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Canción del esposo soldado. Un poema de Miguel Hernández
Miguel Hernández Gilabert, célebre poeta y dramaturgo español, nació el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, España. Murió, víctima de la tuberculosis, el 28 de marzo de 1942 en la prisión de Alicante, cuando sólo contaba con 31 años de edad.
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
5 oct 2010
Últimos escritos del poeta incesante(Juan Cruz)
La Biblioteca Nacional rinde tributo a Miguel Hernández a los 100 años de su nacimiento .
Miguel Hernández, el poeta del pueblo. El poeta necesario, que decía su compañero de cárcel, Buero Vallejo. El poeta pastor.
Tres etapas imprescindibles en la muestra
En Madrid no faltó quien acogió al poeta con desdén: como García Lorca Por el contrario, fue amigo de Neruda, Aleixandre, Cossío y Bergamín
Salen a la luz sus cuentos inéditos, escritos en prisión en papel higiénico Las 200 piezas de la muestra incluyen manuscritos, dibujos, cartas y fotografías
Hasta principios de los años 60 no se podía publicar sus obras ni hablar de él La familia ha pedido la revisión del proceso sumarísimo que le infligió Franco
Era todo eso. Pero era, sobre todo, el poeta incesante; su vida, que la guerra truncó dramáticamente, estuvo signada por el amor, la amistad y los papeles. Ni un día sin línea.
Quienes vean ahora en la Biblioteca Nacional la exposición que marca su centenario, y que se abrió ayer, entenderán que Miguel Hernández no era solo un poeta intuitivo, un ser humano pendiente de la inspiración: estudiaba, leía. Era como una esponja. José Carlos Rovira, catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Alicante, ha preparado esta exposición, que organiza la Secretaría de Estado de Conmemoraciones Culturales (SECC) con la Biblioteca Nacional, como un homenaje y como una reivindicación.
Hernández no era el pastor menesteroso, el poeta que venía a Madrid a buscar auxilio para sus versos. Estudió a Góngora, estuvo atento a la pintura de su tiempo; frecuentó a Benjamín Palencia, aprendió de Maruja Mallo. En 1934, cuando tenía 24 años y estaba en Madrid, llevaba en su carpeta, copiados, 60 poemas de Cántico, el libro que puso a Jorge Guillén en la vanguardia. Ahí subraya Hernández "motivos de su propio mundo pastoril". Hacía mímesis, dice Rovira, pero no copiaba, recreaba a partir de esas influencias. Era, por decirlo así, "una mímesis transformadora", capaz de leer a Neruda y a Aleixandre, sus amigos, "y escribir luego sin que transpiren en esos versos los recuerdos de sus modelos".
Rovira ha preparado esta exposición con tal entusiasmo que ayer, antes de que las autoridades (la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega; la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde) hicieran de la ocasión una solemnidad que tenía más fotógrafos que la muestra misma, contó al trote la vida y la obra del poeta como si estuviéramos asistiendo minuto a minuto a esa biografía simbólica del dolor de España.
Así entramos en la época de formación (la que González-Sinde llamó ayer "tiempo de esperanza"), a partir de la contemplación de Rubén Darío o Góngora, que tan decisivos fueron en la formación del poeta. Dice Rovira que, en ese proceso de mímesis a que sometió el poeta su aprendizaje, leía y repetía a Rubén Darío como si fueran los del nicaragüense versos que él mismo hubiera escrito; y sin embargo, leída su escritura, no tuvieron nada que ver.
Desde ese periodo esperanzado Hernández pasó, casi sin solución de continuidad, a la época en que le reciben, unos mejor que otros, en Madrid. García Lorca le acogió con desdén, quizá porque unos y otros se lo presentaban como un poeta capaz de escribir tiras de versos con tanta facilidad como la suya. Pero aquí acendró las amistades que dejó en Orihuela ("su pueblo y el mío": como Ramón Sijé) tanto como las que encontró en la capital. "Y fue un amigo sincero, verdadero, en él no había falsificación"; supieron de esa amistad Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, y se la devolvieron con igual hondura; como José María de Cossío, o como José Bergamín. Hasta Juan Ramón Jiménez, "que ponía verde a todo el mundo", habló bien de Miguel, de sus versos, a pesar de que el poeta de Orihuela puso por las nubes (en el diario El Sol) Residencia en la tierra.
