Yo no vengo a decir un discurso' reúne seis décadas de intervenciones del nobel - La obra traza un recorrido por la literatura, el cine, la política y América Latina .
briel García Márquez pronunció su primer discurso con 17 años; el último, por ahora, con 80. Uno tuvo lugar en 1944 en el Liceo de Varones de Zipaquirá, en el interior de Colombia, donde el futuro escritor cursaba el bachillerato como becario interno.
El tema era la amistad y los asistentes se llamaban Henry Sánchez, Augusto Londoño, Humberto Jaimes o Manuel Arenas. El otro tuvo como escenario el monumental Centro de Convenciones de Cartagena de Indias durante la inauguración del IV Congreso de la Lengua.
El motivo era una edición de Cien años de soledad con una tirada de un millón de ejemplares, y entre los 1.500 invitados -2.300 policías vigilaban las calles- había nombres como Juan Carlos de Borbón, Sofía de Grecia, Bill Clinton o Álvaro Uribe.
"Yo no vengo a decir un discurso", dijo García Márquez (Aracataca, 1927) en aquella lejana, e irónica, perorata adolescente, y esa frase es la que ha elegido el escritor para titular la recopilación de 22 discursos y conferencias que Mondadori publicará el próximo día 29.
De la charla en Estocolmo con motivo del Premio Nobel de 1982 a la polémica propuesta de jubilación de la ortografía en otro congreso de la lengua, el de Zacatecas (México) de 1997, el volumen es un repaso por las grandes pasiones del autor de El amor en los tiempos del cólera: el cine, la política, la amistad, América Latina y, por supuesto, la literatura.
Muchas de sus primeras intervenciones comienzan, como cuando acude a Venezuela en 1972 para recibir el Premio Rómulo Gallegos, con el reconocimiento de algo irreparable, la rotura de un viejo propósito: "Recibir un premio y decir un discurso".
Escritor a la fuerza
"El oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica". Lo dijo García Márquez en Caracas en 1970, cuando era "feliz e indocumentado", en una conferencia titulada Cómo empecé a escribir.
Allí relata que concibió su primer cuento solo por llevarle la contraria a un periodista que afirmaba que en Colombia los jóvenes narradores no tenían nada que decir. La charla, cuenta Cristóbal Pera, responsable de la edición de Yo no vengo a decir un discurso, la rescató del olvido Margarita Márquez, prima del escritor y "archivera" de la familia: "En cuanto Gabo leyó el texto dijo: 'Esto lo he escrito yo, seguro".
Casi 40 años después, ante la ilustre multitud de Cartagena, aquel "artesano insomne" recordaba -"No se trata de una afirmación jactanciosa"- que si los 50 millones de lectores que llevaba Cien años de soledad a la altura de 2007 vivieran "en un mismo pedazo de tierra" conformarían "uno de los 20 países más poblados del mundo".
Soledad de América
En su discurso del Nobel, García Márquez recordó a su maestro Faulkner, a Pablo Neruda y a Thomas Mann, premiados como él, pero sus palabras fueron tan políticas como literarias: "¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?".
El autor de El general en su laberinto recuerda a lo largo de varios discursos una frase de Simón Bolívar -"Somos un pequeño género humano"- para hablar de América Latina -"Primer productor mundial de imaginación creadora"- y de la integración de su cine y de su literatura.
Su preocupación continental pasa por las dictaduras, el narcotráfico y la ecología. También de la educación pública como arma contra la discriminación social: "La pobreza y la injusticia no nos han dejado mucho tiempo para asimilar las lecciones del pasado ni pensar en el futuro".
La culpa fue de Mutis
"Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos". En 1993, Álvaro Mutis cumplió 70 años y su amigo rompió el pacto. ¿La razón? El creador de Maqroll lo había roto antes. ¿Por qué? "Porque no le gustó el peluquero que le recomendé".
Con excepción de su visita a Suecia, todas las intervenciones de García Márquez destilan un sentido del humor que encuentra su altura máxima en los homenajes a sus amigos. A Mutis, que improvisó con él "a cuatro manos" el brindis que pronunció en el Ayuntamiento de Estocolmo, le afea su "insensibilidad para el bolero", pero le agradece que le pusiera delante un ejemplar de Pedro Páramo, el libro que le enseñó a escribir de otro modo.
