lo proponga -y cuente con la compañía adecuada-; un poquito más de El indomable Will Hunting, donde un buen tipo con problemas emocionales se cruza con el señor que puede ayudar a solventarlos, y -por supuesto- un mucho de todo el catálogo de Miramax: películas con buenas intenciones, épicos en su desarrollo y con tanto éxito como El paciente inglés, Shakespeare in Love o La vida es bella.
De hecho, tan pronto como se supo que Harvey Weinstein había decidido ocuparse personalmente de lidiar con la promoción de El discurso del rey, pocos dudaban de que la película sería la gran triunfadora de la noche.
Es posible que el mayor de los hermanos Weinstein ya no esté al timón de Miramax pero su nuevo juguete, la Weinstein Co, ha demostrado que no se le ha olvidado la receta que le hizo famoso: un producto bien empaquetado, una perspectiva familiar del séptimo arte (donde la compañía generó auténticas fortunas) y una campaña agresiva -en la que no acostumbra a fallar- para lograr que sus criaturas se cuelen en los corazones y las mentes de los venerables académicos.
Lo curioso es que a pesar de que todo el mundo parece coincidir en la brillantez de planteamiento del filme, incluyendo el hecho de que el protagonista y su tartamudez pertenezcan nada más y nada menos que a la realeza (con el añadido de "basado en una historia real") pocos son capaces de copiar ya no la idea, sino la fórmula. Es lo que tienen los buenos cócteles: parecen sencillos, pero solo lo parecen.
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