La guerra lo puso todo patas arriba; el compromiso de Miguel no era reflejo de la propaganda, a la que entonces también se entregó, sino que respondía al latido de la cultura que fue adquiriendo. En la exposición hay una grabación preciosa, que le hace Alejo Carpentier en París en 1937, cuando el poeta va camino de Moscú, a un festival de teatro; ahí está, leyendo la Canción del esposo soldado. Aún lleva la esperanza en el macuto.
Ahí está, en las trincheras; en la exposición es el hombre de las trincheras, y también el personaje rodeado por la pintura de la época, que Rovira y su equipo han rescatado de los archivos de Luis Quintanilla o de la Escuela de Vallecas. Los frescos de Luis Quintanilla tienen ahora el valor de reconstruir "una imagen de dolor y de tragedia" que ya marca el descenso a los infiernos de la guerra, la cárcel, la condena a muerte, la conmutación de la pena, la muerte.
Como decía César Vallejo de la vida, a Hernández no le dio respiro el infortunio; hubo dos procesos contra él; los documentos del segundo proceso se desvelan aquí, aportados por el escritor alicantino Enrique Cerdán Tato [a la vista de los hechos, la familia de Miguel Hernández ha solicitado al Tribunal Supremo la revisión y la nulidad del procedimiento sumarísimo realizado en su día contra el poeta por defecto de forma, informa la agencia Efe].
Pero no le cayó solo la muerte. Quisieron imponerle el olvido. Hasta principios de los años sesenta del siglo XX no se podía publicar su obra, no se podía hablar de él; y desde entonces a 1976 resultaba difícil hacerlo en España, aunque Joan Manuel Serrat (que ahora ha rescatado versos de Hijo de la luz y de la sombra) lo puso en el mapa a pesar del franquismo, gracias a sus versiones musicales.
La exposición refleja bien esa contumacia de la censura franquista; no pudieron borrar al poeta, y él mismo, que jamás estuvo sin un papel, burló esa vigilancia férrea de los años en que aún duró, en la posguerra, escribiendo incluso en papel de retrete.
Rovira encontró papeles de váter donde Miguel escribió cuentos para su hijo Manuel Miguel. "Al margen de que él afirmara en una carta que eran traducciones de cuentos ingleses", dice el comisario de la exposición, "[son, sin duda] cuatro metáforas explícitas de libertad para que las leyese su hijo, metáforas de alguien que, en su escritura y su vida, quiso dejar constancia sobre todo de su voluntad de ser libre".
Ahí se lee, por ejemplo: "Hasta la vuelta, pequeñuelos / y que no os vayáis a perder / en las estrellas de los cielos. / Venid siempre al atardecer".
En ese formato rústico, convertido ahora en un facsímil que es al tiempo una denuncia de la despiadada persecución que sufrió el poeta, el material pone los pelos de punta. "Hace unos meses", dijo ayer en su alocución inaugural la vicepresidenta Fernández de la Vega, "entregamos a los familiares de Miguel Hernández la declaración de reconocimiento y reparación personal". Y dijo la representante del Gobierno en esta nueva reparación pública a la ignominia que sufrió "el poeta necesario" del que habló Buero: "No podemos acabar con los horrores que Miguel Hernández, como tantos españoles y españolas, sufrió en aquel tiempo de sombras, pero sí podemos hacer justicia a su memoria, que es nuestra memoria".
Esos papeles de estraza son ahora como una bandera que se vuelve contra los que quisieron condenarle a la muerte y al olvido. En la Biblioteca Nacional está la respuesta del propio Hernández contra toda la ignominia que sufrió sin dejar en ningún momento de escribir hasta cuando no tenía con qué.
Miguel Hernández, el poeta del pueblo. El poeta necesario, que decía su compañero de cárcel, Buero Vallejo. El poeta pastor.
Tres etapas imprescindibles en la muestra
En Madrid no faltó quien acogió al poeta con desdén: como García Lorca Por el contrario, fue amigo de Neruda, Aleixandre, Cossío y Bergamín
Salen a la luz sus cuentos inéditos, escritos en prisión en papel higiénico Las 200 piezas de la muestra incluyen manuscritos, dibujos, cartas y fotografías
Hasta principios de los años 60 no se podía publicar sus obras ni hablar de él La familia ha pedido la revisión del proceso sumarísimo que le infligió Franco
Era todo eso. Pero era, sobre todo, el poeta incesante; su vida, que la guerra truncó dramáticamente, estuvo signada por el amor, la amistad y los papeles. Ni un día sin línea.