En un homenaje póstumo a Julio Cortázar, el autor de Vivir para contarla habla como de "el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer". Cristóbal Pera dice que es uno de los textos favoritos del narrador colombiano: "Cada vez que lo relee, se emociona".
Las haches rupestres
Otro de los discursos favoritos del escritor -"Por lo que tiene de travesura"- es el que pronunció en Zacatecas ante una sala repleta de académicos: "Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota...". Seguían los acentos escritos, la be y la uve y otras "osadías y desatinos".
José Antonio Pascual, vicedirector de la Real Academia Española, sonríe todavía al recordar aquella "provocación": "Más que antiacadémico, aquello fue un alegato antiacademicista. No me escandalizo. Desde Rubén Darío al menos, es una vieja tradición.
Si no provoca, la retórica queda floja, y no te fijas". Pascual trabajó en la edición conmemorativa de Cien años de soledad y recuerda que García Márquez corregía las pruebas "con un impecable sentido de la norma".
20 oct 2010
19 oct 2010
Álbum de boda
Los secretos del enlace de Rafael Medina y Laura Vecino, desvelados en 95 páginas
Esta semana quien marca el ritmo de la actualidad en el mundo rosa es la revista ¡Hola!, que tiene la exclusiva de la boda de Rafael Medina y Laura Vecino. Un enlace que tiene en sello de la casa, ya que la madre del novio, Nati Abascal, trabaja para la publicación como estilista. Ella misma ha sido quien ha cuidado de todos los detalles de las 95 páginas en las que se muestran las fotos de todos los detalles de la ceremonia y también el antes y el después.
Así, por ejemplo, se ve a Laura Vecino vistiéndose de novia con un traje espectacular de Giambattista Valli, unos zapatos de Manolo Blahnik y dos joyas muy especiales: la gran corona ducal de la duquesa de Medinaceli de perlas y diamantes y una pulsera de su abuela Laura Satrústegui Figueroa. El novio también tiene su espacio en el reportaje durante los momentos previos. Él optó por un chaqué de la firma de la que es socio Scalpers.
La boda se celebró en el palacio de Tavera, en Toledo. En la capilla, adornada con cientos de flores, se ofició la ceremonia y en los patios, el almuerzo y la fiesta que continuó hasta el amanecer.
Todas las fotos tienen un argumento. Los novios, los padres, los hermanos, las amigas de ella, los amigos de él, las modelos, los aristócratas.... Y ahí en un lugar destacado la duquesa de Alba que acudió con su novio Alfonso Díez. También espacio de honor para Valentino, el gran amigo de la familia, que vistió a la madrina, Nati Abascal. Dos años después de haber dejado la aguja, el gran modisto italiano retomó el diseño para crear dos espectaculares trajes para Nati, uno verde largo que ella conjuntó con una mantilla blanca para la ceremonia y otro también verde más oscuro para la fiesta.
Rafael Medina, actual duque de Feria, en la entrevista que acompaña el reportaje habla de lo mucho que echó de menos ese día a su abuela, que por su avanzada edad no pudo viajar desde Sevilla, donde vive hasta Toledo, y a Óscar de la Renta, el modisto venezolana que le crió a él y a su hermano Luis, cuando estuvieron estudiando en EE UU. Nati decidió que ambos se fueran lejos de España en los tiempos en que el entonces duque de Ferie era noticia por sucesos escabrosos.
Y como dicen que de una boda sale otra, en ¡Hola! ya apunta a otra, la del hermano del novio, Luis que consolida relación con la millonaria Amanda Hearst, una de las más elegantes del día.
El resto de las revistas esta semana son prescindibles.
Esta semana quien marca el ritmo de la actualidad en el mundo rosa es la revista ¡Hola!, que tiene la exclusiva de la boda de Rafael Medina y Laura Vecino. Un enlace que tiene en sello de la casa, ya que la madre del novio, Nati Abascal, trabaja para la publicación como estilista. Ella misma ha sido quien ha cuidado de todos los detalles de las 95 páginas en las que se muestran las fotos de todos los detalles de la ceremonia y también el antes y el después.
Así, por ejemplo, se ve a Laura Vecino vistiéndose de novia con un traje espectacular de Giambattista Valli, unos zapatos de Manolo Blahnik y dos joyas muy especiales: la gran corona ducal de la duquesa de Medinaceli de perlas y diamantes y una pulsera de su abuela Laura Satrústegui Figueroa. El novio también tiene su espacio en el reportaje durante los momentos previos. Él optó por un chaqué de la firma de la que es socio Scalpers.
La boda se celebró en el palacio de Tavera, en Toledo. En la capilla, adornada con cientos de flores, se ofició la ceremonia y en los patios, el almuerzo y la fiesta que continuó hasta el amanecer.
Todas las fotos tienen un argumento. Los novios, los padres, los hermanos, las amigas de ella, los amigos de él, las modelos, los aristócratas.... Y ahí en un lugar destacado la duquesa de Alba que acudió con su novio Alfonso Díez. También espacio de honor para Valentino, el gran amigo de la familia, que vistió a la madrina, Nati Abascal. Dos años después de haber dejado la aguja, el gran modisto italiano retomó el diseño para crear dos espectaculares trajes para Nati, uno verde largo que ella conjuntó con una mantilla blanca para la ceremonia y otro también verde más oscuro para la fiesta.
Rafael Medina, actual duque de Feria, en la entrevista que acompaña el reportaje habla de lo mucho que echó de menos ese día a su abuela, que por su avanzada edad no pudo viajar desde Sevilla, donde vive hasta Toledo, y a Óscar de la Renta, el modisto venezolana que le crió a él y a su hermano Luis, cuando estuvieron estudiando en EE UU. Nati decidió que ambos se fueran lejos de España en los tiempos en que el entonces duque de Ferie era noticia por sucesos escabrosos.
Y como dicen que de una boda sale otra, en ¡Hola! ya apunta a otra, la del hermano del novio, Luis que consolida relación con la millonaria Amanda Hearst, una de las más elegantes del día.
El resto de las revistas esta semana son prescindibles.
Todos los colores de Renoir
La colección de 'renoirs' del Clark Institute es una de las principales apuestas del otoño en el Prado. Sale por primera vez completa de EE UU para ofrecer una nueva visión del pintor, que nunca había sido objeto de una retrospectiva en España.
Frente a otros contemporáneos, Renoir ha sido el pintor impresionista preferido de la gente durante más de un siglo, el más celebrado y popular, y el público entusiasta así se lo reconoció desde el principio, oh regalo envenenado, reservándole las tapas de las cajas de chocolates donde han figurado tantas de sus creaciones.
Esta es una de las circunstancias que hacen del caso Renoir uno de los más complejos de dilucidar, como demuestra la exposición del Prado presentada ayer, pues exige de nosotros dejar a un lado la desconfianza o el malestar que a menudo pueden despertar sus pinturas o los entusiasmos que ha suscitado y en quiénes, y centrarnos en tales o cuales obras, en verdad notables.
Palco en el teatro. "Pasión por Renoir", primera monográfica que se celebra en España dedicada a uno de los más destacados maestros del impresonismo, presenta 31 pinturas cedidas por el Clark Art Institute. En la imagen la obra Palco en el teatro (En el concierto), óleo sobre lienzo (99.4 x 80.7 cm), pintado por Pierre-Auguste Renoir en 1880.- STERLING AND FRANCINE CLARK INSTITUTE
Pasión por Renoir - Palco en el teatroPasión por Renoir - Muchacha con abanicoPasión por Renoir - La barca-lavadero de Bas-MeudonPasión por Renoir - CebollasPasión por Renoir - AutoretratoPasión por Renoir - Bañista peinándose.Otras fotografías 1 de 8 Museo del Prado
Los cuadros son lo más luminoso de una época que entendió como nadie
No es sencillo porque pintó mucho y en muchos estilos, y dentro de cada estilo no siempre con fortuna, sin que ello le importase mucho: era un hombre jovial, y la época contribuyó lo suyo. No hay más que asomarse a sus cuadros: las encarnaduras de los desnudos no eran tan afrutadas ni mórbidas desde Rubens y pocos pintores se habían atrevido hasta entonces a meter en una sola tela todos los colores del arcoíris. Claro que esto último, como decimos, lo favoreció también la época. Pero vayamos por partes.