Quienes vean ahora en la Biblioteca Nacional la exposición que marca su centenario, y que se abrió ayer, entenderán que Miguel Hernández no era solo un poeta intuitivo, un ser humano pendiente de la inspiración: estudiaba, leía. Era como una esponja. José Carlos Rovira, catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Alicante, ha preparado esta exposición, que organiza la Secretaría de Estado de Conmemoraciones Culturales (SECC) con la Biblioteca Nacional, como un homenaje y como una reivindicación.
Hernández no era el pastor menesteroso, el poeta que venía a Madrid a buscar auxilio para sus versos. Estudió a Góngora, estuvo atento a la pintura de su tiempo; frecuentó a Benjamín Palencia, aprendió de Maruja Mallo. En 1934, cuando tenía 24 años y estaba en Madrid, llevaba en su carpeta, copiados, 60 poemas de Cántico, el libro que puso a Jorge Guillén en la vanguardia. Ahí subraya Hernández "motivos de su propio mundo pastoril". Hacía mímesis, dice Rovira, pero no copiaba, recreaba a partir de esas influencias. Era, por decirlo así, "una mímesis transformadora", capaz de leer a Neruda y a Aleixandre, sus amigos, "y escribir luego sin que transpiren en esos versos los recuerdos de sus modelos".
Rovira ha preparado esta exposición con tal entusiasmo que ayer, antes de que las autoridades (la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega; la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde) hicieran de la ocasión una solemnidad que tenía más fotógrafos que la muestra misma, contó al trote la vida y la obra del poeta como si estuviéramos asistiendo minuto a minuto a esa biografía simbólica del dolor de España.
Así entramos en la época de formación (la que González-Sinde llamó ayer "tiempo de esperanza"), a partir de la contemplación de Rubén Darío o Góngora, que tan decisivos fueron en la formación del poeta. Dice Rovira que, en ese proceso de mímesis a que sometió el poeta su aprendizaje, leía y repetía a Rubén Darío como si fueran los del nicaragüense versos que él mismo hubiera escrito; y sin embargo, leída su escritura, no tuvieron nada que ver.
Desde ese periodo esperanzado Hernández pasó, casi sin solución de continuidad, a la época en que le reciben, unos mejor que otros, en Madrid. García Lorca le acogió con desdén, quizá porque unos y otros se lo presentaban como un poeta capaz de escribir tiras de versos con tanta facilidad como la suya. Pero aquí acendró las amistades que dejó en Orihuela ("su pueblo y el mío": como Ramón Sijé) tanto como las que encontró en la capital. "Y fue un amigo sincero, verdadero, en él no había falsificación"; supieron de esa amistad Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, y se la devolvieron con igual hondura; como José María de Cossío, o como José Bergamín. Hasta Juan Ramón Jiménez, "que ponía verde a todo el mundo", habló bien de Miguel, de sus versos, a pesar de que el poeta de Orihuela puso por las nubes (en el diario El Sol) Residencia en la tierra.
La guerra lo puso todo patas arriba; el compromiso de Miguel no era reflejo de la propaganda, a la que entonces también se entregó, sino que respondía al latido de la cultura que fue adquiriendo. En la exposición hay una grabación preciosa, que le hace Alejo Carpentier en París en 1937, cuando el poeta va camino de Moscú, a un festival de teatro; ahí está, leyendo la Canción del esposo soldado. Aún lleva la esperanza en el macuto.
Ahí está, en las trincheras; en la exposición es el hombre de las trincheras, y también el personaje rodeado por la pintura de la época, que Rovira y su equipo han rescatado de los archivos de Luis Quintanilla o de la Escuela de Vallecas. Los frescos de Luis Quintanilla tienen ahora el valor de reconstruir "una imagen de dolor y de tragedia" que ya marca el descenso a los infiernos de la guerra, la cárcel, la condena a muerte, la conmutación de la pena, la muerte.
Como decía César Vallejo de la vida, a Hernández no le dio respiro el infortunio; hubo dos procesos contra él; los documentos del segundo proceso se desvelan aquí, aportados por el escritor alicantino Enrique Cerdán Tato [a la vista de los hechos, la familia de Miguel Hernández ha solicitado al Tribunal Supremo la revisión y la nulidad del procedimiento sumarísimo realizado en su día contra el poeta por defecto de forma, informa la agencia Efe].
Pero no le cayó solo la muerte. Quisieron imponerle el olvido. Hasta principios de los años sesenta del siglo XX no se podía publicar su obra, no se podía hablar de él; y desde entonces a 1976 resultaba difícil hacerlo en España, aunque Joan Manuel Serrat (que ahora ha rescatado versos de Hijo de la luz y de la sombra) lo puso en el mapa a pesar del franquismo, gracias a sus versiones musicales.