Quizá fuera ese rasgo de su carácter, la jovialidad, lo que animó al millonario norteamericano Sterling Clark a coleccionar tantos renoirs, parte fundamental de la fabulosa colección que donó al Instituto de Arte de Massachusetts que lleva su nombre y que puede verse hasta el 6 de febrero en las salas del Prado bajo el título Pasión por Renoir.
Como buen coleccionista, se diría que Clark, un hombre extraño, introvertido y aventurero cuyo interés por el arte se despertó tardíamente, a finales de los años diez del pasado siglo, quiso tener una muestra de cada uno de los diferentes estilos de Renoir: retratos, autorretratos, figuras femeninas, desnudos femeninos, paisajes de todo tipo, escenas de interior, naturalezas muertas y cuadros de flores (faltan, seguramente porque llegó demasiado tarde al club de los coleccionistas, los grandes cuadros de tema, como su célebre Baile en el Moulin de la Gallete). Si alguien no supiese nada de Renoir, cosa improbable, esta exposición le dará una idea muy aproximada del genio versátil de su autor, con algunas pinturas sobresalientes. Lo es su primer autorretrato, tan greco (como Manet, decía adorar, sin embargo, a Velázquez: la moda Greco no había llegado todavía), o el inquietante retrato de la joven Thérèse Berard o el chinesco de la señora Monet, que presagia tantas pinturas intimistas de Vuillard como preludian algunos de sus paisajes los de Bonnard o los de nuestro Darío de Regoyos, o tal o cual fondo los fondos de Matisse, que decía adorarlo, como también decía adorarlo Picasso, sin duda seducidos por su bondad.
Frente a la melancolía de Degas, el más hondo de los pintores impresionistas, o las voces de Pissarro o de Sisley, tan apagadas, tan honradas, (por dejar a un lado a quienes como Cézanne o Van Gogh pusieron los cimientos de la modernidad), a Renoir acaso se le tenga en el futuro como al pintor que siguió la tradición de Boucher y de Watteau, tan franceses, tan galantes. Y así se verán ahora en el Prado (otro regalo envenenado ese estar en la casa de Velázquez, de Murillo, de Tiziano, teniéndoles delante), así se verán, decíamos, estos cuadros suyos, tan distintos unos de otros, a veces incluso tan desconcertantes: como lo más luminoso de una época y lo más risueño de un autor que la comprendió como ningún otro. "Tan leve, tan voluble, tan ligero, cual estival vilano", podríamos decir con las palabras de Juan Ramón Jiménez.
Por eso, señalábamos al principio, la época, que vio en él a su pintor, lo mimó, y los coleccionistas (principalmente norteamericanos) se lo disputaron desde el principio. Renoir fue consciente de ello, y quiso corresponder a tantas atenciones esmerándose en la elección de sus temas, de sus modelos, de sus escenas de interior tanto como en la elección de los colores apastelados de su paleta. Y no desentonar con la época.
Pero sería injusto pensar solo en la dimensión social y burguesa de sus obras. En ocasiones, también Renoir se tropezó con el misterio de la vida, y quiso legitimar noblemente la alegría a la que su jovialidad le tenía destinado. Así lo prueban algunos de los cuadros.
Frente a otros contemporáneos, Renoir ha sido el pintor impresionista preferido de la gente durante más de un siglo, el más celebrado y popular, y el público entusiasta así se lo reconoció desde el principio, oh regalo envenenado, reservándole las tapas de las cajas de chocolates donde han figurado tantas de sus creaciones.
Esta es una de las circunstancias que hacen del caso Renoir uno de los más complejos de dilucidar, como demuestra la exposición del Prado presentada ayer, pues exige de nosotros dejar a un lado la desconfianza o el malestar que a menudo pueden despertar sus pinturas o los entusiasmos que ha suscitado y en quiénes, y centrarnos en tales o cuales obras, en verdad notables.
Palco en el teatro. "Pasión por Renoir", primera monográfica que se celebra en España dedicada a uno de los más destacados maestros del impresonismo, presenta 31 pinturas cedidas por el Clark Art Institute. En la imagen la obra Palco en el teatro (En el concierto), óleo sobre lienzo (99.4 x 80.7 cm), pintado por Pierre-Auguste Renoir en 1880.- STERLING AND FRANCINE CLARK INSTITUTE
Pasión por Renoir - Palco en el teatroPasión por Renoir - Muchacha con abanicoPasión por Renoir - La barca-lavadero de Bas-MeudonPasión por Renoir - CebollasPasión por Renoir - AutoretratoPasión por Renoir - Bañista peinándose.Otras fotografías 1 de 8 Museo del Prado
Los cuadros son lo más luminoso de una época que entendió como nadie
No es sencillo porque pintó mucho y en muchos estilos, y dentro de cada estilo no siempre con fortuna, sin que ello le importase mucho: era un hombre jovial, y la época contribuyó lo suyo. No hay más que asomarse a sus cuadros: las encarnaduras de los desnudos no eran tan afrutadas ni mórbidas desde Rubens y pocos pintores se habían atrevido hasta entonces a meter en una sola tela todos los colores del arcoíris. Claro que esto último, como decimos, lo favoreció también la época. Pero vayamos por partes.
Quizá fuera ese rasgo de su carácter, la jovialidad, lo que animó al millonario norteamericano Sterling Clark a coleccionar tantos renoirs, parte fundamental de la fabulosa colección que donó al Instituto de Arte de Massachusetts que lleva su nombre y que puede verse hasta el 6 de febrero en las salas del Prado bajo el título Pasión por Renoir.
Como buen coleccionista, se diría que Clark, un hombre extraño, introvertido y aventurero cuyo interés por el arte se despertó tardíamente, a finales de los años diez del pasado siglo, quiso tener una muestra de cada uno de los diferentes estilos de Renoir: retratos, autorretratos, figuras femeninas, desnudos femeninos, paisajes de todo tipo, escenas de interior, naturalezas muertas y cuadros de flores (faltan, seguramente porque llegó demasiado tarde al club de los coleccionistas, los grandes cuadros de tema, como su célebre Baile en el Moulin de la Gallete). Si alguien no supiese nada de Renoir, cosa improbable, esta exposición le dará una idea muy aproximada del genio versátil de su autor, con algunas pinturas sobresalientes. Lo es su primer autorretrato, tan greco (como Manet, decía adorar, sin embargo, a Velázquez: la moda Greco no había llegado todavía), o el inquietante retrato de la joven Thérèse Berard o el chinesco de la señora Monet, que presagia tantas pinturas intimistas de Vuillard como preludian algunos de sus paisajes los de Bonnard o los de nuestro Darío de Regoyos, o tal o cual fondo los fondos de Matisse, que decía adorarlo, como también decía adorarlo Picasso, sin duda seducidos por su bondad.
Frente a la melancolía de Degas, el más hondo de los pintores impresionistas, o las voces de Pissarro o de Sisley, tan apagadas, tan honradas, (por dejar a un lado a quienes como Cézanne o Van Gogh pusieron los cimientos de la modernidad), a Renoir acaso se le tenga en el futuro como al pintor que siguió la tradición de Boucher y de Watteau, tan franceses, tan galantes. Y así se verán ahora en el Prado (otro regalo envenenado ese estar en la casa de Velázquez, de Murillo, de Tiziano, teniéndoles delante), así se verán, decíamos, estos cuadros suyos, tan distintos unos de otros, a veces incluso tan desconcertantes: como lo más luminoso de una época y lo más risueño de un autor que la comprendió como ningún otro. "Tan leve, tan voluble, tan ligero, cual estival vilano", podríamos decir con las palabras de Juan Ramón Jiménez.
Por eso, señalábamos al principio, la época, que vio en él a su pintor, lo mimó, y los coleccionistas (principalmente norteamericanos) se lo disputaron desde el principio. Renoir fue consciente de ello, y quiso corresponder a tantas atenciones esmerándose en la elección de sus temas, de sus modelos, de sus escenas de interior tanto como en la elección de los colores apastelados de su paleta. Y no desentonar con la época.
Pero sería injusto pensar solo en la dimensión social y burguesa de sus obras. En ocasiones, también Renoir se tropezó con el misterio de la vida, y quiso legitimar noblemente la alegría a la que su jovialidad le tenía destinado. Así lo prueban algunos de los cuadros.
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