La exposición refleja bien esa contumacia de la censura franquista; no pudieron borrar al poeta, y él mismo, que jamás estuvo sin un papel, burló esa vigilancia férrea de los años en que aún duró, en la posguerra, escribiendo incluso en papel de retrete.
Rovira encontró papeles de váter donde Miguel escribió cuentos para su hijo Manuel Miguel. "Al margen de que él afirmara en una carta que eran traducciones de cuentos ingleses", dice el comisario de la exposición, "[son, sin duda] cuatro metáforas explícitas de libertad para que las leyese su hijo, metáforas de alguien que, en su escritura y su vida, quiso dejar constancia sobre todo de su voluntad de ser libre".
Ahí se lee, por ejemplo: "Hasta la vuelta, pequeñuelos / y que no os vayáis a perder / en las estrellas de los cielos. / Venid siempre al atardecer".
En ese formato rústico, convertido ahora en un facsímil que es al tiempo una denuncia de la despiadada persecución que sufrió el poeta, el material pone los pelos de punta. "Hace unos meses", dijo ayer en su alocución inaugural la vicepresidenta Fernández de la Vega, "entregamos a los familiares de Miguel Hernández la declaración de reconocimiento y reparación personal". Y dijo la representante del Gobierno en esta nueva reparación pública a la ignominia que sufrió "el poeta necesario" del que habló Buero: "No podemos acabar con los horrores que Miguel Hernández, como tantos españoles y españolas, sufrió en aquel tiempo de sombras, pero sí podemos hacer justicia a su memoria, que es nuestra memoria".
Esos papeles de estraza son ahora como una bandera que se vuelve contra los que quisieron condenarle a la muerte y al olvido. En la Biblioteca Nacional está la respuesta del propio Hernández contra toda la ignominia que sufrió sin dejar en ningún momento de escribir hasta cuando no tenía con qué.
4 oct 2010
Jacarandas de Sevilla, todavía en flor.
Jacarandas de Sevilla, todavía en flor.
Si yo hubiera venido aquí, en lugar de allá. Si en vez de allá, yo aquí me hubiera casado con una rubia católica y de pequeños pecados.
Si yo hubiera elegido esto, en lugar de aquello. Mi madre no hubiera muerto; no se hubiera extendido la ruina; no nos hubiéramos dispersado la familia. No nos hubiéramos desposeído, de todo, todos.
Todo estaría completo, de haber elegido la vida aquí, a orillas del Guadalquivir. Admiraría el cielo de Murillo y sería ferviente, devoto. Quién sabe, si con guayabera sevillana. Con todos los pecados que Romero Murube insinuaba cuando la ciudad se hacía río, y el río, noche, y la noche el más glorioso espacio para el remordimiento. Si él se encerraba con García Lorca en el Alcázar, yo y a solas y en completo gozo lo haría.
Dime tú, rostro en esta Sevilla de hoy. Dime tú, rostro que ya apenas veo. Dime qué hubiera sido. Mi vida aquí en lugar de allá. Dime rostro qué sería yo. Dime, mi rostro, si yo sería todavía el que te hablara.
Publicado por José Carlos Cataño
Si yo hubiera venido aquí, en lugar de allá. Si en vez de allá, yo aquí me hubiera casado con una rubia católica y de pequeños pecados.
Si yo hubiera elegido esto, en lugar de aquello. Mi madre no hubiera muerto; no se hubiera extendido la ruina; no nos hubiéramos dispersado la familia. No nos hubiéramos desposeído, de todo, todos.
Todo estaría completo, de haber elegido la vida aquí, a orillas del Guadalquivir. Admiraría el cielo de Murillo y sería ferviente, devoto. Quién sabe, si con guayabera sevillana. Con todos los pecados que Romero Murube insinuaba cuando la ciudad se hacía río, y el río, noche, y la noche el más glorioso espacio para el remordimiento. Si él se encerraba con García Lorca en el Alcázar, yo y a solas y en completo gozo lo haría.
Dime tú, rostro en esta Sevilla de hoy. Dime tú, rostro que ya apenas veo. Dime qué hubiera sido. Mi vida aquí en lugar de allá. Dime rostro qué sería yo. Dime, mi rostro, si yo sería todavía el que te hablara.
Publicado por José Carlos Cataño
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